jueves, 13 de marzo de 2014

Medi-terrá-neo: el mar entre tierras...humanizadas

Al Mediterráneo, el mar entre tierras, todos le debemos tributo. Intentaré presentar aquí una crónica muy resumida de su origen y evolución, con especial énfasis en el papel de las actividades humanas que, desde muy antiguo, han dado forma a la diversidad biológica que hoy observamos en su entorno.

Supongo que lo primero es saber desde cuándo existe ese accidente geográfico que llamamos mar Mediterráneo. Si viajamos con la imaginación hasta el periodo Triásico, a comienzos de la Era Secundaria, nos encontramos con que hace unos 250 millones de años todas las tierras emergidas formaban un único continente denominado Pangea. Dicho continente adoptaba la forma de una media luna en torno al ecuador del planeta y envolvía una gran masa de agua conocida como mar de Tetis. Tendrá que pasar mucho tiempo para que, ya en el Mioceno, hace unos 25 millones de años y dentro de la Era Terciaria, la subplaca arábiga se desplace hacia el norte y cierre el mar de Tetis por el este, en un planeta en el que el Atlántico llevaba abriéndose desde el Jurásico, separando a lo que ahora llamamos Eurasia de Norteamérica y a la masa continental que conocemos como África de Sudamérica. Fue aquella la muerte de aquel mar tropical de larga historia y el nacimiento del primer ancestro del Mediterráneo.

De todos modos, el Mediterráneo que más nos interesa es el de los últimos 5 millones de años. La razón radica en que hacia finales del Terciario, en el piso Messiniense del Mioceno, el Mare Nostrum se cerró también por el oeste y, convertido en un gigantesco lago salado, terminó por desecarse casi en su totalidad. Sólo se salvaron las grandes lagunas hipersalinas de las zonas más profundas, que se hunden hasta los 4.000 metros, en recuerdo de aquel gran mar que fue Tetis. El Mediterráneo renació 300.000 años después, cuando volvió a abrirse el paso occidental y se llenó con agua procedente del Atlántico. Podríamos decir metafóricamente que durante la desecación se puso en marcha una especie de “riñón marino” que eliminó en forma de rocas halitas las enormes concentraciones de sales que se habían generado en un mar casi cerrado. En efecto, había una gran evaporación y escaso aporte de agua dulce. Apenas unos cuantos ríos importantes, como el Nilo, el Ródano, el Po y el Ebro, contribuyeron a endulzar sus aguas.

El rellenado de la cuenca fue al parecer muy rápido, tras algún tipo de cataclismo geológico mal conocido que abrió el estrecho de Gibraltar. En otras palabras, toda la flora y la fauna actuales del Mediterráneo parte de un momento cero en la llamada Crisis del Messiniense. Desde entonces, el Mediterráneo se ha comportado como un mar-isla, con pocas especies pero muy altas tasas de diversificación debido al bajo flujo genético. Por el mismo motivo, alberga proporcionalmente muchas formas endémicas.

Tramo de la costa mallorquina al pie de la sierra de Tramuntana. La desecación del Mediterráneo en el Messiniense, hace cinco millones de años, actuó como una suerte de riñón marino que transformó en rocas halitas la gran concentración de sales disueltas en un mar aislado del Atlántico. Foto del autor.
Trazados horizontales
Lo que hoy conocemos como “clima mediterráneo” aparece durante el Plioceno, hace unos tres millones de años, en el sur de Europa. Esta zona se vio influida durante el Pleistoceno por cuatro grandes glaciaciones que se alternaron cada 100.000 años aproximadamente, con breves periodos intercalados de bonanza climática de unos 10.000 años de duración denominados “interglaciares”. Ahora mismo nos encontramos en un periodo interglaciar que comenzó hace unos 10.000 años (1). Deberíamos estar, pues, hacia el final de esa fase de retracción de las lenguas glaciares típicas del Cuaternario y relativamente cerca, en términos geológicos, del inicio de una nueva glaciación.

La aparición de un casquete de hielo en el Polo Norte, algo impensable en el mundo tropical del Terciario, empujó a floras y faunas enteras hacia el sur durante la transición entre el Plioceno y el Pleistoceno. Las penínsulas de la ribera norte del Mediterráneo se convirtieron en un refugio –y centro de especiación– desde el que plantas y animales se desplazaron de nuevo hacia el norte durante los periodos interglaciares (aún continúan haciéndolo), repoblando las tierras arrasadas por las lenguas de hielo. Para muchas especies la disposición este-oeste del Mediterráneo, así como la de algunas cordilleras (Pirineos, Alpes, Cárpatos), supuso una barrera biogeográfica que impedía la comunicación con el continente africano, motivo de numerosas extinciones y del bloqueo de eventos colonizadores. Este hecho explica por qué los bosques europeos tienen seis veces menos especies de árboles que los asiáticos y por qué Europa tiene la mitad de las especies de aves que China, a pesar de ocupar la misma superficie (2).

