Las grandes
revoluciones suceden de manera relativamente rápida e imprevista, tras largos
periodos de aparente estancamiento o constancia. En esto se parecen al proceder
de la macroevolución en la naturaleza, el proceso que genera nuevas especies.
Durante
milenios los humanos hemos vivido de manera predecible y estable. Uno nacía en
el seno de una pequeña comunidad y ya sabía que se llamaría como su padre o su
abuelo, que heredaría su modo de subsistencia y que apenas saldría de la aldea
en toda su vida (1). Pero llegó la Revolución Industrial y lo puso todo patas
arriba. En España los primeros intentos de industrialización empezaron en torno
a 1850, cuando los liberales (en origen progresistas) trajeron el capitalismo
con la buena intención de acabar con el caciquismo y el feudalismo que aún
coleaba. Este proceso, que los amantes de la naturaleza solemos percibir como
algo negativo, estuvo rodeado de una aureola de avance en lo social. Permitió a
la mayor parte de la gente librarse de la esclavitud que ejercían los grandes propietarios
de fincas rústicas.
Hacia
los años cuarenta del siglo XX, Franco creó el Patrimonio Forestal Español
(PFE) con el propósito de llenar todo de árboles, especialmente la franja norte
peninsular, como medida de precaución económica ante el creciente boicot de los
países de nuestro entorno. Aquello destruyó la forma de vida tradicional, a
propósito o como daño colateral, y acabó con los montes comunales que eran
imprescindibles para obtener estiércol, como vimos en el Quercus de julio (2). Cerrada la fuente de abono y destruido el
sistema agropecuario, fue fácil que triunfase el Plan de Estabilización que
concentró a la población rural en unas pocas ciudades dotadas de polígonos
industriales: Barcelona, Madrid, Bilbao. La última vuelta de tuerca la dio la entrada de nuestro país en la Unión Europea, que impuso limitaciones a ciertas producciones ganaderas y agrícolas, reservando para la piel de toro el papel de geriátrico y lugar de vacaciones de los europeos del norte. Moría así definitivamente el milenario campo español y nacía, de golpe, un nuevo paradigma.
Un nuevo
paradigma también en conservación
Todo
esto nos sitúa ante un escenario absolutamente novedoso para nuestra
civilización. Hemos construido un mundo en el que el trabajo no sirve para
subsistir, sino para ganar dinero, con el que comprar cosas, muchas de ellas
prescindibles desde el punto de vista de la supervivencia. Un mundo en el que
la movilidad de las personas y las mercancías forma parte de la normalidad.
Por
el camino, la gente se ha ido alejando de la naturaleza, con algunas
consecuencias llamativas. En primer lugar, el bosque ha reconquistado antiguos espacios
agrarios y buena parte la fauna forestal se ha recuperado, en detrimento de la que
vivía en espacios abiertos. Las especies depredadoras de mediano y gran tamaño se
han visto beneficiadas, en contra de las especies presa de pequeño tamaño. Finalmente,
los animales antaño perseguidos han cambiado de costumbres tras perder el miedo,
de ahí que ahora haya jabalíes que atacan a los perros de los paseantes o
accidentes de tráfico provocados por corzos. Es el nuevo paradigma de la
conservación. La gente de la ciudad ya no tiene interés en cazar perdices,
palomas, conejos, liebres o codornices y su impacto directo sobre la fauna es
mucho menor. Las licencias de caza llevan una tendencia decreciente en las últimas décadas. Por contra, han aumentado los efectos indirectos debido a la
construcción de infraestructuras de transporte (autovías, autopistas, vías férreas,
puertos, aeropuertos) y nuevas centrales de suministro de energía:
aerogeneradores, plantas solares, embalses. Un mundo nuevo. ¡Lo nunca visto!
Conservar la
biodiversidad en un mundo post-industrial
En
este mundo post-industrial, la clave para conservar la biodiversidad no creo
que deba ser ni el desarrollo sostenible (un oxímoron en sí mismo) ni los
servicios ecosistémicos (de planteamiento muy antropocéntrico). Proteger
praderas de Posidonia, porque fijan
más dióxido de carbono que las selvas tropicales, o moluscos del género Conus, porque producen un analgésico
cien veces más potente que la morfina, son fines peligrosos. Hay soluciones
técnicas, como los sumideros artificiales de carbono o la síntesis química de sustancias
inventadas por la naturaleza, que pueden hacer que Posidonia y Conus sean prescindibles
a corto plazo. Parece más adecuado aspirar a mantener en funcionamiento los
procesos ecosistémicos, garantizar el funcionamiento de la maquinaria de la
naturaleza. Conservar vivos los procesos ecológicos y también los evolutivos
que generan los patrones que estamos acostumbrados a ver ahí fuera.
En
esta línea va por ejemplo el “rewilding”,
que en alguna versión blanda me parece bastante interesante. Las especies
exóticas, por cierto, pueden cumplir papeles de sustitutos funcionales muy
importantes en algunos casos y debemos tener la mente abierta a ello. Esto es
especialmente relevante en las islas, donde las comunidades están ya muy
simplificadas de por sí y la extinción neolítica se hizo notar de manera especial debido a que los
sistemas eran menos redundantes.
