lunes, 31 de octubre de 2016

¿A quién avisa el avisador?

En un próximo número de Quercus escribiré sobre la evolución de la trampa y de cómo los tramposos han logrado mantenerse en las comunidades animales a lo largo del tiempo. Pero ahora toca mirar la otra cara de la moneda y analizar las conductas generosas.

Es bien conocido el comportamiento de las cigüeñuelas (Himantopus himantopus) cuando un naturalista (o un depredador) irrumpe en sus colonias de cría: en lugar de alejarse del peligro, vuelan bajo sobre nuestras cabezas, como colgadas del aire, y reclaman con todas sus fuerzas. Por este motivo, en el delta del Ebro se las conoce acertadamente como “avisadores”. Una conducta, entre heroica y enigmática, que bien podría encuadrarse en lo que denominamos “altruismo”. Un rasgo típicamente humano que también está presente en la naturaleza, de donde nos viene todo, como no puede ser de otra manera.

Bando de cigüeñuelas (Himantopus himantopus) en vuelo. ¿Por qué las cigüeñuelas arriesgan la vida acosando a los intrusos que penetran en su colonia de cría? Si cada individuo mira por su propio bien y el de sus genes, ¿por qué no sale huyendo ante la amenaza? (Foto: Luis Iván Moya).

La visión tradicional de la biología se mueve entre considerar el altruismo como un caso de selección de grupo (no sólo favorece al individuo, sino también a la colonia) o como una conducta que evoluciona por beneficio mutuo (un individuo avisa hoy de la llegada de un zorro porque espera que mañana otro haga lo mismo ante una nueva amenaza). En la actualidad, las opciones aceptadas son esta segunda (altruismo recíproco) y una nueva versión de la primera, que sostienen los partidarios del “gen egoísta”, según la cual los individuos sólo se preocupan por el resto del grupo cuando está compuesto por familiares. Al avisar a los parientes de un peligro son nuestros genes, también presentes en ellos, los que resultan beneficiados, como defendía Hamilton a mediados de los años sesenta.. Esta vía genética se denomina “selección por parentesco” (kin selection en su versión anglosajona), ya que atañe tanto al individuo como al grupo.

Sentimientos solidarios
Hay una tercera vía, alternativa al altruismo recíproco y a la selección por parentesco, que no mide la funcionalidad del acto altruista. Es una propuesta ajena al mundo de la biología, pues procede de la psicología. Así, para Frans de Waal (1) el altruismo es una cuestión de motivación, no un asunto funcional. Sería la percepción del estado emocional de otro individuo el que activa en el cerebro un estado de empatía. Según esta perspectiva, la cigüeñuela que inicia la alerta, a la que luego se suman otros integrantes de la colonia, estaría mostrando empatía ante el peligro que se cierne sobre los individuos cuyos nidos quedan más cerca del depredador. En otras palabras, estaría poniéndose en el lugar de sus vecinos. Sería una respuesta propia de animales sociales, dotados de neuronas espejo, las mismas que nos incitan a bostezar cuando vemos a otra persona hacerlo. La sensación de vencer al enemigo produciría un estado psicológico de satisfacción capaz de favorecer la evolución de la conducta altruista de alarma, del mismo modo que el placer favorece el intercambio sexual. Este comportamiento proto-altruista de las aves coloniales habría ido alcanzando complejidad en los mamíferos sociales (primates, cetáceos, proboscídeos, cánidos) que son capaces de sentir compasión y tristeza por el estado de los demás y, finalmente, ofrecer cuidado. 

De manera que el altruismo sería un asunto cerebral, propio de la psique de animales sociales, donde la presión selectiva no es tanto externa (ecológica) como interna (social). ¿Acaso no beneficiaron los voluntarios que acudieron a remediar las mareas negras del Prestige a muchos gallegos con los que no están cercanamente emparentados, aún a riesgo de su salud? No porque esperaran nada a cambio o porque estuvieran cercanamente emparentados con ellos, sino por simple empatía y solidaridad. Y, quizá, porque eso les hizo sentirse más felices al activar los centros de recompensa de sus cerebros. De todos modos, esta hipótesis sólo soluciona superficialmente el problema, ya que nos remite a otro más profundo: ¿por qué la evolución ha seleccionado la empatía y el estado psicológico de recompensa en quienes se comportan de forma altruista? 

