miércoles, 8 de abril de 2015

Cuando las moléculas hablan


En África los viajeros quieren ver a los llamados “cinco grandes”: leopardo, león, elefante, búfalo y rinoceronte. Hoy, emulando a la megafauna africana, repasaremos el papel de cinco moléculas clave para la vida: colágeno, lignina, quitina, rodopsina y queratina. Los “humanes”, como nos llama en genérico el filósofo Jesús Mosterín, deberíamos familiarizarnos tanto con estas moléculas como con la comida que ingerimos. Las cinco son vitales, no sólo para nuestra existencia, sino para entender nuestro lugar en la biosfera y en la historia de la vida.

Debería interesarnos muchísimo todo lo relacionado con el origen de las primeras formas de vida multicelular, más que nada porque son nuestros primeros ancestros. El planeta fue al principio un mundo desprovisto de vida sobre mares y tierras. Tuvieron que transcurrir 1.500 millones de años para que surgieran las primeras formas de vida unicelular: los procariotas o bacterias. La célula eucariota surge casi 1.000 millones de años después gracias a la incorporación (endosimbionte) de bacterias de vida libre que pasan a ser mitocondrias o cloroplastos. Así, merced al asociacionismo bacteriano, surgen nuestras células complejas, dotadas de un núcleo donde proteger el preciado material genético. Pero esta tendencia gregaria irá aún más allá al asociarse también entre sí distintas células eucariotas, dando lugar a los seres multicelulares marinos cuya explosión tuvo lugar en el Cámbrico, hace 500-600 millones de años. Suele explicarse dicha explosión de vida por un aumento en la concentración de oxígeno en la atmósfera terrestre, que siguió a la fase de “bola de nieve” por la que poco antes había pasado nuestro planeta.

El caso es que la abundancia de oxígeno permitió que hubiera animales más grandes e incluso inventó la depredación en los mares al permitir que las redes tróficas se hicieran más largas y complejas. La razón estriba en que el colágeno, el pegamento natural que permite la existencia de seres multicelulares, necesita mucho oxígeno para su síntesis. La desafortunada tilde sobre la “a” impide que asociemos el colágeno con una cola, que es básicamente de lo que se trata. Esta proteína, que tiene forma de fibras elásticas, mantiene la unidad de nuestros cuerpos y está presente tanto en la piel como en los huesos, pasando por tendones y ligamentos, encías, córnea, paredes de los vasos sanguíneos, cartílagos, médula ósea e hígado, entre otros muchos tejidos y órganos.

El cuerpo de las plantas es otro cantar
El papel estructural del colágeno entre los animales viene representado por la lignina en el reino vegetal. La lignina es un complejo aromático (no un azúcar), un polímero presente en las paredes celulares de las plantas. Gracias a ello les confiere la rigidez que en su momento permitió que algunos vegetales marinos colonizaran la tierra firme. Aparte de este aspecto físico, la lignina tiene también un componente biológico, pues las paredes celulares así protegidas son difíciles de atacar por los microorganismos. Todo esto hace que la madera, fundamentalmente compuesta de lignina y celulosa (otro polímero), sea muy difícil de descomponer. De hecho, parece que todo el carbón que se acumuló en el Carbonífero, y que ahora extraemos en las minas, se debe a la imposibilidad de descomponer la madera de aquellas primeras plantas terrestres de gran porte, como coníferas, cicadáceas y helechos gigantes. Tuvieron que pasar 50 millones de años hasta que la naturaleza fue capaz de inventar algún microorganismo capaz de descomponer ese polímero biológico, es decir, de dotarles de las enzimas necesarias. Incluso hoy en día sigue siendo difícil descomponer la madera muerta y esa es la razón de que podamos tener muebles, como ya nos recordaba hace décadas Ramón Margalef en una de sus agudas observaciones. Más aún: la lignina de las plantas vivas sigue siendo resistente a las bacterias del intestino, al contrario que la celulosa, que es hidrolizable por bacterias y hongos.

Setas incipientes de matacandelas (Macrolepiota procera) Al igual que el exoesqueleto de los insectos, los hongos tienen sus paredes celulares reforzadas con quitina.

