Al Mediterráneo, el mar entre tierras, todos le debemos tributo. Intentaré
presentar aquí una crónica muy resumida de su origen y evolución, con especial
énfasis en el papel de las actividades humanas que, desde muy antiguo, han dado
forma a la diversidad biológica que hoy observamos en su entorno.
Supongo que lo primero es saber
desde cuándo existe ese accidente geográfico que llamamos mar Mediterráneo. Si
viajamos con la imaginación hasta el periodo Triásico, a comienzos de la Era Secundaria , nos
encontramos con que hace unos 250 millones de años todas las tierras emergidas
formaban un único continente denominado Pangea. Dicho continente adoptaba la forma
de una media luna en torno al ecuador del planeta y envolvía una gran masa de
agua conocida como mar de Tetis. Tendrá que pasar mucho tiempo para que, ya en
el Mioceno, hace unos 25 millones de años y dentro de la Era Terciaria , la
subplaca arábiga se desplace hacia el norte y cierre el mar de Tetis por el
este, en un planeta en el que el Atlántico llevaba abriéndose desde el Jurásico, separando a lo que ahora llamamos Eurasia de Norteamérica y a la masa continental que conocemos como África de Sudamérica. Fue aquella la muerte de aquel mar tropical de larga historia y el
nacimiento del primer ancestro del Mediterráneo.
De todos modos, el Mediterráneo
que más nos interesa es el de los últimos 5 millones de años. La razón radica
en que hacia finales del Terciario, en el piso Messiniense del Mioceno, el Mare Nostrum se cerró también por el
oeste y, convertido en un gigantesco lago salado, terminó por desecarse casi en
su totalidad. Sólo se salvaron las grandes lagunas hipersalinas de las zonas
más profundas, que se hunden hasta los 4.000 metros , en
recuerdo de aquel gran mar que fue Tetis. El Mediterráneo renació 300.000 años
después, cuando volvió a abrirse el paso occidental y se llenó con agua
procedente del Atlántico. Podríamos decir metafóricamente que durante la
desecación se puso en marcha una especie de “riñón marino” que eliminó en forma
de rocas halitas las enormes concentraciones de sales que se habían generado en
un mar casi cerrado. En efecto, había una gran evaporación y escaso aporte de
agua dulce. Apenas unos cuantos ríos importantes, como el Nilo, el Ródano, el Po
y el Ebro, contribuyeron a endulzar sus aguas.
El rellenado de la cuenca fue al
parecer muy rápido, tras algún tipo de
cataclismo geológico mal conocido que abrió el estrecho de Gibraltar. En otras
palabras, toda la flora y la fauna actuales del Mediterráneo parte de un
momento cero en la llamada Crisis del Messiniense. Desde entonces, el
Mediterráneo se ha comportado como un mar-isla, con pocas especies pero muy altas
tasas de diversificación debido al bajo flujo genético. Por el mismo motivo,
alberga proporcionalmente muchas formas endémicas.
Trazados horizontales
Lo que hoy conocemos como “clima
mediterráneo” aparece durante el Plioceno, hace unos tres millones de años, en
el sur de Europa. Esta zona se vio influida durante el Pleistoceno por cuatro
grandes glaciaciones que se alternaron cada 100.000 años aproximadamente, con breves
periodos intercalados de bonanza climática de unos 10.000 años de duración
denominados “interglaciares”. Ahora mismo nos encontramos en un periodo
interglaciar que comenzó hace unos 10.000 años (1). Deberíamos estar, pues, hacia
el final de esa fase de retracción de las lenguas glaciares típicas del
Cuaternario y relativamente cerca, en términos geológicos, del inicio de una
nueva glaciación.