La restauración
ecológica
Toquetear
los procesos naturales siempre tiene efectos imprevistos de mayor o menor
magnitud. A mí las cuestiones de conservación cada vez me parecen más sociales
que biológicas. Las decisiones digamos sociopolíticas de conservación se
camuflan de ciencia muchas veces, aunque ésta no tenga nada que decir en
realidad ante las preferencias humanas. ¿Quieres un modelo de restauración de
un humedal que lo devuelva a su situación de hace 100 ó 1.000 años? Sírvase usted
mismo. ¿Quiere favorecer a los insectos, al suelo o a las aves cuando decide
sacar o no la madera muerta de un pinar quemado? A su gusto, no hay reglas
universales (3, 4). Una opción alternativa es estarse quieto y no hacer nada,
porque no se sabe en qué momento vamos a provocar un efecto imprevisto ni lo
grave que será. Así que todo depende de los riesgos que uno esté dispuesto a
asumir. En general, diría que lo más seguro es intervenir lo menos posible y
que se alcancen nuevos equilibrios espontáneamente; aunque sean eso:
completamente nuevos: novel ecosystems,
en su expresión inglesa.
Caminos de
futuro
La
única manera de combatir el actual expolio del planeta es acabar con las
desigualdades económicas, con la pobreza extrema. Los pobres han de enriquecerse,
como ya ocurre en China o la India, y los países ricos vamos a tener que
empobrecernos un tanto. También lo estamos haciendo ya y posiblemente como
consecuencia del enriquecimiento ajeno. A esto podemos llamarle “crisis mundial”,
pero más bien parece un proceso de suma cero. Dicho proceso estará en marcha
hasta que se alcance un nuevo equilibrio en el que el dinero ya no pueda fluir,
como el agua entre dos estanques al mismo nivel. Cuanto antes hagamos esa
transición, mejor. Menos pérdidas ambientales por el camino. La persistencia de
nuestros espacios protegidos (y no protegidos) en las zonas templadas del
planeta está bastante asegurada. Pero la catástrofe biológica tiene lugar allá
abajo (mirando desde aquí), precisamente donde se empaqueta la mayor parte de
la diversidad mundial, testigo de tiempos antiguos en los que el clima tropical o subtropical afectaba a la práctica totalidad del planeta. La biosfera que se salve será la que llegue a ese nuevo
punto de equilibrio. No veo otro camino. Los problemas son ya globales, no de
aldea.
La conservación
como sistema de valores y de emociones
La
conservación es sobre todo un sistema ético y sólo existe como realidad
objetiva en la compleja red que forman los cerebros del Homo sapiens. La segunda transición necesaria, además de acabar con
las desigualdades, es desarrollar una nueva ética planetaria de respeto y de
pertenencia al planeta. Eso tardará (quizás siglos) en ser una realidad, pero
hay que ir haciéndola crecer granito a granito. La ciencia tiene un importante
papel a jugar en el desarrollo de esa nueva ética por cierto. Una labor que
apenas está haciendo hoy en día.
De
momento, haríamos bien tratando de conseguir que la gente establezca más vínculos
emocionales con la naturaleza. La clave de la conservación está más en las
emociones que en el dinero que se invierta. Desde el punto de vista psicológico,
nosotros, los naturalistas, deberíamos estar dispuestos a perder un poco el
romanticismo del “lobo agreste en la cárcava ibérica”, aunque nos cueste, a cambio de que sea mucha
la gente interesada en ver al lobo vivo.
Son otros tiempos. Seguramente para bien. Mientras debemos tratar de
conseguir que, con todos los cambios que están sucediendo en el paisaje, aunque
las poblaciones de especies desfavorecidas se reduzcan mucho, no lleguen al
punto de no retorno, porque nuevas circunstancias sociopolíticas y económicas
pueden permitir que, a partir de esos reductos, las poblaciones vuelvan a
recuperarse y expandirse en el futuro, como un muelle cuando deja de estar
comprimido.
Bibliografía
(1) Diamond, J. (2013). El mundo hasta ayer. Debate. Barcelona.
(2) Martínez-Abraín, A. (2016). ¿Tienes
fuego? Quercus, 365: 6-8.
(3) Deryabina, T.G. y otros autores (2015).
Long-term census data reveal abundant wildlife
populations at Chernobyl. Current Biology, 25: R811-R826.
(4) Martínez-Abraín, A. (2014). Todo
depende. Quercus, 344: 6-8.
Muy bien expuesto. Enhorabuena.
ResponderEliminarUn comentario redundante: Con todos los matices que se quiera, hasta la Revolución Industrial, el territorio apanas cambió desde el que vivió un campesino del siglo XII en Europa hasta el de un erudito en el XVII. Fue el uso extendido de la energía exosomática de combustibles fósiles (Hasta entonces sólo contábamos con fuerza animal, agua y viento) el factor junto a los que tú mencionas demográficos y políticos, los que cambiaron este mundo.
Y me gusta mucho tu visión de la Conservación.
Un saludo