Estamos acostumbrados a circular por caminos, carreteras y autopistas
de doble sentido. Es decir, por rutas por las que cuesta tanto, o tan poco, ir
como volver. Quizás sea eso lo que hace que nos sorprenda cuán escasas son las
vías de la biosfera en las que ir y volver son aventuras de igual peso. Aunque,
si pensáramos más en ello, todo nos iría mucho mejor en materia de conservación
de la biodiversidad.
La baja capacidad de recuperación de las comunidades de aguas dulces
contaminadas
Cuando en los años sesenta y
setenta del siglo pasado la población española abandonó de golpe el mundo rural
y se concentró en unas pocas ciudades grandes, cerca de recientes polígonos
industriales, comenzaron los problemas relacionados con la contaminación del
agua, tanto por vía urbana como industrial. Por ejemplo, en el gran humedal de la Albufera de Valencia,
tercero en importancia para las aves acuáticas en nuestro país, sólo por detrás
de Doñana y el delta del Ebro, la entrada masiva de contaminantes inició un
proceso gradual de pérdida de las especies de flora y fauna que necesitan aguas
bien oxigenadas. Pero el sistema no colapsó de golpe. Curiosamente, aguantó
bien la llegada de grandes cantidades de fósforo y nitrógeno a lo largo de las antiguas acequias de época islámica, demostrando
una gran capacidad de resistencia al cambio. Pero todo cambió drásticamente al incorporarse
un tercer factor a la ecuación: los vertidos de productos fitosanitarios, sobre
todo herbicidas para las malas hierbas de los arrozales que circundan la laguna
litoral. La pérdida sincrónica de las praderas de algas y fanerógamas a causa
de los herbicidas fue el detonante del inicio de un rápido proceso de eutrofia. Así las
comunidades vegetales dominantes, sumergidas o flotantes, pasaron de golpe de
las fanerógamas y las algas macroscópicas a las algas microscópicas del
fitoplancton (la microvegetación). Su multiplicación en masa creó una capa tan densa de biomasa en
la superficie del agua que bloqueó la entrada de luz solar hasta el fondo de la
somera laguna, lo que a su vez impidió que allí se desarrollaran más algas o
plantas macroscópicas amantes de la luz. Algo parecido a lo que ocurre en los
bosques de denso dosel arbóreo, donde nada crece bajo su sombra.
Las pocas plantas que aún así
consiguen enraizar son devoradas por ejércitos de carpas y múgiles que ahora
dominan la comunidad de vertebrados acuáticos, frente a las casi perdidas
anguilas y lubinas del pasado. Los grandes depredadores fueron cambiados por
grandes herbívoros y detritívoros. Todo esto implica que el camino de regreso a la situación de
partida y el de ida hacia la situación presente son completamente asimétricos,
lo que hace que la recuperación del sistema sea casi imposible. Ya van treinta
años de potentes inversiones económicas para sacar a la Albufera de su estado
actual: colectores para las aguas industriales, caras depuradoras con sistemas
terciarios de tratamiento, complejas reformas en las redes de alcantarillado de
los municipios circundantes… Pero las mejoras han sido pocas. La calidad de las
aguas ha mejorado, pero sigue estando muy por debajo de los parámetros
deseables. Bastaron unos pocos años de desaforada actividad contaminante (aguas
negras e industriales, abonos químicos y herbicidas) para que el sistema
perdiera su homeostasis de manera permanente. Seguro que nadie pensó que iba a
ser tan difícil que las aguas de la laguna recuperaran su calidad original cuando
empezó su transformación.Al parecer las reservas de nutrientes en el sedimento son tan altas que aunque ahora entrase agua sin contaminar a la laguna tendríamos eutrofia para décadas. Y pensar en dragar los fangos es una tarea titánica que además correría el riesgo de poner en circulación metales pesados de la época inicial de contaminación industrial con lo que sería peor el remedio que la enfermedad.
Las comunidades de aves parecen más resilientes
Un mensaje más positivo procede
del mundo de las aves. En un reciente estudio de nuestro equipo (1), analizamos
cómo había evolucionado la riqueza de aves acuáticas en 18 humedales de la Comunidad Valenciana
a lo largo de 28 años. Encontramos que el sistema en su conjunto ya ha superado
la etapa de pérdida de especies habitual en un medio que se ha visto perturbado
y fragmentado a lo largo de siglos. Es decir, ya no se encuentra en estado de “relajación
ecológica” y ahora tiende a la homogeneización y a la ganancia de especies. Poco
a poco se encamina hacia su estado original, anterior a la influencia humana. Lo
cual se debe no sólo a las medidas de protección locales arbitradas durante
casi tres décadas, sino también a las mejores condiciones de los humedales en
el resto de España y de Europa, lo que permite el intercambio de especies con
otras zonas. Por supuesto, dicho intercambio es más fácil en el caso de las
aves, que tienen una mayor capacidad de dispersión a larga distancia. En
cualquier caso, las especies cuya dieta está especializada en fauna y flora de
aguas oligotróficas sigue sin recuperarse.
