viernes, 4 de diciembre de 2015

Estoy saturado

Bueno, no es que yo esté saturado, pero me gustaría hablaros de cómo se saturan los sistemas naturales. No pueden con todo y, gracias a ello, se libran de que los explotemos hasta la saciedad. La ecuación no es tan sencilla como “dame esto, esto y esto, y produzco sin parar”. Pasa con los seres humanos… y con los no humanos, también.

Los naturalistas conocen desde muy antiguo las relaciones entre depredadores y presas, esas que tanta pasión despiertan en los documentales televisivos de la sobremesa. Pero hasta los años veinte del siglo pasado nadie trató de representarlas mediante unas ecuaciones matemáticas que permitieran hacer predicciones prácticas. ¡No salgáis corriendo! Prometo que la historia será bastante entretenida. 

La tarea fue abordada (al mismo tiempo, pero de forma independientemente, como pasa tantas veces en ciencia) por el italiano Vito Volterra y el estadounidense de adopción Alfred Lotka. Estos dos matemáticos pensaron que, a medida que aumenta el número de depredadores o de presas, será mayor la probabilidad de que unos se encuentren con las otras. Bien porque hay muchos depredadores, bien porque hay muchas presas o bien por ambas cosas a la vez. En la fórmula que desarrollaron, la velocidad a la que crece una población de presas sólo dependía de dos aspectos: aquello que genera presas (el crecimiento natural de las poblaciones al reproducirse exponencialmente) y aquello que elimina presas (la mortalidad infligida por los depredadores). A su vez, dicha mortalidad dependía proporcionalmente del número de encuentros entre depredador y presa que termina en una captura con muerte, lo cual depende de la eficiencia del depredador y de la abundancia de los dos agentes implicados.

Linces y conejos
Pensando en un ejemplo práctico, el crecimiento de una población de conejos depende de cómo se reproduzcan y de cuántos sean capturados. Se supone que los linces capturarán más conejos cuanto más abundantes sean los lagomorfos, cuanto más numerosos sean los propios linces o ambas cosas a la vez. Pero, claro, todos sabemos que esta es una visión simplista del asunto. No es verdad que cuantos más conejos haya más cazarán los linces, porque llega un momento en que los linces... se saturan. No dan abasto. Puede que la fórmula funcione hasta alcanzar una densidad hipotética de 1.000 conejos por hectárea, pero si hay 1.100 o 5.000 los linces cazarán el mismo número de conejos porque lleva un tiempo atraparlos, procesarlos y digerirlos. Por tanto, la relación entre el número de presas consumidas y su abundancia no es lineal. La curva que representa el consumo de conejos por los linces aumenta cada vez más lentamente a medida que crece el número de presas disponibles. Es decir, tiene rendimientos decrecientes hasta que llega al punto de saturación; entonces alcanza una meseta y de ahí ya no se mueve. El motivo es que la proporción de capturas decrece a medida que aumenta la densidad de presas. Por eso las poblaciones grandes de conejo soportan mejor la depredación que las pequeñas. Aunque también es cierto que, si las poblaciones son muy muy pequeñas, la tasa a la que los linces capturan conejos también baja, debido a la dificultad para localizarlos. Es decir, la proporción de conejos consumidos por linces alcanza un máximo a densidades intermedias de conejo. Los linces cazan proporcionalmente más cuando los conejos no son ni muy escasos ni muy abundantes. Dicho sea de paso, probablemente eso explica cómo es posible que a pesar de que los tramperos han capturado decenas de miles de castores o de nutrias marinas no hayan acabado con ellas. Por debajo de cierta abundancia el esfuerzo por localizarlas no compensa. ¡Menos mal!

Esta misma estrategia también les funciona muy bien a los árboles que, de vez en cuando, producen frutos en cantidades ingentes. Es el caso, por ejemplo, de las encinas o los acebuches, que son veceros. Los años de cosecha masiva, los consumidores (zorzales o ardillas) acabarán saciándose a partir de un cierto grado de consumo, con lo cual muchos frutos quedarán disponibles para generar nuevas encinas o nuevos acebuches.

Estancamiento por competencia
Además, el tamaño de las poblaciones no sólo se regula por depredación. También actúan otros procesos ecológicos como el parasitismo o la competencia. En cada grupo de especies pesa más uno u otro de estos procesos. En el caso de los conejos, el crecimiento puede depender del tamaño de su población o de la cantidad de otros herbívoros que coman lo mismo. A bajas densidades, la población crecerá de forma muy rápida pero, a medida que se vayan acumulando conejos, el alimento empezará a escasear y hará que la velocidad de crecimiento se ralentice.

Ese momento, por ejemplo, no ha llegado todavía en las poblaciones humanas. Hemos pasado de menos de 5 millones de personas en el Paleolítico a 7.000 millones a comienzos del siglo XXI. No está mal. Pero el actual ritmo de crecimiento no se mantendrá eternamente. Llegará un punto en que actuará la denso-dependencia, es decir, que cada vez tocaremos a menos. Debido a nuestros avances tecnológicos es muy difícil predecir cuándo vamos a alcanzar dicho punto. Ahora tiramos entre el 30 y el 40% de la comida que se produce, por lo que no parece que ésta sea un factor limitante. Podrían llegar a serlo las fuentes de energía. Pero si los combustibles fósiles fueran tan escasos que resultaran inasequibles al bolsillo medio, quizá la humanidad acabaría desarrollando la energía nuclear de fusión o la hidrólisis barata del agua (imitando a las plantas) para obtener hidrógeno limpiamente. Por tanto, el nivel de saturación humana del planeta, su capacidad de carga, es una variable difícil de predecir.

Detalle de las flores de una digital (Digitalis purpurea). Las plantas no se dejan explotar: aunque les demos más y más carbono, no producen más y más azúcares. La maquinaria fotosintética se satura. Si fija mucho carbono, fijará poco nitrógeno, y la planta necesita ambos elementos. (Foto del autor).
El número de especies
En diciembre de 2012 ya dejé caer que los procesos capaces de determinar el número de especies en una región biogeográfica no tienen por qué basarse en la saturación (1). Siguiendo a Wilson y MacArthur parecería que sí, que el número de especies se satura cuando llegan nuevas especies desde fuera del sistema al mismo ritmo que se extinguen localmente. Pero este razonamiento pasa por alto que las especies pueden surgir in situ y que aparecen con mayor rapidez cuantas más haya. Es decir, las especies llaman a las especies, como el dinero llama al dinero. Un ambiente cargado de especies puede fomentar la macro-especialización, lo cual conduce  a la generación de nuevas especies, llevando a ecosistemas lejos en este caso de la saturación. Los nichos ecológicos muchas veces más que existir son construidos por las propias especies. Así pues, es imposible saber cuántas especies llegará a tener un ecosistema dado. Que la diversidad llame a la diversidad puede ser uno de los factores que hay detrás del elevadísimo número de especies que encontramos en las latitudes tropicales, aunque no el único.  Si los nichos estuvieran definidos a priori y todos rellenos no podría entrar nadie más en los sistemas naturales. Los nichos ecológicos se construyen gracias a la presencia de otras especies y gracias a la gran plasticidad de los seres vivos que se encajan en las redes ecológicas sin que la evolución tenga nada que ver. Prueba de que los ecosistemas están lejos de la saturación es la entrada de especies exóticas.

