domingo, 8 de marzo de 2015

Mirar un árbol

A veces me vienen a la mente recuerdos de viejos programas de televisión que marcaron de alguna manera mi adolescencia, cuando uno adolece de casi todo. En un Detective anterior ya hablé del programa La segunda oportunidad y ahora pensaba en aquel de Mirar un cuadro. La oferta era entonces escasa, pero al menos lo que se hacía era de alta calidad; justo al contrario que ahora. En aquel programa, emitido en 1982-1984 y 1988, Alfredo Castellón nos enseñó a interpretar 109 obras del Museo del Prado y de otras pinacotecas españolas. Hoy quisiera emularle, pero no mirando una obra de arte humana, sino una obra de arte de la naturaleza: un árbol. Hablaré de cómo mirar un árbol para sacarle el máximo partido intelectual.

Si pensamos en árboles, en tipos de árboles, nos suele venir a la cabeza la típica clasificación que los divide en dos grandes bloques: los de hoja perenne y los de hoja caduca. Sin embargo, hay otra división ecológicamente relevante que no solemos tener tan en cuenta: la que separa a los árboles del dosel de aquellos que integran el sotobosque. Por ejemplo, un roble sería un árbol del dosel, mientras que majuelos y avellanos pertenecerían al sotobosque. Es más, la ecología de los árboles del sotobosque se ve influida por la de aquellos que se enseñorean por encima de sus copas.

Pensar en estos términos nos permite explicar cuestiones curiosas; como, por ejemplo, por qué florecen los almendros en pleno invierno, antes de que llegue la primavera. La manera más adecuada de explicar esta aparente aberración, ya que muchas veces se salda con la pérdida de un gran número de flores y la consiguiente mengua posterior en la cosecha de frutos, probablemente sea trasladar al almendro a su ambiente originario. El almendro (Prunus dulcis) procede de las regiones montañosas de Asia central, desde donde fue dispersado por los fenicios por todo el Mediterráneo. 

Así pues, en Iberia está fuera de sitio, aunque es obvio que se da bien. En sus montañas de origen, el almendro debía comportarse como un pequeño árbol del sotobosque que prospera a la sombra de árboles caducifolios de mayor talla. En tales circunstancias resulta ventajoso florecer lo antes posible, antes de que lo hagan los grandes árboles del dosel y acaparen los insectos disponibles. La opción es arriesgada, porque florecer en pleno invierno (o sea, en cuanto la temperatura pasa de los 6ºC en el mes de febrero) puede salir caro en términos de descendencia. Pero, a la larga, es mejor tener éxito de vez en cuando que no tenerlo nunca. Sobre todo si intentamos competir con esos gigantones que hay sobre nuestras cabezas.

Bosque de robles carballos (Quercus robur), castaños (Castanea sativa) y avellanos (Corylus avellana). Hay árboles de dosel y árboles de sotobosque. La floración invernal de algunos árboles, como el almendro (Prunus dulcis), sólo puede entenderse si nos trasladamos a los ecosistemas originarios y analizamos su papel como integrante del sotobosque (Foto del autor).

Una estrategia bien planificada
Otro asunto curioso, en el que a menudo no reparamos, es el orden en el que se dan los sucesos. Los árboles, por regla general, lo primero que hacen es florecer en cuanto apunta la primavera. Es decir, el número de flores no depende de las condiciones del árbol en el año presente, sino de las que se dieron en el año anterior, de las reservas que haya conseguido acumular. Así pues, el éxito reproductor del año en curso tiene mucho que ver con lo que pasó hace un año. El árbol se da prisa en emitir sus flores, las cuales son bastante baratas y no representan un excesivo consumo de energía. Así que pueden producirse rápidamente y en masa.  ¡Hay que asegurarse de que los insectos acudan a polinizarlas! Unos insectos ansiosos de recursos tras los fríos invernales y unas flores especialmente vistosas siempre que no queden ocultas por las hojas.

Sólo una vez que las flores están ya fecundadas despliega el árbol los paneles fotovoltaicos que representan sus hojas, para empezar a dotar de recursos a los frutillos en desarrollo. Ahora sí que requiere mucha energía para fabricar frutos grandes y complejos, atractivos para los dispersores de semillas, que es de lo que se trata al fin y al cabo en el juego de la persistencia sobre la biosfera. Por ejemplo, los frutos del madroño (Arbutus unedo), que son complejos y voluminosos, han de empezar a prepararse ya desde el año anterior y por eso hay arbolillos en flor cuando todavía persisten en sus ramas los frutos del otoño pasado.

Procesos en acción
En un árbol suceden innumerables procesos a lo largo del día. A pesar de su condición sésil, no falta dinamismo en sus vidas. Un proceso especialmente curioso es el de la redistribución del agua. El agua está entre los intersticios de las capas del suelo y, desde allí, tiene que llegar hasta lo alto de las copas de los árboles. ¿Cómo se las apañan? El mecanismo es curioso. A falta de una bomba tipo corazón, los árboles evaporan agua a través del envés de sus hojas y con ello generan una fuerza de succión de abajo arriba. Así de sencillo y de eficaz.