Arrendajos, mirlos y otros escandalosos del bosque
Hay dos aves que se llevan la palma como avisadores: el arrendajo (Garrulus glandarius) y el mirlo (Turdus merula). Su conducta de alarma es aún más curiosa que la de las cigüeñuelas, dado que no destacan por ser especialmente sociales. ¿Hay altruismo en sus estentóreos reclamos o simplemente chillan como manifestación de miedo ante un intruso? ¿Acaso la función del reclamo es espantar directamente al depredador? Algunos investigadores se han interesado por este asunto y han encontrado que los arrendajos funestos (Perisoreus infaustus), que viven en grupos laxos de individuos cercanamente emparentados, son capaces de emitir señales de alarma que varían según el depredador esté posado, volando o atacando (2). Así pues, volvemos a la selección por parentesco.
Sería interesante comprobar mediante experimentos con aves en cautividad si otros pajarillos del bosque, como las currucas, asocian con un peligro el reclamo de arrendajos y mirlos. Siempre me lo he preguntado: ¿entiende la curruca el lenguaje del mirlo? Si es así, nos encontramos ante dos opciones: pueden saberlo de manera instintiva (las currucas que reconocen las alarmas se han visto favorecidas por selección natural) o pueden aprenderlo en el curso de sus vidas. Sería relativamente sencillo hacer un experimento con aves criadas en cautividad y que nunca hayan oído el reclamo de arrendajos y mirlos. Cuando fueran adultas bastaría con someterlas a este acuciante mensaje y ver cómo reaccionan. El grupo de control estaría formado por aves de la misma pollada que sí hubieran crecido oyendo las alarmas. También podríamos observar el comportamiento de aves juveniles, recién emplumadas, cuando se les somete al reclamo de alarma y ver si permanecen impasibles o no. Si tuviera que apostar, diría que sí responden a las alarmas y que esa respuesta es aprendida y no heredada. Esas son mis predicciones. Sin la debida exposición al  depredador y a la alarma del mirlo o del arrendajo, el pajarillo se plantaría ante las fauces del depredador sin ningún miedo. La asociación entre ambas cosas (alarma y depredador a la vista) probablemente se haga a lo largo de su vida, ya sea como aprendizaje propio o como imitación de otros miembros de la misma especie. Recientes trabajos han demostrado que si se entrena al maluro soberbio de Australia (Malurus cyaneus) a asociar sonidos nuevos con la presencia de depredadores, lo acaba haciendo (3). Esto viene a reforzar lo que decía antes: las especies responden y, además, aprenden a hacerlo. También sabemos que es más seguro fiarse de las alarmas conespecíficas que de las heteroespecíficas (4); vamos, que se entiende mejor el lenguaje propio que el ajeno.

La selección por encima del individuo: ¿quimera o realidad?
Todo esto del altruismo entre especies sociales nos lleva sin remedio a pensar un poco en cómo actúa la selección natural. Según la perspectiva más reduccionista, la única unidad que cuenta es el gen. Para el genético de poblaciones, la unidad sería el individuo dentro de un grupo local (aunque cambien los genes, son los individuos quienes se emparejan). Pero, ¿podría darse selección con el grupo como unidad? No sólo por parentesco cercano, sino porque los grupos más cooperativos y menos egoístas tendrían ventaja. Si hay cooperación en la búsqueda de alimento y en la defensa ante los depredadores, el grupo como un todo debería verse favorecido demográficamente en su conjunto, no sólo como una suma de individualidades. Las interacciones entre individuos también cuentan y el total acaba siendo mayor que la suma de las partes. Aunque la tendencia a escala individual sea que cada cual mire por sí mismo, hay circunstancias en las que sólo el trabajo en grupo permite sobrevivir. Ese debía de ser precisamente el caso de nuestros ancestros en las sabanas africanas, donde los egoísmos individuales eran muy poco positivos a la hora de salir adelante. Como defendía Sewall Wright, en poblaciones pequeñas los genes del altruismo podrían fijarse de tal modo que no podrían prosperar los genes del egoísmo, ya que el altruismo favorece al 100% de los miembros del grupo. Hasta que, claro está, aparezca una mutación egoísta de nuevo.