Las plantas no se dejan explotar
También hemos hablado en otras ocasiones de cómo se las apañan las plantas para construir su cuerpo con el carbono presente en el aire que respiramos, en forma de dióxido de carbono (2). No hace falta ser muy vivo para darse cuenta de que las plantas deberían estar de enhorabuena si ahora estamos aumentando artificialmente la concentración de este gas en la atmósfera (por cierto, una concentración que es muy baja, pues se mide en partes por millón y no en tantos por cien como la del nitrógeno y la del oxígeno). Pero eso es sólo parcialmente cierto y viene a ser un caso similar al de los conejos y los linces. Hasta cierta concentración de dióxido de carbono la planta aumenta su productividad, pero llega un momento en el que la maquinaria fotosintética se satura. ¿Por qué? Por diversas razones en realidad. Por encima de cierta concentración de dióxido de carbono el enzima Rubisco (que cataliza la fijación del gas) se satura. Y no sólo eso sino que la maquinaria fotosintética necesita mucho nitrógeno y si se destina mucho (del escaso) nitrógeno a la fotosíntesis no queda para la necesaria síntesis de proteínas. Por otro lado si escasea el nitrógeno la planta destina más carbono a la producción de raíces con lo cual la maquinaria fotosintética se ve reducida. También se satura la fotosíntesis si la concentración de oxígeno es muy alta porque se inicia el proceso de fotorrespiración o metabolismo C2. Por otro lado si escasea el agua las plantas cierran los estomas lo que impide la entrada de dióxido de carbono, si la temperatura ambiente es muy alta los enzimas que catalizan la fotosíntesis se desnaturalizan, si la intensidad luminosa es muy alta o el número de horas de luz muy elevado también aumenta la fotosíntesis hasta alcanzar un punto de saturación de la maquinaria y si se proporciona luz de longitud de onda más energética que la visible de nada sirve pues la fotosíntesis evolucionó (en organismos vegetales acuáticos) para aprovechar sólo la radiación visible. Más en concreto la abundante radiación del rojo y la más energética del azul, desaprovechando el intermedio verde, razón por la cual vemos a las plantas de ese color.  Lo ideal para una planta sería invertir todo el carbono posible en fabricar hojas, ya que éstas son las que fotosintetizan. Sin embargo, las temperaturas extremas (por arriba o por abajo de un óptimo) o la escasez o super abundancia de agua determinan que las plantas destinen mucho del carbono fijado a otras estructuras corporales como raíces o tallos no fotosintetizadores, que consumen carbono al respirar. En definitiva, no podemos esperar de las plantas que produzcan sin cesar, que absorban todo el dióxido de carbono que lanzamos a la atmósfera. De hecho parece ser que los sistemas biológicos de absorción (como bosques terrestres o praderas submarinas) están ya alcanzando sus límites de saturación. Trabajan ya a toda máquina. 


El rendimiento de nuestro trabajo sigue curvas de saturación habitualmente. Es importante identificar los umbrales a partir de los cuales los resultados se estancan por mucho que ampliemos el esfuerzo. Lo mismo le sucede a los sistemas naturales. 
Lecciones prácticas
Las curvas de saturación pueden venirnos muy bien incluso para ahorrar trabajo. Por ejemplo, muchas veces se dedica más trabajo de campo de la cuenta para resolver un problema biológico. Sin embargo, por encima de un número de horas o de personas, el rendimiento no aumenta sino que se queda estancado. Es importante identificar esos puntos de estancamiento para optimizar la relación entre coste y beneficio de nuestro trabajo y no hacer esfuerzos en balde. 

Bibliografía

(1) Martínez-Abraín, A. (2014). Cómo crear materia viva a partir de la “nada”. Quercus, 339: 6-8.

(2) Martínez-Abraín, A. (2012). La única regla es el cambio. Quercus, 322: 6-8.
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miércoles, 4 de noviembre de 2015

El ojo ¡menudo collage!

Solemos asociar ciertas estructuras anatómicas con determinados grupos zoológicos. Por ejemplo, el pelo es cosa de los mamíferos, las plumas son típicas de las aves, la vejiga natatoria de los peces y las escamas de los reptiles. Sin embargo, la anatomía de un vertebrado es un compendio de características heredadas de sus ancestros y de innovaciones propias de su grupo. Nosotros las vemos todas juntas, las antiguas y las modernas, en el mismo plano temporal, pero sus historias tienen raíces muy distintas y pueden generar confusión.

Los ornitólogos suelen enterarse de la existencia de la membrana nictitante gracias a las rapaces nocturnas. Es una especie de telilla que, a modo de falso párpado, protege el globo ocular de las aves. Pero no sólo de las aves. También está presente en los reptiles, lo cual puede deberse a un fenómeno de convergencia al inventar este protector ocular o bien a una cuestión de parentesco. En el caso de la membrana nictitante es más probable que sea el segundo caso, ya que las aves proceden de los reptiles.

Hace unos 250 millones de años, en el Triásico inferior, toda la masa de tierra emergida se agolpaba en el supercontinente Pangea. El planeta estaba desmontando por erosión el relieve del plegamiento herciniano del Paleozoico y transportando los sedimentos resultantes a la desembocadura de los ríos, donde se formaron grandes deltas de arenas rojas y de grano fino. Esos sedimentos del denominado Bundsandstein conservan ahora, ya en forma de rocas consolidadas, las huellas de un reptil terápsido conocido como Lystrosaurus que tenía la talla de un cerdo actual. A juzgar por sus ignitas o huellas fósiles, se cree que el mundo de los vertebrados de gran porte estaba entonces dominado, en términos de abundancia, por esta especie (quizás sea un sesgo relacionado con su detectabilidad). Un segundo grupo de reptiles, el de los arcosaurios, se encontraba en minoría. Curiosamente, Lystrosaurus acabó siendo desplazado por otros reptiles terápsidos, los cinodontes, y se extinguió a finales del Triásico. Los cinodontes darían lugar a los primeros mamíferos, mientras que de los arcosaurios proceden los pterosaurios voladores, los cocodrilos primitivos y los dinosaurios; y, en definitiva, las aves, que nunca han dejado de ser dinosaurios emplumados.

La membrana nictitante también está presente en los mamíferos, así que habría que retrotraer su origen hasta los reptilianos ancestros que fueron comunes a aves y mamíferos, es decir, anteriores a la separación entre terápsidos y arcosaurios. Este curioso parpadillo viaja desde entonces a través del tiempo en los ojos de los vertebrados. Nuestra especie también lo posee, aunque en forma de un repliegue semilunar de la conjuntiva en el que pocas veces reparamos. O sea, que en esa membranilla atrofiada (innecesaria en nuestro ojo gracias a la protección que nos dispensa la conjuntiva) quedan resumidos nada menos que 250 millones de años de historia en común de reptiles, aves y mamíferos. El famoso diente de eclosión de las aves, que ayuda a romper la cáscara del huevo, no nos hace viajar tanto en el tiempo como la membrana nictitante, ya que ese dientecillo sólo es propio de aves y reptiles. Así pues, la membrana nictitante probablemente fuera una invención de los dinosaurios durante el Jurásico.

Los hermosos y grandes ojos del búho real son uno de sus rasgos más característicos. La aparente unidad del ojo-cámara de los animales es en realidad un engaño, ya que está formado por un conjunto de piezas inventadas por la historia evolutiva a lo largo de varios cientos de millones de años (Foto: Antonio Pérez Torres).