Poblado talayótico de Capocorb, Mallorca. La presencia humana en la isla es casi tan antigua como la expansión de las encinas y acebuches. Así pues, el paisaje que vemos hoy es el resultado de un actividad humana milenaria. Foto del autor. 

El factor humano
Por lo que concierne a nuestro linaje, la ribera sur del Mediterráneo fue hoyada al menos desde los tiempos de Homo habilis en la primera salida del género Homo de África hace casi 2 millones de años. Nuestra especie, Homo sapiens, evolucionó en el continente africano hace 200.000 años a partir de Homo rhodesiensis (el homólogo de H. heidelbergensis en África) y ya estaba presente en la ribera oriental del Mediterráneo hace 100.000. Durante decenas de miles de años los humanos llevaron una vida de cazadores-recolectores. Hacia finales del Pleistoceno habíamos acabado con las mayores especies de la megafauna herbívora, aunque nuestra incidencia fue menor que en el continente americano, donde los grandes fitófagos no habían tenido contacto histórico con nuestra especie y no desconfiaban de ella. La eliminación de estos animales tendría consecuencias negativas para los mamíferos de menor talla, pues la vegetación se recuperó mucho al desaparecer los herbívoros gigantes (3). Otros autores otorgan más peso al papel del clima, pero esta hipótesis no explica por qué fueron más sensibles los mamíferos de mayor talla, ni tampoco la ausencia de extinciones similares al final de otros periodos glaciares previos. De todos modos yo tiendo a pensar que la extinción de la megafauna de mamíferos sí fue fruto de la interacción entre ambos factores: algún tipo de cambio climático desfavorable junto con una puntilla asestada por acción humana sobre poblaciones ya muy reducidas. 

Hace unos 10.000 años, a comienzos del Holoceno, la época actual, los cazadores-recolectores aprendieron a domesticar plantas y animales, lo que abrió la puerta a la agricultura o, al menos, a la horticultura. Este drástico cambio en el estilo de vida tuvo todo tipo de consecuencias para las tribus humanas nómadas y también para la huella dejada por nuestra especie en su entorno. Dicho efecto fue más patente en las islas mediterráneas, donde se habían refugiado los últimos supervivientes de la megafauna continental, aunque en versiones miniaturizadas. Así que, en términos de biodiversidad, la principal pérdida del tránsito entre el Paleolítico y el Neolítico afectó a los animales de mayor talla. Más adelante también se notaría la acción del ser humano sobre los bosques, que se habían hecho muy densos sin la presión de los grandes herbívoros. Bosques excesivamente densos como los que se forman ahora tras el abandono del rural. 

Aparece el actual mosaico agrosilvopastoral
Desde el desarrollo de la agricultura se han sucedido, una tras otra, grandes civilizaciones que tarde o temprano terminaron colapsando, como ha descrito el investigador norteamericano Jared Diamond (4). Las consecuencias de este proceso sobre los sistemas naturales del Mediterráneo se han clasificado en dos líneas de pensamiento opuestas. Una es la del “paisaje arruinado”, también conocida como “el Edén perdido”, que lo interpreta como una degradación y desertificación acumulativa del paisaje mediterráneo. La segunda defiende, por el contrario, que ha sido precisamente la actividad humana la que ha contribuido a mantener unos paisajes mediterráneos tan diversos (5). Creo bastante objetivo decir que el mayor impacto de la actividad humana tuvo lugar durante el final del Pleistoceno y el inicio del Holoceno, en el Neolítico. El antropoceno mediterráneo hace tiempo que sucedió. Fue entonces cuando se extinguió la megafauna continental y también los relictos supervivientes de las islas mediterráneas, donde aún vivían hipopótamos y elefantes enanos junto a conejos y lechuzas gigantes (6). 