La aparición de un casquete de
hielo en el Polo Norte, algo impensable en el mundo tropical del Terciario,
empujó a floras y faunas enteras hacia el sur durante la transición entre el
Plioceno y el Pleistoceno. Las penínsulas de la ribera norte del Mediterráneo se
convirtieron en un refugio –y centro de especiación– desde el que plantas y
animales se desplazaron de nuevo hacia el norte durante los periodos
interglaciares (aún continúan haciéndolo), repoblando las tierras arrasadas por
las lenguas de hielo. Para muchas especies la disposición este-oeste del
Mediterráneo, así como la de algunas cordilleras (Pirineos, Alpes, Cárpatos), supuso
una barrera biogeográfica que impedía la comunicación con el continente
africano, motivo de numerosas extinciones y del bloqueo de eventos colonizadores.
Este hecho explica por qué los bosques europeos tienen seis veces menos especies
de árboles que los asiáticos y por qué Europa tiene la mitad de las especies de
aves que China, a pesar de ocupar la misma superficie (2).
El factor humano
Por lo que concierne a nuestro
linaje, la ribera sur del Mediterráneo fue hoyada al menos desde los tiempos de Homo habilis en la primera salida del género Homo de África hace casi 2 millones de años. Nuestra especie, Homo sapiens, evolucionó en el
continente africano hace 200.000 años a partir de Homo rhodesiensis (el homólogo de H. heidelbergensis en África) y ya estaba presente en la ribera oriental del
Mediterráneo hace 100.000. Durante decenas de miles de años los
humanos llevaron una vida de cazadores-recolectores. Hacia finales del
Pleistoceno habíamos acabado con las mayores especies de la megafauna
herbívora, aunque nuestra incidencia fue menor que en el continente americano,
donde los grandes fitófagos no habían tenido contacto histórico con nuestra
especie y no desconfiaban de ella. La eliminación de estos animales tendría
consecuencias negativas para los mamíferos de menor talla, pues la vegetación se
recuperó mucho al desaparecer los herbívoros gigantes (3). Otros autores
otorgan más peso al papel del clima, pero esta hipótesis no explica por qué
fueron más sensibles los mamíferos de mayor talla, ni tampoco la ausencia de
extinciones similares al final de otros periodos glaciares previos. De todos modos yo tiendo a pensar que la extinción de la megafauna de mamíferos sí fue fruto de la interacción entre ambos factores: algún tipo de cambio climático desfavorable junto con una puntilla asestada por acción humana sobre poblaciones ya muy reducidas.
Hace unos 10.000 años, a comienzos
del Holoceno, la época actual, los cazadores-recolectores aprendieron a domesticar
plantas y animales, lo que abrió la puerta a la agricultura o, al menos, a la
horticultura. Este drástico cambio en el estilo de vida tuvo todo tipo de
consecuencias para las tribus humanas nómadas y también para la huella dejada
por nuestra especie en su entorno. Dicho efecto fue más patente en las islas
mediterráneas, donde se habían refugiado los últimos supervivientes de la
megafauna continental, aunque en versiones miniaturizadas. Así que, en términos
de biodiversidad, la principal pérdida del tránsito entre el Paleolítico y el Neolítico
afectó a los animales de mayor talla. Más adelante también se notaría la acción
del ser humano sobre los bosques, que se habían hecho muy densos sin la presión
de los grandes herbívoros. Bosques excesivamente densos como los que se forman ahora tras el abandono del rural.
Aparece el actual mosaico agrosilvopastoral
Desde el desarrollo de la
agricultura se han sucedido, una tras otra, grandes civilizaciones que tarde o
temprano terminaron colapsando, como ha descrito el investigador norteamericano
Jared Diamond (4). Las consecuencias de este proceso sobre los sistemas
naturales del Mediterráneo se han clasificado en dos líneas de pensamiento
opuestas. Una es la del “paisaje arruinado”, también conocida como “el Edén
perdido”, que lo interpreta como una degradación y desertificación acumulativa
del paisaje mediterráneo. La segunda defiende, por el contrario, que ha sido
precisamente la actividad humana la que ha contribuido a mantener unos paisajes
mediterráneos tan diversos (5). Creo bastante objetivo decir que el mayor
impacto de la actividad humana tuvo lugar durante el final del Pleistoceno y el
inicio del Holoceno, en el Neolítico. El antropoceno mediterráneo hace tiempo que sucedió. Fue entonces cuando se extinguió la
megafauna continental y también los relictos supervivientes de las islas
mediterráneas, donde aún vivían hipopótamos y elefantes enanos junto a conejos
y lechuzas gigantes (6).