Un pecten ocular
El nombre de “pecten” solemos asociarlo a las vieiras (Pecten maximus), pero también define una desconocida estructura del ojo de algunos reptiles y de todas las aves que tiene forma de peine y está formada por vasos sanguíneos. No es, por lo tanto, fotosensible. Si nos remontamos al origen de los primeros ojos, nos encontramos con que las formas más sencillas consistían en una simple película fotosensible aplanada, como la de los crustáceos que viven en las chimeneas hidrotermales del fondo marino (1). Una especie de retina plana situada sobre el dorso de los camarones que percibe la radiación, en forma de calor, que emiten las chimeneas. Con el paso del tiempo, esos ojos primitivos acabaron plegándose en forma de saco y dieron lugar a los sofisticados ojos-cámara de vertebrados e invertebrados. La película original se plegó de manera que las células fotosensibles y su aparato de irrigación quedaron en el interior del ojo (como en los vertebrados, incluidos nosotros mismos) o bien dejando que todas esas estructuras quedaran por fuera del ojo (en invertebrados como el pulpo).

Tanto en aves como en mamíferos, el hecho de que el nervio óptico y los vasos sanguíneos asociados a la retina se encuentren en el interior del ojo genera múltiples problemas de visión. Las aves los resuelven gracias precisamente al pecten, que aleja los vasos sanguíneos de la retina y contribuye en gran medida a que las aves tengan esa visión tan aguda. Además, el pecten nutre a la retina, la protege con su pigmentación de los daños que pudiera causarle la radiación ultravioleta y controla el grado de acidez del humor vítreo. Finalmente, el pecten no está presente en los mamíferos, de manera que tuvo que aparecer, como el diente de eclosión, en los reptiles que dieron lugar a las aves y no más atrás, en el ancestro común reptiliano de aves y mamíferos. En fin, ¡quién tuviera un pecten!

Y volviendo a las vieiras, para cerrar el círculo, aprovecho para recordar que estos moluscos bivalvos cuentan con una batería de diminutos ojos (de color azul intenso) que son sensibles a los cambios de intensidad de la luz (cada ojo cuenta con dos retinas), lo que les permite detectar la posible llegada de depredadores. 


Los pequeños pero abundantes ojos de las vieiras (Pecten maximus) cuentan con dos retinas y permiten detectar cambios en la intensidad de la luz. Foto: Kathryn R Markey Fuente: Olympusbioscapes

Otras estructuras oculares
Del tapetum lucidum ya hemos hablado en otras ocasiones. Las aves no tienen esta capa de tejido reflector del fondo del ojo, a diferencia de muchos grupos de animales que en origen debieron ser nocturnos. Las aves deben provenir de reptiles arcosaurios que eran eminentemente diurnos (el grupo de los terópodos, unos dinosaurios bípedos), mientras que los cocodrilos actuales provendrían de reptiles de hábitos más nocturnos, ya que sí cuentan con tapetum. Como ya sugería hace unos años (2), el hecho de que los prosimios (lémures, loris y gálagos) aún conserven esta estructura sugiere que nosotros la perdimos al hacernos diurnos. Quizás en origen, cuando aquella película fotosensible se plegó dejando a conos y bastones apuntando hacia al interior del ojo (en lugar de hacia el exterior, de donde procede la luz) nuestros ancestros fuesen nocturnos y su tapetum funcionara como una antena parabólica que concentrara la luz en sus baterías de células sensoriales. Las aves nocturnas suplen la falta del escudo reflector gracias a una gran “abertura de diafragma” (grandes ojos de grandes pupilas) y al uso de una “película fotográfica” de muchas “asas” e “isos”, es decir, a una potente inversión en bastones.

Un buen complemento para la calidad visual de las aves, además de su pecten, es la fóvea, una depresión en la retina muy rica en conos (sensores del color) donde se enfocan los rayos de luz. La fóvea está presente en peces, reptiles, aves y mamíferos, de manera que debe ser una estructura muy antigua, desarrollada hace unos 350 millones de años por el ancestro común de los actuales peces y vertebrados terrestres. Esta explicación es más simple (o parsimoniosa, como se dice en ciencia) que plantearse una invención independiente de la misma estructura repetidas veces. Un hecho que, sin embargo, a veces sucede y ahí están las alas de insectos, reptiles, aves y mamíferos voladores para demostrarlo.

En definitiva, la aparente unidad del ojo es en realidad un engaño. En realidad la aparente unidad del cuerpo es un engaño. Más bien se trata de un mosaico de piezas inventadas por la naturaleza en distintos momentos de la historia y heredadas en el tiempo (o perdidas) en función de los procesos de selección natural que han operado a lo largo de varios cientos de millones de años. Evolución en mosaico. Ser conscientes de que somos una especie de collage temporal, concebido a tan largo plazo, muchas veces reutilizando piezas pre-existentes, creo que nos enriquece enormemente como personas y es un privilegio que no ha tenido a su alcance ninguna otra especie en toda la historia de la vida sobre la Tierra. Así que, ¡disfrutémosla! 

Bibliografía

(1) Martínez-Abraín, A. 2015. Cuando las moléculas hablan. Quercus 350:6-7. 
(2) Martínez-Abraín, A. (2012). Conocer, lo que se dice conocer… Quercus, 316: 6-8.
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viernes, 2 de octubre de 2015

Subjetividad y conservación de la biosfera

Los naturalistas tendemos a pensar que, en materia de conservación de la diversidad biológica, lo mejor es tomar decisiones siguiendo sólo criterios objetivos. Sin embargo, parece que la mayoría de las personas prefiere guiarse por criterios subjetivos, basados en su propia relación personal con la biosfera. Quizá deberíamos buscar un equilibrio entre ambas visiones del mundo.

Nuestra especie ha seguido una evolución muy particular. Aunque nuestro desarrollo como personas a lo largo de la vida (ontogenia) se caracteriza por ser lento, nuestra historia evolutiva (filogenia) ha sido tremendamente veloz. Pensad, por ejemplo, que hace apenas 10 millones de años compartimos un ancestro común con los actuales chimpancés y bonobos. Y hay pruebas de que, en tiempos del Homo ergaster, hace casi dos millones de años, nuestros ancestros africanos ya era capaces de gestionar el fuego con fines cinegéticos. Antes pensábamos que el dominio del fuego era cosa de neandertales europeos, de hace medio millón de años, pero ahora sabemos que el uso del fuego se remonta mucho más atrás en el tiempo. 

El origen del Homo sapiens arcaico, no tiene más de  200.00 años. El primer intento de nuestra especie de salir de África se produjo hace unos 100.000 años y unas decenas de miles de años después, hace entre 70 y 75.000 años, sufrimos un declive numérico catastrófico, con su correspondiente cuello de botella genético, que nos redujo  a unos pocos miles de mujeres fértiles (la Eva mitocondrial de los genéticos). Pero, sorprendentemente, conseguimos resurgir de nuestras cenizas y hace unos 40.000 años invadimos Eurasia y Oceanía. En este proceso fue donde se gestó el ser humano moderno, donde nacimos realmente "nosotros". Fue poco después cuando apareció el arte parietal en las cuevas del sur de Europa. Surgen por primera vez actividades no prácticas, no dirigidas directamente a nuestra supervivencia. Nosotros somos descendientes directos de aquellos primeros humanos modernos que entraron en Iberia hace 40.000 años y que fueron adquiriendo posteriormente las modas y costumbres neolíticas transmitidas desde el oriente europeo y también sus genes. 