Un factor común entre artrópodos y hongos
Igual que la lignina genera el caparazón protector de las plantas, los animales más abundantes de este planeta (los insectos) cuentan en sus fases adultas con armaduras (exoesqueletos) hechas de quitina. En el mismo caso se encuentran las paredes celulares de los hongos, reforzadas también con quitina, el segundo polímero más abundante de la biosfera después de la celulosa. En este caso se trata de un polisacárido, un azúcar complejo. La quitina es más fácil de degradar que la lignina, ya que es asequible a hongos, bacterias e incluso a los ácidos inorgánicos del sistema digestivo de los animales que los ingieren.

La quitina es primordial, no ya para los insectos, sino para otros artrópodos como los crustáceos y los arácnidos y está incluso presente en algunos moluscos cefalópodos como el calamar. Sin embargo, no forma parte de las conchas de los moluscos gasterópodos, ya sean terrestres o marinos. De dureza parecida a la quitina, aunque superior, es la queratina, una proteína fibrosa que forma las capas más externas de la epidermis así como plumas, pelo, uñas, pezuñas o las fundas de los cuernos.

Ver para creer: de las bacterias a los ojos de princesa
El último de los cinco grandes de nuestro cuaderno de campo molecular es la rodopsina, aunque hemos tocado de paso el sexto coloso que es la celulosa. La rodopsina es una proteína presente en los bastones de la retina que, como sabemos, contiene dos tipos de células fotosensibles: conos y bastones. A diferencia de la mayor parte de los mamíferos, que son dicromáticos, los conos nos permiten a los primates ver los colores gracias a que contamos con tres tipos de ellos, sensibles al azul, al verde y al rojo. Los bastones, sin embargo, son sensibles a la intensidad de la luz y nos permiten ver en condiciones de baja luminosidad.

El caso es que la rodopsina de los bastones es una molécula de lo más curioso. Consta de dos componentes: una opsina (proteica) y un derivado de la vitamina A (no proteico). Este segundo componente toma normalmente una forma empaquetada, pero al ser iluminada se estira. Este simple hecho, puramente físico, es lo que permite transmitir un impulso nervioso al cerebro que acaba traduciendo la información que acarrea la luz en una imagen “con cara y ojos” en nuestro procesador central. La rodopsina nos enseña una lección evolutiva fabulosa ya que, al parecer, ¡se encuentra presente en las membranas de las cianobacterias! Es decir, el origen de los ojos de los animales puede trazarse de vuelta hasta las simples bacterias marinas. ¿Cómo llegó la rodopsina de las bacterias a los ojos de los animales? Probablemente, en algún momento de la historia de la vida, un protista (es decir una “ameba” eucariota, puente entre las bacterias y los seres multicelulares) ingirió cianobacterias, de modo que pasaron a formar parte del “protozoo”. Del mismo modo en que las mitocondrias de vida libre pasaron a formar parte de las células de los animales (1). Durante años se ha puesto como ejemplo de analogía el caso del ojo, aduciendo que había sido éste un invento recurrente en la historia de la vida. En realidad parece que el parecido entre los ojos de los distintos grupos animales es una homología debida a parentesco filogenético. Los ojos surgieron una vez nada más y luego se han ido modificando con el paso del tiempo. 

Los ojos más sencillos, como los de los camarones que viven en las chimeneas hidrotermales de los fondos abisales marinos, consisten en una simple película plana de rodopsina fotosensible. Con el tiempo, esas películas planas acabarían plegándose en forma de sacos rellenos de agua y adquiriendo en la parte frontal cristales, primero inorgánicos (como los de los trilobites, que eran de carbonato cálcico) y luego orgánicos, a modo de lentes, como nuestro cristalino. Es decir, surgió la estructura básica del ojo a modo de cámara que tanto diera de pensar a Darwin acerca de cómo un proceso gradual podía desembocar en una aparente “complejidad irreductible”. El ojo-cámara es complejo, sí, pero también puede reducirse al extremo de que una simple película fotosensible extendida vale mucho más que no tener ningún tipo de ojo, desde luego.

A veces las moléculas orgánicas nos revelan secretos del pasado imposibles de alcanzar por vías macroscópicas. Nos hablan de la unidad de la vida y del orden temporal que subyace al aparente caos vital que vemos en el engañoso plano del presente.


Bibliografía


(1) Lane, N. (2009). Los diez grandes inventos de la evolución. Ariel. Barcelona.
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