También es importante considerar la pérdida de grandes superficies de bosques mesófilos que tuvo lugar poco después. Es probable que el aumento de la sequedad y las temperaturas hace unos 5.000-6.000 años, en sinergia con los efectos perturbadores de la agricultura y la ganadería, dieran como resultado la instauración de los encinares, acebuchales y pinares termófilos que hoy nos resultan tan familiares. Proliferaron en detrimento de los bosques de hoja caduca y dentro de un mosaico de espacios abiertos de forma artificial, lo que creó un paisaje sin duda más diverso que cualquier masa forestal continua. Podría decirse que el ser humano desempeñó en parte el papel de la megafauna herbívora perdida: aclaró los bosques y creó un entorno más diverso, donde tuvieron cabida especies de plantas y animales amantes de los espacios abiertos y del sol. Quizás en cierto modo nuestra actividad fue una marcha a tiempos pasados. En las últimas décadas hemos asistido sin embargo al proceso contrario: el abandono del modo de vida tradicional y con ello a la pérdida de espacios abiertos y a la expansión y densificación de bosques pobres en herbívoros y grandes depredadores. En las islas Baleares, por ejemplo, la mano de nuestra especie no se dejó sentir hasta hace menos de 5.000 años y los bosques mesófilos se conservaron hasta entonces. Este hecho parece sugerir que los bosques podrían haber perdurado más tiempo en el continente de no haber sido por nuestra intervención, al menos en los sitios más húmedos. Una vez desmontados los antiguos bosques mesófilos su recuperación parece inviable en las nuevas condiciones climáticas, de manera que encinas, acebuches y pinos se apoderaron irreversiblemente de los antiguos solares de bosque caducifolio.
También es importante considerar la pérdida de grandes superficies de bosques mesófilos que tuvo lugar poco después. Es probable que el aumento de la sequedad y las temperaturas hace unos 5.000-6.000 años, en sinergia con los efectos perturbadores de la agricultura y la ganadería, dieran como resultado la instauración de los encinares, acebuchales y pinares termófilos que hoy nos resultan tan familiares. Proliferaron en detrimento de los bosques de hoja caduca y dentro de un mosaico de espacios abiertos de forma artificial, lo que creó un paisaje sin duda más diverso que cualquier masa forestal continua. Podría decirse que el ser humano desempeñó en parte el papel de la megafauna herbívora perdida: aclaró los bosques y creó un entorno más diverso, donde tuvieron cabida especies de plantas y animales amantes de los espacios abiertos y del sol. Quizás en cierto modo nuestra actividad fue una marcha a tiempos pasados. En las últimas décadas hemos asistido sin embargo al proceso contrario: el abandono del modo de vida tradicional y con ello a la pérdida de espacios abiertos y a la expansión y densificación de bosques pobres en herbívoros y grandes depredadores. En las islas Baleares, por ejemplo, la mano de nuestra especie no se dejó sentir hasta hace menos de 5.000 años y los bosques mesófilos se conservaron hasta entonces. Este hecho parece sugerir que los bosques podrían haber perdurado más tiempo en el continente de no haber sido por nuestra intervención, al menos en los sitios más húmedos. Una vez desmontados los antiguos bosques mesófilos su recuperación parece inviable en las nuevas condiciones climáticas, de manera que encinas, acebuches y pinos se apoderaron irreversiblemente de los antiguos solares de bosque caducifolio.