Aquellos supervivientes africanos del invierno nuclear causado probablemente por la explosión del supervolcán Toba, en la actual Sumatra, no fueron unos individuos cualesquiera. Tampoco fueron los más fuertes ni los más inteligentes. Los seleccionados fueron personas con una mente especialmente “alucinada”, como le gusta recordarnos a Juan Luis Arsuaga, co-director de las excavaciones de Atapuerca.

Cacería de ciervos representada en la Cova dels Cavalls, uno de los abrigos del barranco de La Valltorta (Tirig, Castellón). Las pinturas tienen unos 7.000 años de antigüedad. Como resultado de la mente simbólica, que hace tan complejo al ser humano, el arte rupestre levantino no copiaba del natural sino que se alimentaba de nuestros sueños y alucinaciones (foto: Rafael Martínez Valle).

Raciocinio objetivo y subjetivo
Nuestros antepasados más directos eran seres dotados de una imaginación inusitada, capaces de reinventar el mundo a su antojo, lo que les dio esperanzas para sobrevivir tras aquella enorme catástrofe natural. Crearon mitos, símbolos y seres mágicos, que les llevaron a imaginar que somos dioses o hijos de dioses, creados a imagen y semejanza de seres todopoderosos (pensad en la gran afición de los niños ante los objetos humanos poderosos como grúas y camiones y su admiración por los superhéroes). También esa extraña característica humana que llamamos arte (en todas sus manifestaciones) es hija y consecuencia de todo ello (de la selección de la mente simbólica) y nació estrechamente ligada a los primeros ritos mágicos, a los primeros chamanes o chamanas. Es posible que, a partir de ese momento, que podemos situar en torno a las pinturas de Altamira, Lascaux y Chaveut, el pensamiento mágico pasara de ser un mero subproducto de nuestra encefalización a convertirse (por co-opción o reutilización) en un producto netamente adaptativo. Así, la trascendencia, el símbolo y la magia se convirtieron en un factor capaz de incrementar nuestra eficacia biológica (son una exaptación en definitiva).


Petroglifo de la Edad del Bronce en Laxe da Carballos (Parque Arqueológico de Campo Lameiro, Pontevedra). Se observa perfectamente un gran ciervo astado con flechas clavadas y una cuerda al cuello. Foto del autor. De nuevo, la escena es una recreación propia de la compleja mente simbólica humana. Foto del autor.  
Un guerrero paleolítico dotado de esas herramientas psicológicas no era invencible, pero sí al menos difícil de batir (tenía esperanza, fe en el futuro, capacidad de autosuperación, como un ciclista cuando trepa a dos ruedas una montaña bien empinada). Estaba guiado y fortalecido por un impulso fuera de lo puramente objetivo. Un impulso racional, pero subjetivo, distinto a las emociones que heredamos de los primares, que incorporó a su percepción de la realidad. De alguna manera, ese impulso era tan real como el hacha y la flecha. Cuando el ser humano desde entonces imagina ángeles, en cierto modo estos se convierten en realidad (1). Así somos y hemos sido, desde la invención de la rueda hasta la teoría de la relatividad. Conviene no olvidarlo.

Para bien o para mal, estamos lejos de ser esos seres capaces de total objetividad que creemos o nos gustaría ser. Esos que toman decisiones basadas únicamente en la evidencia. Ese sería un ser humano imaginario, casi tan inventado como los ángeles. Es cierto que cada día adoptamos decisiones con nuestro cerebro pensante, aunque imbuido de emociones. Pero además de las ecuaciones de Einstein, ese cerebro pensante nuestro puede generar monstruos a partir de los goyescos sueños de la razón o relojes fundentes en los cuadros de Dalí. Ambas vías racionales, la objetiva y la subjetiva, son intentos de explicar la realidad. Ambas rayan a igual altura y son dignas de respeto, como propiedades que nos definen como seres humanos, con nuestras glorias y nuestras contradicciones, ya digo para bien o para mal, nos guste o no nos guste.

Ballenas atrapadas por el hielo
El 27 de octubre de 1988 el diario El País se hizo eco de la liberación de un par de ballenas grises en Alaska gracias a la colaboración de dos rompehielos soviéticos, un equipo norteamericano y varios grupos de esquimales. En la operación de rescate se invirtió aproximadamente un millón de dólares, mucho dinero para lo que suele dedicarse a la conservación efectiva de cetáceos o de cualquier otra cosa. No obstante, el bloqueo accidental de ballenas debe ser habitual en el Ártico y no tiene mayor consecuencia objetiva para el destino de las especies afectadas. Son, por así decirlo, anécdotas desafortunadas. Gastar tanto dinero en liberar a dos ballenas, atrapadas por causas naturales, puede calificarse de insensatez. Sin embargo, desde el momento en que la escena sucede ante los ojos de un ser humano, cobra una nueva dimensión. Sobre todo si luego se difunde a todo el mundo a través de la televisión.

Es entonces cuando se despiertan profundas emociones relacionadas con la ayuda ante las adversidades y pensamientos subjetivos como el apoyo, la solidaridad y la empatía. Lo que no es estrictamente un problema de conservación de la biosfera acaba por convertirse en un asunto importante. Las dimensiones emotiva y racional-subjetiva  del ser humano lo acaparan y lo acrecientan. Además el asunto de las ballenas tuvo lugar en plena Guerra Fría, antes de la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989. En semejante tesitura, las ballenas pudieron servir de excusa, conscientemente o no, para demostrar buenas intenciones entre Oriente y Occidente.

Descastes de gaviotas
Veamos otro ejemplo, aunque en sentido contrario: los descastes de gaviotas patiamarillas también se explican desde esta perspectiva dual. No hay en realidad razones biológicas que los justifiquen, por mucho que se empeñen sus promotores en darles un tinte científico. En realidad, las gaviotas se matan porque las personas las perciben como un problema. Las razones son varias pues, aparte de ser abundantes y depredadoras, resultan molestas, ensucian los yates de los ricos y pueden comerse el bocadillo de los niños en el recreo. Incluso, en determinadas circunstancias, llegan a ser agresivas. Ninguno de estos inconvenientes genera graves impactos, sino más bien algunas protestas y cierta alarma social. Poco o nada tienen que ver aquí la biología o la ecología.

En situaciones como esta suelen haber una disparidad de criterio entre los biólogos teóricos y los que se encargan de gestionar las especies sobre el terreno. Los primeros hacen bien su trabajo y están en lo correcto cuando recomiendan que no se hagan descastes, tanto por ser innecesarios como por su escasa eficacia en la mayoría de los casos. Pero los segundos no dejan de tener cierta razón cuando se sienten entre la espada y la pared, hoy más bien un muro de Facebook. ¿Qué hacer? ¿Quién procede correctamente? ¿El que abandera la vía objetiva o el que enarbola la postura subjetiva, más humana si se quiere?

Doble perspectiva
Yo no voy a dar la respuesta. No la tengo. Sólo estoy convencido de que ambos universos deben hablar y entenderse. Sabiendo, eso sí, de dónde viene cada uno y poniendo de su parte para entender al otro. Quizá de ahí emanen soluciones justas e intermedias, que contenten la visión subjetiva, centrada en el ser humano, pero sin producir grandes daños en los ecosistemas, que con frecuencia no precisan de intervención alguna.