En realidad no lo hacen a propósito. Sencillamente las moléculas de agua son mucho más pequeñas que las de dióxido de carbono (por cada molécula de dióxido de carbono que entra salen entre 100 y 500 de agua) de manera que cuando el árbol abre sus estomas (esas ventanas ubicadas en el envés de las hojas) para captar CO2 pierde agua sin querer. Un agua que se ha de reponer. El agua que se pierde por arriba tiende a ser reemplazada desde abajo: el proceso se llama evapotranspiración. Los árboles suelen hacer eso durante el día, aprovechando el calorcito del sol, excepto los que viven en climas muy calurosos que trabajan sólo de noche para evitar deshidratarse. La evaporación es mucho más débil durante la noche en climas templados y, por tanto, la succión del agua no da para llevarla hasta las copas, sino hasta la superficie del suelo. Lo cual tiene una ventaja para el árbol y es que el agua queda a la altura de sus raicillas secundarias, que son las que absorben mejor las sales minerales que la planta necesita para el desempeño de sus funciones vitales. Pero tiene además un efecto asociado que beneficia a muchas otras especies de plantas que crecen a su alrededor, que pueden aprovechar ese efecto de gran proveedor o facilitador de agua que desempeña el árbol, especialmente en climas mediterráneos donde ésta escasea en verano. No dejéis de releer el estupendo trabajo de Prieto y colaboradores al respecto, publicado en Quercus en 2013 (1).

Mientras esto sucede, el árbol está haciendo muchas otras cosas a la vez. Como un automovilista multitareas, que mientras conduce busca una emisora de radio o bebe un trago de agua. El proceso más obvio es el de la fotosíntesis, claro, del que ya hablé con detalle en el Detective del pasado mes de mayo (2). Las plantas van fabricando su cuerpo prácticamente a partir de la “nada”, en el sentido de que lo construyen sin apenas elementos sólidos. Los azúcares complejos de las plantas se sintetizan a partir del dióxido de carbono atmosférico y rompiendo moléculas de agua con ayuda de los fotones solares para extraer su electricidad interna en forma de electrones y átomos de hidrógeno cargados positivamente. La fotosíntesis es la magia del mundo vegetal. Obtener algo sólido a partir de gas y un líquido. Un antiquísimo descubrimiento del mundo bacteriano, de las cianobacterias en concreto  que, gracias a ellas, acabó pasando al mundo de las plantas terrestres. Un invento que ya quisiéramos los humanos saber imitar con igual eficiencia. Se acabarían todos nuestros problemas energéticos actuales y futuros de un soplido.

Guerra química
Además de fotosintetizar y bombear y redistribuir agua, los árboles despliegan varios tipos de estrategias vitales que tienen a la química como protagonista. Pueden, por ejemplo, generar compuestos que impiden el crecimiento de otras plantas en sus cercanías, para evitar competidores molestos. El fenómeno se denomina “alelopatía”, que no es una extraña “enfermedad de los alelos”, como parece sugerir tan desafortunado nombre. La alelopatía es muy habitual en ambientes donde escasean el agua o las sales del suelo y hace falta mantener a raya a los que buscan lo mismo.

Otro tipo de guerra química muy curioso es el que tiene lugar entre los árboles, sus potenciales consumidores de hojas y los depredadores de ellos (3). Ninguna planta quiere perder sus paneles fotovoltaicos, pues le va la vida en ello. A tal efecto, cuando comienza el ataque de un insecto herbívoro, la planta es capaz aumentar sus concentraciones de taninos tóxicos o de emitir compuestos volátiles que no sólo advierten a sus vecinos de lo que está sucediendo para que preparen sus propias defensas químicas, sino que esta información puede ser percibida por insectos depredadores o por las avecillas insectívoras del bosque, que acudirán al árbol que emite tan desesperadas señales de ayuda librándolo de su plaga.

¿Cómo ha podido evolucionar semejante cosa? Probablemente empezase como una comunicación entre distintos pies arbóreos (clones, individuos conectados en red por medio de hifas de hongos, parientes cercanos) que con el tiempo fue cortocircuitada por aves e insectos, con beneficios para ambas partes. 

Cooperación
Pero no todo son guerras ahí fuera. También hay mucha cooperación en el funcionamiento de un bosque. Las raíces de los árboles (en torno a dos tercios de la biomasa total del bosque, del cual los árboles son sólo la punta de un iceberg) están comunicadas con las hifas de los hongos que abarrotan el suelo. El árbol proporciona carbono a los hongos y los hongos le proporcionan al árbol nutrientes, a los que llegan con sus minúsculas hifas mucho mejor que las raíces. Las hifas a su vez conectan árboles entre sí, en red. Y no sólo adultos con adultos sino a los adultos con sus jóvenes pimpollos, a los que ayudan a crecer suministrándoles el carbono que los jovenzuelos aún no son capaces de fijar. En cierta medida podríamos decir que los árboles, a su manera, alimentan a sus crías, como muchos animales. Al final animales y plantas no son tan diferentes. Acaban haciendo cosas muy parecidas, aunque mediante mecanismos diferentes. Y muchas de las cosas que son capaces de hacer son más complicadas,  lo que justifica sus voluminosos genomas. 

Por último, me viene a la cabeza una reflexión final. Cuando miremos un árbol que sea de verdad viejo, como un olivo múltiples veces centenario, conviene reparar en que casi todo lo que vemos es materia muerta. La vida ya sólo corre fugazmente por su floema, las venas del mundo vegetal.

Agradecimientos

A Carlos M. Herrera, por nuestras hermosas y enriquecedoras conversaciones sobre los hábitos de almendros, almeces y otros árboles mediterráneos, de las que proceden buena parte de las ideas aquí vertidas.

Bibliografía

(1) Prieto, I.; Armas, C. y Pugnaire, F.I. (2013). Las plantas redistribuyen el agua acumulada en el suelo. Quercus, 330: 36-44.
(2). Martínez-Abraín, A. (2014). Cómo crear materia viva a partir de la “nada”. Quercus, 339: 6-8.
(3) Amo, L. y otros autores (2013). Birds exploit herbivore-induced plant volatiles to locate herbivorous prey. Ecology Letters 16: 1348-1355. 
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