Solemos asociar
ciertas estructuras anatómicas con determinados grupos zoológicos. Por ejemplo,
el pelo es cosa de los mamíferos, las plumas son típicas de las aves, la vejiga
natatoria de los peces y las escamas de los reptiles. Sin embargo, la anatomía
de un vertebrado es un compendio de características heredadas de sus ancestros y
de innovaciones propias de su grupo. Nosotros las vemos todas juntas, las
antiguas y las modernas, en el mismo plano temporal, pero sus historias tienen
raíces muy distintas y pueden generar confusión.
Los ornitólogos suelen enterarse de la existencia de la membrana nictitante gracias a las
rapaces nocturnas. Es una especie de telilla que, a modo de falso párpado,
protege el globo ocular de las aves. Pero no sólo de las aves. También está
presente en los reptiles, lo cual puede deberse a un fenómeno de convergencia al
inventar este protector ocular o bien a una cuestión de parentesco. En el caso
de la membrana nictitante es más probable que sea el segundo caso, ya que las
aves proceden de los reptiles.
Hace unos 250 millones de años, en el Triásico inferior,
toda la masa de tierra emergida se agolpaba en el supercontinente Pangea. El
planeta estaba desmontando por erosión el relieve del plegamiento herciniano
del Paleozoico y transportando los sedimentos resultantes a la desembocadura de
los ríos, donde se formaron grandes deltas de arenas rojas y de grano fino.
Esos sedimentos del denominado Bundsandstein
conservan ahora, ya en forma de rocas consolidadas, las huellas de un
reptil terápsido conocido como Lystrosaurus
que tenía la talla de un cerdo actual. A juzgar por sus ignitas o huellas
fósiles, se cree que el mundo de los vertebrados de gran porte estaba entonces
dominado, en términos de abundancia, por esta especie (quizás sea un sesgo
relacionado con su detectabilidad). Un segundo grupo de reptiles, el de los
arcosaurios, se encontraba en minoría. Curiosamente, Lystrosaurus acabó siendo desplazado por otros reptiles terápsidos,
los cinodontes, y se extinguió a finales del Triásico. Los cinodontes darían
lugar a los primeros mamíferos, mientras que de los arcosaurios proceden los
pterosaurios voladores, los cocodrilos primitivos y los dinosaurios; y, en
definitiva, las aves, que nunca han dejado de ser dinosaurios emplumados.
La membrana nictitante también está presente en los mamíferos,
así que habría que retrotraer su origen hasta los reptilianos ancestros que
fueron comunes a aves y mamíferos, es decir, anteriores a la separación entre
terápsidos y arcosaurios. Este curioso parpadillo viaja desde entonces a través
del tiempo en los ojos de los vertebrados. Nuestra especie también lo posee, aunque
en forma de un repliegue semilunar de la conjuntiva en el que pocas veces
reparamos. O sea, que en esa membranilla atrofiada (innecesaria en nuestro ojo
gracias a la protección que nos dispensa la conjuntiva) quedan resumidos nada
menos que 250 millones de años de historia en común de reptiles, aves y
mamíferos. El famoso diente de eclosión de las aves, que ayuda a romper la
cáscara del huevo, no nos hace viajar tanto en el tiempo como la membrana
nictitante, ya que ese dientecillo sólo es propio de aves y reptiles. Así pues,
la membrana nictitante probablemente fuera una invención de los dinosaurios
durante el Jurásico.
Un pecten ocular
El nombre de “pecten”
solemos asociarlo a las vieiras (Pecten
maximus), pero también define una desconocida estructura del ojo de algunos
reptiles y de todas las aves que tiene forma de peine y está formada por vasos
sanguíneos. No es, por lo tanto, fotosensible. Si nos remontamos al origen de
los primeros ojos, nos encontramos con que las formas más sencillas consistían en
una simple película fotosensible aplanada, como la de los crustáceos que viven
en las chimeneas hidrotermales del fondo marino (1). Una especie de retina plana
situada sobre el dorso de los camarones que percibe la radiación, en forma de
calor, que emiten las chimeneas. Con el paso del tiempo, esos ojos primitivos
acabaron plegándose en forma de saco y dieron lugar a los sofisticados ojos-cámara
de vertebrados e invertebrados. La película original se plegó de manera que las
células fotosensibles y su aparato de irrigación quedaron en el interior del
ojo (como en los vertebrados, incluidos nosotros mismos) o bien dejando que todas
esas estructuras quedaran por fuera del ojo (en invertebrados como el pulpo).