Pero, desde luego, no podemos seguir como estamos, sujetos a posturas estrictas y sin solapamiento en las mesas de negociación. Todo esto vale tanto para las ballenas atrapadas en el hielo, como para las plagas de topillos en Castilla, para los descastes de aves molestas o para el futuro del lobo ibérico. Cada uno encontrará, sin más ayuda, aplicación a lo que digo en su problema favorito o más cercano. No minusvaloremos ninguna de las maneras de manifestarse del complejo cerebro pensante del ser humano. Somos tanto un manojo de pensamientos alucinados como una cabeza cartesiana. Las dos cosas han sido vitales para llegar hasta aquí. Las dos visiones del mundo aportan belleza de uno u otro tipo y son complementarias. Puede ser una situación de partida que quizá consideremos indeseable, pero es la que hay, producto de una larga y contingente historia evolutiva. Con tales mimbres tendremos que tejer los cestos que deseamos, como dice el refrán. Son los únicos mimbres que tenemos y hemos de usarlos de la mejor manera posible. 

Bibliografía

(1) Slobodkin, L.B. (2001). The good, the bad and the reified. Evolutionary Ecology Research, 3: 1-13.



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lunes, 7 de septiembre de 2015

No así en invierno como en verano

¿Os habéis parado a pensar en lo distintos que son algunos animales en invierno y en verano? Los mismos pajarillos que en primavera defienden sus territorios como posesos, se relajan en invierno y acaban formando bandos mixtos, como buenos amigos.

El hecho de que los pajarillos forestales de diferentes especies formen bandos invernales tiene su miga ecológica. Pero, como casi siempre que descubro un tema, acabo encontrando que Carlos M. Herrera ya lo había abordado ¡dos o tres décadas antes! Así que remitiré al lector a un espléndido trabajo suyo publicado poco después de terminar su tesis doctoral, a los 26 años (1). Creo que Carlos, que entre diciembre de 2006 y septiembre de 2011 escribió cuarenta artículos para estas mismas páginas de Quercus que ahora ocupan las pesquisas detectivescas, estará contento de que sus ideas salgan a relucir con bastante frecuencia en esta sección. Es un poco como si siguiese escribiendo aquí, para deleite de todos los que echamos de menos sus afiladas reflexiones.

El caso es que mitos, reyezuelos, trepadores, agateadores, herrerillos, carboneros o mosquiteros, que en época de cría llevan una vida solitaria, cuando llegan los fríos y la escasez de alimento dejan a un lado sus diferencias y se agrupan en pequeños bandos. Estos bandos parecen proporcionarles un doble beneficio: por un lado, obtienen más fácilmente alimento que si lo buscaran por separado y, por otro lado, tienen menos probabilidades de ser depredados.

Ventajas para buscar alimento
Los beneficios relacionados con la búsqueda de comida tienen la misma causa que el comportamiento colonial: es más fácil localizar fuentes de alimento impredecible cuando se actúa en grupo que en solitario. Los insectos no se distribuyen de manera regular ni entre los árboles ni dentro de cada árbol. Por esta razón, un pequeño ejército de avecillas que busca comida incrementa las oportunidades de localizar una fuente de recursos. En el caso de la comunidad estudiada por Carlos en un encinar de Huelva, los pajarillos que se alimentaban en grupo tuvieron el doble de éxito a la hora de encontrar comida que los que iban en solitario. En verano es probable que esa situación se invierta, ya que los insectos son más abundantes y, sobre todo, más ubicuos. El invierno no es tiempo de insectos, que necesitan altas temperaturas ambientales para activarse, y su presencia está asociada a plantas que les proporcionen cobijo o alimento por alguna razón extraordinaria. En el fondo, es la misma estrategia que emplean las aves marinas para localizar fuentes de alimento en el mar, donde los peces no se distribuyen de manera regular sino parcheada, aunque nuestra tendencia sea imaginar lo contrario. Al final, las preguntas ecológicas son las mismas, sea cual sea el modelo de estudio con el que trabajes. Cambias peces por invertebrados y aves marinas por aves forestales, pero en el fondo el problema es el mismo. Por esa razón los grupos de investigación no se denominan por su modelo de estudio, sino por los problemas que abordan.

Ventajas para eludir depredadores
En cuanto a la defensa contra los depredadores, las ventajas son también similares a las del comportamiento colonial: cuatro ojos ven más que dos. Por ejemplo, es más fácil advertir la presencia de un gavilán cuando las avecillas se desplazan en grupo por las ramas, aunque también es cierto que varios pajarillos son más conspicuos que un individuo aislado. Se plantea entonces un balance entre obtener más comida y ser más visible para los depredadores. Y, evidentemente, sale victoriosa la necesidad de alimentarse. A fin de cuentas, ir en grupo también tiene la ventaja del efecto dilución, es decir, la posibilidad de que el gavilán elija a otro integrante del grupo y no a ti, ya que estas agrupaciones se basan en el interés individual y no en el colectivo.

Parece que tanto la frecuencia con la que se da esta estrategia de supervivencia invernal como el tamaño de los bandos es mayor en los lugares más fríos. De manera que en la Península Ibérica sería de esperar un gradiente norte-sur, ya sea en la prevalencia de este fenómeno o en el tamaño del bando. En el caso del encinar ovetense de Herrera, el tamaño medio del bando fue de aproximadamente 5 individuos, mientras que en zonas más frías, como Inglaterra, Suecia o Estados Unidos, los registros oscilan entre 8’5 y 22’8 pajarillos por bando. Yo vengo originalmente de tierras mediterráneas y nunca me había encontrado con este llamativo comportamiento en el campo hasta que me trasladé a Galicia, donde es casi imposible que pase desapercibido ya que se da hasta en el interior de las zonas urbanas. También es cierto que nuestras comunidades de pajarillos son más pobres. En Mallorca, por ejemplo, falta el herrerillo capuchino, el trepador azul, el carbonero garrapinos y el agateador. No porque se hayan extinguido recientemente, sino porque parece que nunca llegaron a alcanzar la isla desde sus poblaciones peninsulares o continentales.

Bando formado por varias especies de anátidas invernantes en la Mata del Fang (Albufera de Valencia). Para los patos, la vida en sociedad es un fenómeno invernal. Estas agrupaciones les permiten encontrar alimento más fácilmente en el duro invierno y sobre todo a sus futuras parejas (foto: Rafa Paulo y Joan M. Benavent / SDA).

Grupos mixtos de patos y fochas en invierno
Las anátidas también forman bandos mixtos en invierno. Enormes bandos. Aunque en este caso parece que el factor que los mueve a agruparse no es tanto la localización de alimento, que es más regular y predecible, sino la facilidad para encontrar pareja. Por otra parte, los humedales son más escasos que los bosques, de manera que cuentan con menos zonas adecuadas para pasar el invierno. Ahora bien, aunque se agrupen en grandes bandos mixtos, la mezcla no es al azar. Hay un orden dentro del aparente caos. Como encontramos nosotros mismos  en un ya viejo estudio (2), los patos buceadores suelen asociarse entre sí y no se mezclan con los de superficie en los dormideros diurnos invernales. A su vez, las anátidas de superficie tienden a mantener bandos monoespecíficos dentro del dormidero. Todo ello va encaminado a encontrar pareja durante el invierno en esta suerte de enormes territorios de exhibición (leks) que son los bandos invernales. Tanto es así, que los machos pasan el invierno con su librea nupcial. De hecho, no consiguen librarse del enorme coste que conlleva mantener ese plumaje  hasta que terminan de criar. Por eso pasan en cuanto pueden al plumaje de eclipse y de la manera más expeditiva posible, es decir, perdiendo incluso la facultad de volar. El compromiso entre la selección sexual y la selección natural es muy evidente en este caso de los patos mancones.