Otros ejemplos de asimetría
Otro ejemplo de asimetría entre
los caminos de ida y vuelta son los incendios forestales, en los que una mínima
perturbación instantánea puede deshacer un sistema ensamblado de manera gradual
a lo largo de décadas o incluso de siglos o milenios. También cabe citar el
devenir de la termoclina, esa frontera entre aguas calientes superficiales y
aguas frías más profundas, que se genera poco a poco en el Mediterráneo durante
la primavera y el verano, para que los primeros temporales de otoño se
encarguen de desbaratarla de manera veloz (2). También ocurre que la dispersión
de aves, cuyas poblaciones están estructuradas espacialmente al modo de
metapoblaciones, no sucede con igual intensidad de los parches pequeños a los
grandes como al contrario (3).
Las catástrofes geológicas como fuente de asimetría
A mayor escala espacial y
temporal, las catástrofes geológicas son perturbaciones puntuales y rápidas que
deshacen sistemas construidos de manera progresiva y acumulativa. Es el caso de
las erupciones volcánicas, los cambios repentinos en la química de los océanos
o las caídas de asteroides. En cinco ocasiones, la vida del planeta en su
totalidad ha estado cerca de poner el contador a cero. Concretamente, en las
fronteras que definen el tránsito del Ordovícico al Silúrico (hace unos 450
millones de años), del Devónico al Carbonífero (360 Ma), del Pérmico al
Triásico (250 Ma), del Triásico al Jurásico (200 Ma) y del Cretácico al
Paleoceno (65 Ma). También ocurrió algo parecido en los estadios de “bola de
nieve”, cuando todo el planeta estaba cubierto por los hielos hace unos 2.000 Ma,
entre 600 y 700 Ma (antes de la radiación del Cámbrico) y en la masiva extinción
que marcó el límite Pérmico-Triásico, hace 250 Ma.
Ramón Margalef nos recuerda que
la carrera armamentista humana o la deforestación de las selvas tropicales
podrían ser un nuevo ejemplo de caminos sin retorno (2). O, mejor dicho, con un
retorno muy lento y costoso. En otras palabras, la sexta extinción que vaticina
Edward O. Wilson en La diversidad de la
vida (4) y cuyo responsable es el ser humano, una sola especie de la
biosfera. Una sexta extinción que ahora se centra en los trópicos del planeta
pero que en realidad ya ocurrió en el tránsito Paleolítico-Neolítico en
nuestras latitudes. El retorno a un estado con mayor entropía, más desordenado,
es siempre una tentación para la naturaleza: es difícil (y contra natura) tener
un mazo de cartas ordenado por colores y números, pero hay mil formas posibles
de que esa baraja yazca en el suelo desordenada. Mil estados posibles de
equilibrio, frente a uno –o unos pocos– de orden forjado a fuerza de invertir
mucho esfuerzo en ello.
La perturbación no siempre es perjudicial
Si no destruyen el sistema completamente,
las perturbaciones a escala de tiempo ecológico pueden incluso introducir
diversificación en el mismo al situar los procesos de sucesión en sus fases más
tempranas o juveniles. Estos mosaicos de diversidad pueden ser promotores de
nuevas adaptaciones a escala microevolutiva. El retorno a fases más tempranas también
puede ir acompañado de nuevas vías abiertas a la macroevolución, sobre todo por
la “sucesión de biomas” que conllevan los cambios climáticos asociados a las
perturbaciones geológicas.
El problema, incluso más que en la magnitud,
está en las sinergias (el todo es más que la suma de las partes), como decíamos
al principio, y también en la frecuencia de las perturbaciones. No en la
perturbación en sí misma. Es sabido que los pequeños mamíferos del Triásico
superior no hubieran abandonado la protección de la noche, ni su pequeño tamaño,
si no se hubiera producido la extinción en masa de los grandes dinosaurios a
finales del Cretácico. Eso implica que nosotros los primates nunca hubiéramos
surgido de no haberse dado una gran extinción previamente. Así pues, la extinción o la perturbación ecológica, no son
necesariamente perjudiciales. El ejemplo clásico, a escala ecológica, es el de
los incendios forestales en latitudes mediterráneas. El fuego no es en sí un
problema, sino la frecuencia con el que provocamos incendios, ya que interrumpen
el lento proceso de recuperación ecosistémica una y otra vez, con pérdidas
acumuladas de suelo en cada episodio. Esto no sólo hace que aumente la
asimetría entre las vías de ida y vuelta, sino que, en caso de que sea viable, el
horizonte final de recuperación será forzosamente muy diferente al inicial. También
sabemos que la frecuencia y la intensidad de los eventos de perturbación están inversamente
relacionadas: basta con mirar los cráteres de la luna para darse cuenta de que
los más grandes son también los más escasos. Desde luego, de suceder lo
contrario, la vida en la Tierra habría sido inviable.
Bibliografía
(1) Pagel, J. y otros autores (2014). A long-term land-bridge island analysis of a
Mediterranean waterbird metacommunity: conservation implications. PLOS ONE 9: e105202.
(2) Margalef,
R. (1997). Our Biosphere.
Excellence in Ecology, 10. Ecology Institute. Berlín.
(3) Oro, D. y otros autores
(2011). Lessons from a failed
translocation program with a seabird species: Determinants of success and
conservation value. Biological Conservation 144: 851-858.
(4) Wilson, E.O. (1994). La
diversidad de la vida. Editorial Crítica. Barcelona.