Así que, ¿quién sabe? Darwin pensaba que la selección de grupo había sido importante en la evolución de nuestra especie. Edward O. Wilson también lo sostiene en el caso de las hormigas, pero eso tiene menos mérito porque un hormiguero es como un único gran individuo (5). En las poblaciones humanas hay cercanía de parentesco pero también otras cosas que nos acercan. Aspectos de tipo psicológico o sociológico de gran peso, como la pertenencia al mismo grupo, la identificación con el compañero o vecino, la unión que genera tener un enemigo común en el valle de al lado o la experiencia de haberse defendido juntos de un depredador. Esos caracteres, intangibles para el biólogo que estudie al individuo de manera aislada, podrían marcar la diferencia y hacer que sea el grupo entero el que sobreviva o perezca como unidad. Siempre y cuando los lazos de dependencia sean muy estrechos, se den en poblaciones pequeñas donde puedan fijarse, haya poca dispersión entre grupos y se dé una alta frecuencia de conflictos. Sería un proceso socio-biológico, ya que la psique humana evolucionó en el seno de sociedades humanas, más influenciadas por nuestros congéneres que por factores ecológicos externos. Hay consenso hoy en día acerca de que el cerebro complejo humano evolucionó para hacer viable la vida en sociedad, más que para resolver problemas ahí fuera. A fin de cuentas, un ser humano aislado no es nada. Que este proceso pueda darse en otros animales sociales debe ser tanto o más posible cuanto mayor sea la necesidad que tengan los individuos de cooperar estrechamente entre sí para sobrevivir.

Agradecimientos

A Marta Vila, por su apoyo bibliográfico y su interés por estos humildes detectives, y a Vittorio Baglione por revisar y mejorar un borrador de este artículo. 

Bibliografía

(1) Waal, F. B.M. (2008). Putting the altruism back into the altruism: the evolution of empathy. Annu. Rev. Psychol., 59: 279-300.
(2) Griesser, M. (2008). Referential calls signal predator behaviour in a group-living bird species. Current Biology, 18: 69-73.
(3) Magrath, R.D. y otros autores (2015). Wild birds learn to eavesdrop on heterospecific alarm calls. Current Biology, 25: 2.047-2.050.
(4) Murray, T.G. y Magrath, R.D. (2015). Does signal deterioration compromise eavesdropping on other species’ alarm calls? Animal Behaviour, 108: 33-41.
(5) Bengston, S.E. y Dornhaus, A. (2014). Be meek or be bold? A colony-level behavioural syndrome in ants. Proceedings of the Royal Society B. Disponible en DOI: 10.1098/rspb.2014.0518.
Leer más...

domingo, 2 de octubre de 2016

El paradigma cambiante/The changing paradigm

Las grandes revoluciones suceden de manera relativamente rápida e imprevista, tras largos periodos de aparente estancamiento o constancia. En esto se parecen al proceder de la macroevolución en la naturaleza, el proceso que genera nuevas especies.

Durante milenios los humanos hemos vivido de manera predecible y estable. Uno nacía en el seno de una pequeña comunidad y ya sabía que se llamaría como su padre o su abuelo, que heredaría su modo de subsistencia y que apenas saldría de la aldea en toda su vida (1). Pero llegó la Revolución Industrial y lo puso todo patas arriba. En España los primeros intentos de industrialización empezaron en torno a 1850, cuando los liberales (en origen progresistas) trajeron el capitalismo con la buena intención de acabar con el caciquismo y el feudalismo que aún coleaba. Este proceso, que los amantes de la naturaleza solemos percibir como algo negativo, estuvo rodeado de una aureola de avance en lo social. Permitió a la mayor parte de la gente librarse de la esclavitud que ejercían los grandes propietarios de fincas rústicas.