Las anátidas, por cierto, son un grupo muy antiguo de aves y se han quedado un tanto atrasadas en su estrategia sexual. Por ejemplo, son de las pocas aves cuyos machos tienen pene, pues el 97% de las especies conocidas carecen de él. Queda para otro día discutir las posibles razones de por qué las aves perdieron esta vía de fecundación interna.

Las fochas comunes también forman bandos mixtos con las fochas cornudas, allí donde ambas especies coexisten, caso de España o Marruecos. La formación de esos bandos mixtos en zonas de caza, cuando ambas especies se parecen tanto y una de ellas es cinegética y la otra no, se convierte a menudo en una fuente de problemas para la especie que no puede cazarse. Es lo que también encontró en otro estudio el  grupo de investigación al que pertenezco (3) en el que comprobamos que las zonas de caza actúan como trampas ecológicas para las fochas al preferir estos sitios debido a la abundancia de comida artificial aportada por los cazadores, a pesar de que haya buenas zonas alternativas con abundantes plantas acuáticas sumergidas.

En fin, que la adversidad une. El caso es que el comportamiento gregario o solitario no es una característica intrínseca del individuo, sino un producto de las presiones ambientales en cada momento del año. En invierno toca sobrevivir en tiempos difíciles. En primavera, reproducirse rodeado de abundancia. Esto tiene aplicación al caso humano. La crisis económica ha despertado comportamientos colectivos y solidarios que habían caído en el olvido. Nos crecemos ante la adversidad y relajamos nuestro egoísmo y ambiciones. No es nada nuevo bajo el sol.   

Bibliografía

(1) Herrera, C.M. (1979). Ecological aspects of heterospecific flock formation in a Mediterranean bird’s community. Oikos, 33: 85-96.
(2) Martínez-Abraín, A. (1999). Patrones de asociación de anátidas durante la invernada en un dormidero del este de España. Ardeola, 46: 163-169.
(3) Martínez-Abraín, A. y otros autores (2007). Hunting sites as ecological traps for coots in southern Europe: implications for the conservation of a threatened species. Endangered Species Research, 3: 69-76.
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lunes, 3 de agosto de 2015

No tan obvio

A veces, la actividad científica parece ser un cúmulo de obviedades. Pero las cosas no son tan obvias y sencillas al principio. Descubrirlas resulta más complejo y trabajoso de lo que pudiera parecer. En primer lugar, hay que darse cuenta de que algo constituye un objeto de estudio, lo cual ya tiene su miga, y después hay que averiguar por qué todo sucede de esa manera.

En un reciente artículo, nuestro equipo de investigación demostró que las fuentes de alimento de origen humano, altamente predecibles, como un basurero o los descartes de la flota pesquera, aumentan la eficacia biológica de las especies oportunistas (1). Como resultado, el tamaño de sus poblaciones aumenta, lo que tiene consecuencias en el funcionamiento de las redes tróficas, la composición de las comunidades o/y la estructura de los ecosistemas. Además, se alteran procesos ecológicos como la competencia entre especies, las relaciones entre depredadores y presas o el flujo de nutrientes. En definitiva, estas fuentes de alimento reducen la diversidad de las comunidades animales, aumentan la capacidad de adaptación de las especies oportunistas ante los cambios ambientales y alteran la variabilidad temporal del tamaño de las poblaciones.

Todos estos resultados pueden parecer obvios a primera vista, pero no lo son. Recuerdo los años de mi adolescencia, cuando teníamos que hacer censos de gaviotas invernantes en las costas de la Comunidad Valenciana. Decidimos que lo mejor era ir a contarlas al atardecer, cuando los barcos de pesca regresan a puerto y vienen escoltados por bandos de gaviotas atentas a la selección del pescado por parte de los pescadores. En aquella época (hablo de mediados de los 80) a mí me parecía poco más que una anécdota el hecho de que las gaviotas siguieran a los barcos de pesca. Las gaviotas, pensaba yo, pescan en el mar y así obtienen la mayor parte de sus recursos. Lo que puedan obtener de los descartes será una especie de complemento, poco relevante para su biología. Además, seguro que se unía el rechazo psicológico a pensar que los aportes humanos podían ser de importancia para las aves. “Las gaviotas son salvajes y saben cómo sobrevivir sin nuestra ayuda”, debía de meditar yo para mis inocentes adentros.

Gaviotas tras la estela de un barco de arrastre. A toro pasado, sabemos que los descartes pesqueros representan un porcentaje importante en la dieta de numerosos depredadores apicales marinos. Pero a primera vista no es tan sencillo intuir que una nube de gaviotas oportunistas detrás de un barco sea mucho más que una anécdota (foto: Maite Louzao).

Sin embargo, el tiempo y algunas mentes lúcidas, con las que con el tiempo tuve la suerte de trabajar, han demostrado que aquello de anécdota no tenía nada. Los descartes de la pesca, por ejemplo, aportan el 40% de los requerimientos energéticos de la población total de la amenazada pardela balear (Puffinus mauretanicus) en la plataforma Delta-Columbretes (2). Numerosos depredadores apicales de la fauna marina, como cetáceos, tortugas y aves, mantienen hoy en día una estrecha relación con las actividades humanas en todo el mundo. Una relación que no es en absoluto anecdótica en la dinámica de sus poblaciones. En algunos casos, como en las comunidades de mamíferos carroñeros, este factor afecta incluso a procesos microevolutivos (adaptativos) que se reflejan en el tamaño corporal (1).

Vedas de pesca y capturas accidentales
Ahí va otro ejemplo de aparente obviedad. Una de las principales razones de que se produzcan capturas accidentales de aves marinas en los palangres es que esta flota faena cuando descansa la de arrastre, ya sea por fines de semana, fiestas de guardar o vedas oficiales. En esos días es más alta la probabilidad de que un ave marina, habituada a obtener alimento detrás de los arrastreros, se dirija a una embarcación artesanal de palangre y caiga accidentalmente en los anzuelos cebados con sardina. Simplemente porque a falta de un recurso predecible y abundante buscan otro que lo sustituya. Estos resultados han sido obtenidos de manera independiente y casi simultánea por dos equipos españoles de investigación para la conservación (3, 4). Claro, pensará el lector, es obvio que si estas aves están acostumbradas a ir detrás de los arrastreros, busquen otra alternativa si falta esa fuente de alimento. Pero sólo resulta obvio cuando se conocen los detalles. Es un efecto de la interacción entre dos pesquerías distintas, nada menos. De primeras, uno tiende a pensar que pardelas y gaviotas se ven atrapadas por los anzuelos del palangre debido a las características propias de este arte de pesca, por ejemplo, la hora de calado, la zona donde se faena, la carnada utilizada y el tipo de anzuelo o su número. Pero, para deducir que el problema no está sólo en la propia pesquería, sino también en otra, hay que levantar la cabeza, mirar al horizonte con perspectiva global y olvidarse de los aspectos puramente locales. Es preciso un enfoque holístico, tan necesario en ecología.