Tanto en aves como en mamíferos, el hecho de que el nervio óptico
y los vasos sanguíneos asociados a la retina se encuentren en el interior del
ojo genera múltiples problemas de visión. Las aves los resuelven gracias precisamente
al pecten, que aleja los vasos sanguíneos de la retina y contribuye en gran
medida a que las aves tengan esa visión tan aguda. Además, el pecten nutre a la
retina, la protege con su pigmentación de los daños que pudiera causarle la
radiación ultravioleta y controla el grado de acidez del humor vítreo. Finalmente, el pecten no está presente
en los mamíferos, de manera que tuvo que aparecer, como el diente de eclosión,
en los reptiles que dieron lugar a las aves y no más atrás, en el ancestro
común reptiliano de aves y mamíferos. En fin, ¡quién tuviera un pecten!
Y volviendo a las vieiras, para cerrar el círculo, aprovecho para recordar que estos moluscos bivalvos cuentan con una batería de diminutos ojos (de color azul intenso) que son sensibles a los cambios de intensidad de la luz (cada ojo cuenta con dos retinas), lo que les permite detectar la posible llegada de depredadores.
Y volviendo a las vieiras, para cerrar el círculo, aprovecho para recordar que estos moluscos bivalvos cuentan con una batería de diminutos ojos (de color azul intenso) que son sensibles a los cambios de intensidad de la luz (cada ojo cuenta con dos retinas), lo que les permite detectar la posible llegada de depredadores.
Los pequeños pero abundantes ojos de las vieiras (Pecten maximus) cuentan con dos retinas y permiten detectar cambios en la intensidad de la luz. Foto: Kathryn R Markey Fuente: Olympusbioscapes
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Otras estructuras
oculares
Del tapetum lucidum ya hemos hablado en otras ocasiones. Las aves no tienen esta capa
de tejido reflector del fondo del ojo, a diferencia de muchos grupos de
animales que en origen debieron ser nocturnos. Las aves deben provenir de
reptiles arcosaurios que eran eminentemente diurnos (el grupo de los terópodos,
unos dinosaurios bípedos), mientras que los cocodrilos actuales provendrían de
reptiles de hábitos más nocturnos, ya que sí cuentan con tapetum. Como ya sugería hace unos años (2), el hecho de que los prosimios
(lémures, loris y gálagos) aún conserven esta estructura sugiere que nosotros
la perdimos al hacernos diurnos. Quizás en origen, cuando aquella película
fotosensible se plegó dejando a conos y bastones apuntando hacia al interior
del ojo (en lugar de hacia el exterior, de donde procede la luz) nuestros ancestros fuesen nocturnos
y su tapetum funcionara como una
antena parabólica que concentrara la luz en sus baterías de células
sensoriales. Las aves nocturnas suplen la falta del escudo reflector gracias a
una gran “abertura de diafragma” (grandes ojos de grandes pupilas) y al uso de
una “película fotográfica” de muchas “asas” e “isos”, es decir, a una potente
inversión en bastones.
Un buen complemento para la calidad visual de las aves,
además de su pecten, es la fóvea,
una depresión en la retina muy rica en conos (sensores del color) donde se
enfocan los rayos de luz. La fóvea está presente en peces, reptiles, aves y
mamíferos, de manera que debe ser una estructura muy antigua, desarrollada hace
unos 350 millones de años por el ancestro común de los actuales peces y vertebrados
terrestres. Esta explicación es más simple (o parsimoniosa, como se dice en
ciencia) que plantearse una invención independiente de la misma estructura
repetidas veces. Un hecho que, sin embargo, a veces sucede y ahí están las alas
de insectos, reptiles, aves y mamíferos voladores para demostrarlo.
En definitiva, la aparente unidad del ojo es en realidad un
engaño. En realidad la aparente unidad del cuerpo es un engaño. Más bien se trata de un mosaico de piezas inventadas por la naturaleza
en distintos momentos de la historia y heredadas en el tiempo (o perdidas) en
función de los procesos de selección natural que han operado a lo largo de
varios cientos de millones de años. Evolución en mosaico. Ser conscientes de que somos una especie de collage temporal, concebido a tan largo plazo, muchas veces reutilizando piezas pre-existentes, creo que nos
enriquece enormemente como personas y es un privilegio que no ha tenido a su
alcance ninguna otra especie en toda la historia de la vida sobre la Tierra. Así que, ¡disfrutémosla!
Bibliografía
(2) Martínez-Abraín,
A. (2012). Conocer, lo que se dice conocer… Quercus, 316: 6-8.
Muy enriquecedor, comme d'habitude :o) Gracias!
ResponderEliminarEl último párrafo me lleva a pensar en la repetida adquisición de la visión ultravioleta (y sus diferencias e implicaciones) en aves. Como aperitivos, sugiero: http://www.biomedcentral.com/1471-2148/13/36 y https://peerj.com/articles/621/, cuyos autores, dos mentes maravillosas a las que aprecio un montón, son Anders Ödeen y Olle Hastad.
Gracias Marta. Eres una máquina con la bibliografía!!! Prometo mirármelos.
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