Hacia los años cuarenta del siglo XX, Franco creó el Patrimonio Forestal Español (PFE) con el propósito de llenar todo de árboles, especialmente la franja norte peninsular, como medida de precaución económica ante el creciente boicot de los países de nuestro entorno. Aquello destruyó la forma de vida tradicional, a propósito o como daño colateral, y acabó con los montes comunales que eran imprescindibles para obtener estiércol, como vimos en el Quercus de julio (2). Cerrada la fuente de abono y destruido el sistema agropecuario, fue fácil que triunfase el Plan de Estabilización que concentró a la población rural en unas pocas ciudades dotadas de polígonos industriales: Barcelona, Madrid, Bilbao. La última vuelta de tuerca la dio la entrada de nuestro país en la Unión Europea, que impuso limitaciones a ciertas producciones ganaderas y agrícolas, reservando para la piel de toro el papel de geriátrico y lugar de vacaciones de los europeos del norte. Moría así definitivamente el milenario campo español y nacía, de golpe, un nuevo paradigma. 

Un nuevo paradigma también en conservación
Todo esto nos sitúa ante un escenario absolutamente novedoso para nuestra civilización. Hemos construido un mundo en el que el trabajo no sirve para subsistir, sino para ganar dinero, con el que comprar cosas, muchas de ellas prescindibles desde el punto de vista de la supervivencia. Un mundo en el que la movilidad de las personas y las mercancías forma parte de la normalidad.

Osa con su cachorro en Muniellos (Asturias). Desde hace unas décadas las especies escasas y de gran tamaño han empezado a recuperarse gracias a políticas activas de protección. Por el contrario, las especies pequeñas y comunes, como los gorriones, están en declive debido a los cambios en el uso del suelo y al éxodo rural. Paradojas de la vida (foto: Daniel Cara).

Por el camino, la gente se ha ido alejando de la naturaleza, con algunas consecuencias llamativas. En primer lugar, el bosque ha reconquistado antiguos espacios agrarios y buena parte la fauna forestal se ha recuperado, en detrimento de la que vivía en espacios abiertos. Las especies depredadoras de mediano y gran tamaño se han visto beneficiadas, en contra de las especies presa de pequeño tamaño. Finalmente, los animales antaño perseguidos han cambiado de costumbres tras perder el miedo, de ahí que ahora haya jabalíes que atacan a los perros de los paseantes o accidentes de tráfico provocados por corzos. Es el nuevo paradigma de la conservación. La gente de la ciudad ya no tiene interés en cazar perdices, palomas, conejos, liebres o codornices y su impacto directo sobre la fauna es mucho menor. Las licencias de caza llevan una tendencia decreciente en las últimas décadas. Por contra, han aumentado los efectos indirectos debido a la construcción de infraestructuras de transporte (autovías, autopistas, vías férreas, puertos, aeropuertos) y nuevas centrales de suministro de energía: aerogeneradores, plantas solares, embalses. Un mundo nuevo. ¡Lo nunca visto! 

Conservar la biodiversidad en un mundo post-industrial
En este mundo post-industrial, la clave para conservar la biodiversidad no creo que deba ser ni el desarrollo sostenible (un oxímoron en sí mismo) ni los servicios ecosistémicos (de planteamiento muy antropocéntrico). Proteger praderas de Posidonia, porque fijan más dióxido de carbono que las selvas tropicales, o moluscos del género Conus, porque producen un analgésico cien veces más potente que la morfina, son fines peligrosos. Hay soluciones técnicas, como los sumideros artificiales de carbono o la síntesis química de sustancias inventadas por la naturaleza, que pueden hacer que Posidonia y Conus sean prescindibles a corto plazo. Parece más adecuado aspirar a mantener en funcionamiento los procesos ecosistémicos, garantizar el funcionamiento de la maquinaria de la naturaleza. Conservar vivos los procesos ecológicos y también los evolutivos que generan los patrones que estamos acostumbrados a ver ahí fuera.

En esta línea va por ejemplo el “rewilding”, que en alguna versión blanda me parece bastante interesante. Las especies exóticas, por cierto, pueden cumplir papeles de sustitutos funcionales muy importantes en algunos casos y debemos tener la mente abierta a ello. Esto es especialmente relevante en las islas, donde las comunidades están ya muy simplificadas de por sí y la extinción neolítica se hizo notar de manera especial debido a que los sistemas eran menos redundantes.