Recuerdo que la primera pista sobre este asunto me la dio Valentín Tena, uno de los guardas de las islas Columbretes. Valentín se encontraba en una buena situación para dar con la clave del asunto, ya que conocía bien a las pardelas y, además, había estado enrolado como pescador. Una fusión poco habitual. Así que, gracias Valentín, ¡tenías razón! Nosotros sólo lo demostramos con números, pero la idea crucial fue tuya. Una idea, por cierto, que puede ser clave para mitigar los efectos negativos del palangre, ya que bastaría con que el palangre no faenase los días de descanso de la flota de arrastre. Así que la cosa tiene su miga conservacionista.

Extracción selectiva de especialistas
Puede que ya lo haya contado en alguna otra ocasión, pero aquí viene muy a cuento y es bueno repetir las ideas para que calen. Cuando nos enfrentamos a situaciones en las que una especie poco abundante está siendo depredada por otra más abundante, ecléctica y oportunista (adjetivos por cierto nada peyorativos que sólo indican una gran flexibilidad ecológica) nuestra primera reacción es pensar en hacer descastes, controles de población. Sin embargo algunos trabajos han demostrado que basta con extraer de la población un número muy bajo de especialistas, como por ejemplo gaviotas patiamarillas frente a paíños, para que el efecto se reduzca drásticamente (5).

Algo parecido sucede en el caso de la mortalidad de buitres en parques eólicos. No todos los molinos de un parque eólico son iguales: hay algunos que son “depredadores” selectivos y basta con identificarlos y pararlos para que las matanzas caigan en picado. Esto también parece obvio a toro pasado, pero no lo es. Requiere estudio y observación, averiguar que los molinos no matan al azar, sino que responden a un patrón determinista.

Las regiones del cerebro
Un último ejemplo de lo poco obvias que son las cosas hasta que las descubrimos es la manera de funcionar del cerebro. Gracias a las tecnologías de vanguardia, los neurólogos han averiguado que en nuestra corteza cerebral no todas las neuronas se encargan de todo. Hay regiones que gestionan el habla, el tacto, la movilidad, la visión o la audición. Se han distinguido diversos lóbulos (parietal, frontal, occipital, temporal) y se ha cartografiado la actividad de las neuronas en esas regiones. No entendemos casi nada de por qué eso es así, pero al menos sabemos que el neocórtex está compartimentado, que hay cierta división del trabajo, aunque el cerebro trabaje siempre por medio de una red de interacción entre partes. Llegar a esto desde la concepción aristotélica del cerebro (un órgano encargado de refrigerar la sangre) requiere una considerable sofisticación de los métodos de estudio. De hecho, nos ha llevado casi 2.400 años averiguarlo.

Adquirir conocimiento es una tarea costosa. Requiere trabajo e inspiración por igual. Y la mejor indicación de que hemos dado con algo interesante quizá sea que los hallazgos, mirados a posteriori, nos parezcan hasta “obvios”.

Bibliografía

(1) Oro, D. y otros autores (2013). Ecological and evolutionary implications of food subsidies from humans. Ecology Letters, 16: 1.501-1.514.
(2) Arcos, J.M. y Oro, D. (2002). Significance of fisheries discards for a threatened Mediterranean seabird, the Balearic shearwater Puffinus mauretanicus. Marine Ecology Progress Series, 239: 209-220.
(3) Laneri, K. y otros autores (2011). Trawling regime influences longline seabird bycatch: new insights from a small-scale fishery. Marine Ecology Progress Series, 430: 241-252.
(4) García-Barcelona, S. y otros autores (2010). Modelling abundance and distribution of seabird by-catch in the Spanish Mediterranean longline fishery. Ardeola, 57: 65-78.
(5) Sanz, A. y otros autores (2009). Evidence-based culling of a facultative predator: efficacy and efficiency components. Biological Conservation, 142: 424-431.


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martes, 30 de junio de 2015

Dientes de gallina, cola de persona

No hace falta convencer a nadie a estas alturas (al menos en la vieja Europa) de que la evolución es un hecho. Sin embargo, este mes me gustaría ocuparme de los atavismos y los órganos vestigiales, porque prueban de manera especialmente clara que las formas de vida actuales han surgido por modificación de otras anteriores. Y nos hablan, además, de la importancia de los mecanismos embrionarios en la evolución.

Hace ya treinta años, el gran paleontólogo norteamericano Stephen Jay Gould (1941-2002) tituló uno de sus libros Dientes de gallina y dedos de caballo. Traducido al castellano, pierde la sonoridad original inglesa de Hen’s teeth and horse’s toes, pero aun así resulta sugerente y es, como el resto de su obra, una gran fuente de inspiración (1). Veamos. Las aves actuales (Neornithes) se dividen en dos grandes clados. Por un lado están las Paleognatas (que engloba a las grandes aves no voladoras como kiwis, avestruces, emús, ñandús, casuarios, tinamúes y las ya extintas moas de Nueva Zelanda y aves elefante de Madagascar) y por otro las Neognatas. Dentro de las Neognatas el clado de los Galloánsares se separó a mediados del Cretácico (2-4). El clado restante, conocido como Neoaves, se diversificó mucho y muy rápidamente poco después del límite entre el Cretácico y el Terciario. Con esto quiero decir que el grupo que engloba a gallináceas, patos y gansos no pertenece a las aves más modernas, por extraño que parezca, sino que su linaje se remonta al momento en que los dinosaurios dentados se convirtieron en terópodos emplumados. No es de extrañar, por tanto, que a veces los embriones de gallina ¡tengan dientes!

Solemos explicar la aparición de rarezas recurriendo a las “mutaciones”, como en el caso de aquellos monstruos que el naturalista francés Etienne Geoffroy Saint-Hilaire buscaba entre los animales domésticos con la esperanza de aprender algo de ellos. En muchos casos la mutación genética (entendida como la aparición de una novedad o alteración en la secuencia del genoma) sí ha resultado ser la causa de monstruosidades, como  el gato con dos cabezas o  la vaca con patas en el lomo. Pero no siempre. La aparición de dientes en las mandíbulas de un embrión de gallina no se debe a una mutación clásica sino que se produce por la activación de un gen ancestral aún presente en su genoma, aunque regulado a la baja para que no se exprese. Así que esos dientes tendrían poco de monstruoso y mucho de información histórica valiosa. A menudo la innovación genética procede, no ya de cambiar la ordenada estructura interna de un gen, sino de alterar las regiones donde se controla la expresión de uno o varios genes. Podríamos imaginar estas regiones como una especie de interruptores generales ubicados al margen de los genes, desde los cuales se decide cuáles se expresan y cuáles permanecen en silencio durante el desarrollo embrionario, cuáles se activan y cuáles quedan inactivados. Como luces que se apagan y se encienden a placer.

Las gallinas pertenecen a una estirpe de aves muy antigua y no es extraño que sus embriones desarrollen dientes reptilianos de vez en cuando, un rasgo ancestral. Foto del autor. 
La mutación clásica, al contrario de lo que habitualmente se enseña, no es la única fuente de innovación disponible para la selección natural. Como bien decía Gould, lo que sucede en el desarrollo embrionario (ontogenia) puede tener importantes consecuencias en la diversificación de los taxones (filogenia), a escala de especie o incluso superior. Activando y desactivando genes que regulan el desarrollo embrionario podemos producir innovaciones corporales (somáticas), como ya comentamos en esta misma sección hace un par de años (5). Es la llamada evo-devo (evolutionary developmental biology o biología evolutiva del desarrollo). A nadie debería sorprender que una especie situada en la base de la filogenia de las aves modernas, como la gallina, pueda desarrollar embriones con dientes de vez en cuando. Sus antepasados los tuvieron y esa información no se ha perdido, sino que simplemente ha permanecido oculta desde hace mucho tiempo. Los genes para fabricar dientes en las gallinas están todavía ahí, sólo que desactivados.