También es importante considerar la pérdida de grandes superficies de bosques mesófilos que tuvo lugar poco después. Es probable que el aumento de la sequedad y las temperaturas hace unos 5.000-6.000 años, en sinergia con los efectos perturbadores de la agricultura y la ganadería, dieran como resultado la instauración de los encinares, acebuchales y pinares termófilos que hoy nos resultan tan familiares. Proliferaron en detrimento de los bosques de hoja caduca y dentro de un mosaico de espacios abiertos de forma artificial, lo que creó un paisaje sin duda más diverso que cualquier masa forestal continua. Podría decirse que el ser humano desempeñó en parte el papel de la megafauna herbívora perdida: aclaró los bosques y creó un entorno más diverso, donde tuvieron cabida especies de plantas y animales amantes de los espacios abiertos y del sol. Quizás en cierto modo nuestra actividad fue una marcha a tiempos pasados. En las últimas décadas hemos asistido sin embargo al proceso contrario: el abandono del modo de vida tradicional y con ello a la pérdida de espacios abiertos y a la expansión y densificación de bosques pobres en herbívoros y grandes depredadores. En las islas Baleares, por ejemplo, la mano de nuestra especie no se dejó sentir hasta hace menos de 5.000 años y los bosques mesófilos se conservaron hasta entonces. Este hecho parece sugerir que los bosques podrían haber perdurado más tiempo en el continente de no haber sido por nuestra intervención, al menos en los sitios más húmedos. Una vez desmontados los antiguos bosques mesófilos su recuperación parece inviable en las nuevas condiciones climáticas, de manera que encinas, acebuches y pinos se apoderaron irreversiblemente de los antiguos solares de bosque caducifolio.

Escenarios actuales
Debió de darse un proceso rápido e intenso de selección de especies capaces de convivir con los grandes cambios que infligíamos al paisaje. Pero, ojo, desde entonces probablemente no haya habido mucha extinción y sí procesos de diferenciación influidos por la actividad humana, como la hibridación entre plantas. Desde luego, las especies de medios abiertos se vieron muy favorecidas frente a las forestales. Así pues, podemos aventurar que hubo primero una gran pérdida de megafauna, con el consiguiente expansión de la vegetación y sus efectos indirectos sobre otras muchas especies menores. A continuación, y desde hace varios miles de años, fuimos capaces de crear un paisaje biodiverso, resistente y resiliente ante los cambios, adaptado al diente de las cabras, las talas y el fuego donde se han dado pocas extinciones y sí cierto grado de diferenciación por selección artificial.

Los sistemas agrosilvopastorales, como las dehesas y montados ibéricos, han funcionado bien en el tiempo, han sido “sostenibles”, y mantienen una buena biodiversidad, incluidas aún (milagrosamente) algunas especies de la megafauna pleistocena como ciervos, linces y lobos. Otras especies, sin embargo, han sido sustituidas por sus equivalentes domésticos, caso del uro y el toro o de las distintas razas de caballos. Diversos estudios han demostrado que un grado moderado de herbivoría por ovejas, cabras o gacelas favorece la diversidad y la producción vegetal (5, 7). La verdad es que no me imagino el actual sistema industrial de explotación de recursos naturales funcionando de manera sostenible en los próximos 10.000 años, como ha conseguido la agricultura, ni siquiera exportando nuestro daño ambiental a otros países, como hacemos ahora (8).

El Mediterráneo, en sentido amplio, ha sido modificado por el linaje humano desde muy antiguo. En realidad, desde el origen de los sistemas naturales que han llegado hasta nuestros días. Por ello gestionar los paisajes que hemos heredado, desde las altas cumbres hasta las islas, sin tener en cuenta este factor histórico, es un buen caldo de cultivo para la pérdida de diversidad y el bajo rendimiento de los planes de manejo. Deberíamos reflexionar más al respecto, olvidarnos de idílicas situaciones prístinas en nuestros espacios naturales (incluyendo los más emblemáticos, como Doñana u Ordesa) y gestionar nuestras zonas protegidas bajo la edificante luz de la historia cercana y también de la profunda.


Agradecimientos
A José Manuel Igual por sus habituales sugerencias, que siempre ayudan a mejorar estos “detectives”.

Referencias

(1) Blondel, J. y Aronson, J. (1999). Biology and wildlife of the Mediterranean region. Oxford University Press. Oxford.
(2) Blondel, J. y Mourer-Chauviré, C. (1998). Evolution and history of the western Palearctic avifauna. Trends in Ecology and Evolution, 13: 488-492.
(3) Owen-Smith, N. (1987). Pleistocene extinctions: the pivotal role of megaherbivores. Paleobiology, 13: 351-362.
(4) Diamond, J. (2006). Colapso. Random House Mondadori. Barcelona.
(5) Blondel, J. (2006). The design of Mediterranean landscapes: a millennial story of humans and ecological systems during the historic period. Human Ecology, 34: 713-729.
(6) Alcover, J.A. y otros autores (1992). The avifaunas of the isolated Mediterranean islands during the middle and late Pleistocene. Natural History Museum of Los Angeles County, Science Series, 36: 273-283.
(7) De Gabriel, J.L. y otros autores (2011). The presence of sheep leads to increases in plant diversity and reductions in the impact of deer on heather. Journal of Applied Ecology, 48: 1.269-1.277.
(8) Martínez-Abraín, A. (2013). ¡Qué limpia está mi casita! Quercus, 330: 6-7.
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