La restauración ecológica
Toquetear los procesos naturales siempre tiene efectos imprevistos de mayor o menor magnitud. A mí las cuestiones de conservación cada vez me parecen más sociales que biológicas. Las decisiones digamos sociopolíticas de conservación se camuflan de ciencia muchas veces, aunque ésta no tenga nada que decir en realidad ante las preferencias humanas. ¿Quieres un modelo de restauración de un humedal que lo devuelva a su situación de hace 100 ó 1.000 años? Sírvase usted mismo. ¿Quiere favorecer a los insectos, al suelo o a las aves cuando decide sacar o no la madera muerta de un pinar quemado? A su gusto, no hay reglas universales (3, 4). Una opción alternativa es estarse quieto y no hacer nada, porque no se sabe en qué momento vamos a provocar un efecto imprevisto ni lo grave que será. Así que todo depende de los riesgos que uno esté dispuesto a asumir. En general, diría que lo más seguro es intervenir lo menos posible y que se alcancen nuevos equilibrios espontáneamente; aunque sean eso: completamente nuevos: novel ecosystems, en su expresión inglesa.

Caminos de futuro
La única manera de combatir el actual expolio del planeta es acabar con las desigualdades económicas, con la pobreza extrema. Los pobres han de enriquecerse, como ya ocurre en China o la India, y los países ricos vamos a tener que empobrecernos un tanto. También lo estamos haciendo ya y posiblemente como consecuencia del enriquecimiento ajeno. A esto podemos llamarle “crisis mundial”, pero más bien parece un proceso de suma cero. Dicho proceso estará en marcha hasta que se alcance un nuevo equilibrio en el que el dinero ya no pueda fluir, como el agua entre dos estanques al mismo nivel. Cuanto antes hagamos esa transición, mejor. Menos pérdidas ambientales por el camino. La persistencia de nuestros espacios protegidos (y no protegidos) en las zonas templadas del planeta está bastante asegurada. Pero la catástrofe biológica tiene lugar allá abajo (mirando desde aquí), precisamente donde se empaqueta la mayor parte de la diversidad mundial, testigo de tiempos antiguos en los que el clima tropical o subtropical afectaba a la práctica totalidad del planeta. La biosfera que se salve será la que llegue a ese nuevo punto de equilibrio. No veo otro camino. Los problemas son ya globales, no de aldea.

La conservación como sistema de valores y de emociones
La conservación es sobre todo un sistema ético y sólo existe como realidad objetiva en la compleja red que forman los cerebros del Homo sapiens. La segunda transición necesaria, además de acabar con las desigualdades, es desarrollar una nueva ética planetaria de respeto y de pertenencia al planeta. Eso tardará (quizás siglos) en ser una realidad, pero hay que ir haciéndola crecer granito a granito. La ciencia tiene un importante papel a jugar en el desarrollo de esa nueva ética por cierto. Una labor que apenas está haciendo hoy en día. 

De momento, haríamos bien tratando de conseguir que la gente establezca más vínculos emocionales con la naturaleza. La clave de la conservación está más en las emociones que en el dinero que se invierta. Desde el punto de vista psicológico, nosotros, los naturalistas, deberíamos estar dispuestos a perder un poco el romanticismo del “lobo agreste en la cárcava ibérica”, aunque nos cueste, a cambio de que sea mucha la gente interesada en ver al lobo vivo.  Son otros tiempos. Seguramente para bien. Mientras debemos tratar de conseguir que, con todos los cambios que están sucediendo en el paisaje, aunque las poblaciones de especies desfavorecidas se reduzcan mucho, no lleguen al punto de no retorno, porque nuevas circunstancias sociopolíticas y económicas pueden permitir que, a partir de esos reductos, las poblaciones vuelvan a recuperarse y expandirse en el futuro, como un muelle cuando deja de estar comprimido. 

Bibliografía

(1) Diamond, J. (2013). El mundo hasta ayer. Debate. Barcelona.
(2) Martínez-Abraín, A. (2016). ¿Tienes fuego? Quercus, 365: 6-8.
(3) Deryabina, T.G. y otros autores (2015). Long-term census data reveal abundant wildlife populations at Chernobyl. Current Biology, 25: R811-R826.
(4) Martínez-Abraín, A. (2014). Todo depende. Quercus, 344: 6-8.
Leer más...