Dientes de gallina y dedos… ¡de avestruz!
A los lectores más exigentes que encuentren contradictorio que los dientes de gallina se parezcan a los de las aves fósiles, como Archaeopteryx, y éstos a su vez a los de cocodrilo, pero curiosamente no a los de los reptiles terópodos de los que proceden las aves, que son planos y aserrados, les recordaría que el mérito de la invención de los dientes hay que atribuírselo en realidad a los peces. Los dientes son una innovación derivada del ectodermo (como la piel, el pelo, las uñas, los cuernos y las pezuñas), así que tanto los cocodrilos como los dinosaurios y luego las primeras aves sólo tuvieron que reutilizar aquellas instrucciones ya escritas en los genes de los primeros peces que se aventuraron fuera del mar hace unos 350 millones de años. El hecho más importante no es por tanto si se activa o no un gen de reptil terópodo cuando aparece un embrión de gallina con dientes, sino que las instrucciones para producir una estructura propia de los peces se haya conservado en los reptiles y en las aves durante centenares de millones de años. El escaso parecido entre los dientes de las gallinas y los de los reptiles terópodos no es pues ninguna pega a la teoría evolutiva, sino una evidencia de la evolución de los tetrápodos a partir de los vertebrados marinos que abandonaron el mar.

Otro interesante atavismo es el de los embriones de aves que tienen cinco dedos en sus estadios iniciales de desarrollo, caso de los avestruces, aunque luego sólo desarrollen tres. Una prueba evidente de que las aves proceden de ancestros pentadáctilos y de que las instrucciones para fabricar aves con tres dedos fusionados se han construido sobre la información genética de sus antepasados.

Como también nos recordaba Gould, los caballos nacen a veces con varios dedos. Eso, lejos de ser una aberración o un accidente genético, es un recordatorio de la evolución de los caballos actuales, con un solo dedo cubierto por una pezuña de queratina, desde los caballos arcaicos que tenían varios dedos. Y por arcaicos sólo quiero decir antiguos, pero no primitivos, porque en evolución no tiene sentido ese concepto de progreso que tan claro vemos los humanos en nuestras creaciones de cachivaches. Por selección natural sólo surgen formas adaptadas a las necesidades ambientales del aquí y del ahora, que son cambiantes en el tiempo (sin una tendencia permanente, normalmente).   

Órganos vestigiales
Todavía más cercano a nosotros sería el caso de los seres humanos que nacen con una pequeña cola o con vello abundante en lugares del cuerpo donde no solemos tenerlo los monos desnudos. La cola no es una mutación azarosa, sino un salto en el tiempo que nos lleva directamente a nuestro pasado como primates arborícolas en las selvas del África tropical. Aún siguen escritas en nuestro genoma las instrucciones para tenerla. Simplemente permanecen silenciadas.

Nuestros ancestros africanos nunca tuvieron una cola tan sofisticada como la de los primates suramericanos, de naturaleza prensil, pero seguramente les servía como apéndice de equilibrio en las alturas. Muchos la conservaron en su paso a primates terrestres cuando las selvas de África oriental se transformaron en sabanas hace unos 8 millones de años, tras la apertura del valle del Rift. Pero los homínidos probablemente la perdimos como una consecuencia derivada de la marcha bípeda.. No debería sorprendernos (y mucho menos avergonzarnos) que la naturaleza nos recuerde de vez en cuando quiénes fuimos y de dónde venimos. De hecho, aunque menos aparente, el hueso sacro que todos compartimos, formado por la fusión de cinco vértebras, no deja de ser un vestigio de la cola que antaño tuvimos. Los romanos le dieron ese nombre al curioso hueso porque se entregaba a los dioses en los sacrificios. Como no deja de ser una parte enormemente interesante de nuestra anatomía, lo de considerarlo sagrado es probablemente una de las maneras que ha tenido el intelecto humano de llamar la atención sobre su singularidad y contenido histórico.

Los caballos se apoyan sobre la falange de su tercer y único dedo, pero en ocasiones nace alguno con varios dedos. Esto, lejos de ser una aberración, es un vestigio que nos informa sobre la pérdida de dedos durante la evolución del caballo. Las instrucciones genéticas para fabricar un caballo con varios dedos aún no se han perdido del todo.  Sólo están desactivadas. Foto del autor. 

Los atavismos y el progreso en evolución
Me imagino que el fulgurante desarrollo actual de la epigenética también tendrá mucho que decir sobre los atavismos en el futuro, si hay factores ambientales implicados en el proceso. En una imaginaria población donde la frecuencia de atavismos fuese relativamente alta podría darse selección a favor de esos rasgos morfológicos, con el resultado de una “involución” o evolución hacia atrás. Esto no es norma habitual en la naturaleza, sencillamente porque es muy raro que los rasgos ancestrales se manifiesten a menudo o/y coincidan con un contexto fenotípico o ambiental adecuado para ser exitosos. Pero el hecho de que la naturaleza no de habitualmente marcha atrás tiene poco que ver con una teórica línea de progreso con la que solemos identificar a la evolución.

Las cosas del pasado no vuelven a menudo porque los avatares de la historia llevaron a dejarlas aparcadas en un cajón. Pero no porque sean peores o estén simplemente superadas. Las aves aparcaron los dientes por ser estructuras pesadas para el vuelo, pero quizá podrían regresar para quedarse en especies no voladoras, como los avestruces, o de gran talla, como los gansos (que por cierto ya tienen el pico modificado en forma de sierra). La evolución es cambio sin más, diversificación en el seno de los ecosistemas, pero no progreso. Para que hubiera progreso haría falta tener primero una idea prefijada de cuál sería la meta deseable a alcanzar. Eso nunca sucede en evolución, ya que el camino se hace al andar, en ambientes cambiantes, como bien decía Machado. Nada está escrito, decidido o predicho de antemano en evolución, al contrario de lo que sucede en las mentes de los ingenieros humanos, que sí saben hacia donde quieren dirigir sus esfuerzos desde el principio. En evolución sólo hay "caminos en la mar". 

Agradecimientos
A José Manuel Igual, por sus muy acertados comentarios a un primer borrador de este trabajo. 

Bibliografía

(1) Gould, S.J. (1984). Dientes de gallina y dedos de caballo. Hermann Blume. Madrid.
(2) Ericson, P.G.P. y otros autores (2006). Diversification of Neoaves: integration of molecular sequence data and fossils. Biology Letters, 22: 543-547.
(3) McCormack, J.E. (2013). A phylogeny of birds based on over 1.500 loci collected by target enrichment and high-throughput sequencing. PLOS ONE, 8: e54848.
(4) Jarvis, E.D. y otros autores (2014). Whole-genome analyses resolve early branches in the tree of life of modern birds. Science, 346: 1.320-1.331.
(5) Martínez-Abraín, A. (2011). Avanzar desacelerando. Quercus, 300: 6-7.
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