Escenarios actuales
Debió de darse un proceso rápido e
intenso de selección de especies capaces de convivir con los grandes cambios
que infligíamos al paisaje. Pero, ojo, desde entonces probablemente no haya
habido mucha extinción y sí procesos de diferenciación influidos por la
actividad humana, como la hibridación entre plantas. Desde luego, las especies
de medios abiertos se vieron muy favorecidas frente a las forestales. Así pues,
podemos aventurar que hubo primero una gran pérdida de megafauna, con el
consiguiente expansión de la vegetación y sus efectos indirectos sobre otras
muchas especies menores. A continuación, y desde hace varios miles de años,
fuimos capaces de crear un paisaje biodiverso, resistente y resiliente ante los
cambios, adaptado al diente de las cabras, las talas y el fuego donde se han
dado pocas extinciones y sí cierto grado de diferenciación por selección
artificial.
Los sistemas agrosilvopastorales,
como las dehesas y montados ibéricos, han funcionado bien en el tiempo, han
sido “sostenibles”, y mantienen una buena biodiversidad, incluidas aún
(milagrosamente) algunas especies de la megafauna pleistocena como ciervos, linces
y lobos. Otras especies, sin embargo, han sido sustituidas por sus equivalentes
domésticos, caso del uro y el toro o de las distintas razas de caballos. Diversos estudios
han demostrado que un grado moderado de herbivoría por ovejas, cabras o gacelas
favorece la diversidad y la producción vegetal (5, 7). La verdad es que no me
imagino el actual sistema industrial de explotación de recursos naturales
funcionando de manera sostenible en los próximos 10.000 años, como ha
conseguido la agricultura, ni siquiera exportando nuestro daño ambiental a
otros países, como hacemos ahora (8).
El Mediterráneo, en sentido
amplio, ha sido modificado por el linaje humano desde muy antiguo. En realidad,
desde el origen de los sistemas naturales que han llegado hasta nuestros días. Por
ello gestionar los paisajes que hemos heredado, desde las altas cumbres hasta las
islas, sin tener en cuenta este factor histórico, es un buen caldo de cultivo
para la pérdida de diversidad y el bajo rendimiento de los planes de manejo.
Deberíamos reflexionar más al respecto, olvidarnos de idílicas situaciones
prístinas en nuestros espacios naturales (incluyendo los más emblemáticos, como
Doñana u Ordesa) y gestionar nuestras zonas protegidas bajo la edificante luz
de la historia cercana y también de la profunda.
Agradecimientos
A José Manuel Igual por sus
habituales sugerencias, que siempre ayudan a mejorar estos “detectives”.
Referencias
(1) Blondel, J. y Aronson, J. (1999). Biology and wildlife
of the Mediterranean region. Oxford University Press. Oxford .
(2) Blondel,
J. y Mourer-Chauviré, C. (1998). Evolution and history of the western
Palearctic avifauna. Trends in Ecology
and Evolution, 13: 488-492.
(3) Owen-Smith,
N. (1987). Pleistocene extinctions: the pivotal role of megaherbivores. Paleobiology, 13: 351-362.
(4) Diamond,
J. (2006). Colapso. Random House
Mondadori. Barcelona .
(5) Blondel,
J. (2006). The design of Mediterranean landscapes: a millennial story of
humans and ecological systems during the historic period. Human Ecology, 34: 713-729.
(6) Alcover,
J.A. y otros autores (1992). The avifaunas of the isolated Mediterranean
islands during the middle and late Pleistocene. Natural History
Museum of Los Angeles County ,
Science Series, 36: 273-283.
(7) De
Gabriel, J.L. y otros autores (2011). The presence of sheep leads to
increases in plant diversity and reductions in the impact of deer on heather. Journal of Applied Ecology, 48: 1.269-1.277.
(8) Martínez-Abraín, A. (2013). ¡Qué limpia está mi casita! Quercus, 330: 6-7.
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