viernes, 1 de enero de 2016

Colmillo Blanco: raíces biológicas de la violencia de género

Nota del autor: Desearía que este artículo sirva a las activistas del siglo XXI para tener en cuenta que se enfrentan contra fuerzas muy antiguas y poderosas en su justa lucha por un mundo sin violencia de género. Y para que no caigan, por tanto, en el desaliento. ¡Seguramente se ha avanzado más en la igualdad de género por la vía cultural en los últimos 65 años que por la vía biológica en los últimos 3 millones de años! Ese es un motivo de gran optimismo. Tratamos con un asunto que, como todos los aspectos de la conducta humana, surge de la interacción de componentes culturales (ambientales, aprendidas) y de las biológicas (heredadas, instintivas), como no puede ser de otra manera en el animal humano. Aunque yo aquí me centro en la parte biológica, esta dualidad sirve para explicar o entender (no para justificar claro) la xenofobia, las guerras y también la violencia de género. Creo que es sano conocernos en profundidad y abiertamente (Nosce te ipsum dice el viejo lema greco-romano) para ver cómo podemos dirigirnos hacia un ser humano mejor y de la manera más rápida posible. Quizás la mejor estrategia educativa consista en enseñar que la situación biológica de partida pudo ser una de no violencia de género y que nuestro linaje camina de vuelta hacia ella desde hace mucho tiempo. También que influencia biológica no significa determinismo biológico, porque ahí está el ambiente ejerciendo su papel de modulación. Como dice Mat Ridley, los genes son sólo "los mecanismos de la experiencia" ya que las condiciones externas los activan y desactivan de manera dinámica. Seguramente porque el origen de la violencia de género se remonta en el tiempo muchísimo más atrás que el origen del patriarcado (que está ligado a la invención de la agricultura en los albores del Neolítico) nos esté resultando tan costoso acabar con ella. 
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“Colmillo Blanco” (White Fang) es el hermoso título de una novela de Jack London publicada en 1906. En ella narra las aventuras y desventuras de un perro lobo salvaje, en su camino hacia la domesticación, en el soberbio escenario del Yukón canadiense durante la fiebre del oro. Pero, además, es un repaso a la violencia en el mundo salvaje y, también, entre los seres humanos.

Tomaré prestado tan sugerente título para hablar de agresividad. O, mejor aún, de cómo las hembras de nuestro linaje vienen tratando de erradicar la violencia de los machos contra ellas. Un tema tristemente candente. Lo que quiero defender en estas líneas es una idea atrevida, pero no suicida. Por decirlo simple y llanamente: creo que la lucha por la no violencia de género se remonta en el linaje humano varios millones de años atrás, aunque normalmente pensemos que su historia empieza con las sufragistas de mediados del siglo XIX.

Esta idea me vino un buen día a la cabeza viendo uno de los numerosos y estupendos vídeos de conferencias de Juan Luis Arsuaga, codirector de las excavaciones de Atapuerca, que hay colgados en Internet. Os los recomiendo. Arsuaga suele decir que a menudo comienza sus charlas sobre evolución humana poniéndose en la boca un juego de dientes de plástico, de esos que se emplean para imitar a Drácula en las fiestas de disfraces. Lo hace con la intención de mostrar cómo deberíamos ser los seres humanos si hubiésemos seguido los pasos de nuestros ancestros. Es decir, si nuestro linaje no hubiera pasado por un largo proceso de reducción de los caninos en el pasado. No sólo de reducción, sino también de aplanamiento. Nuestros caninos actuales son similares a los incisivos, ya no tienen una sección circular. Basta con ver la dentición de driles, mandriles, macacos o babuinos para darnos cuenta de que nosotros somos muy diferentes en ese rasgo en relación a la mayoría de los primates. Sin embargo, no existe una explicación convincente de porqué eso es así. 

Posibles explicaciones
En primer lugar, es difícil encontrar una explicación ecológica que justifique por qué nuestros ancestros, empezando por Australopithecus (o incluso por Ardipithecus), tuvieron una ventaja adaptativa (dejaron más descendencia) por reducir sus colmillos, siendo como son importantes armas ofensivas y defensivas. Por otro lado, no hay evidencias convincentes de que ese rasgo se diera como mero subproducto obligado por otro cambio adaptativo (por ejemplo debido al engrosamiento de los molares al pasar Austrolopithecus a una dieta granívora en el suelo de la sabana o como subproducto de la relajación de los músculos maseteros). Es decir, a veces los cambios anatómicos van ligados y puede ser que un cambio adaptativo conlleve la aparición de otro rasgo que no tiene nada de adaptativo. Un ejemplo claro es el número de dedos que tenemos en la mano, del que ya he hablado en otras ocasiones (1), fijado en cinco por razones de índole contingente (neutras) y no adaptativas. También es complicado saber si el cambio en un rasgo es la causa o la consecuencia del cambio en otro rasgo. 

Una posible explicación (no mutuamente excluyente con la anterior idea de evolución como subproducto de algo más) es que el desarrollo tecnológico haya hecho innecesarios unos colmillos para defenderse o atacar, pero no veo la ventaja de que un macho pierda los colmillos pronunciados porque sea capaz de construir armas. Si tiene ambas cosas, ¡miel sobre hojuelas! Además, como decía más arriba, el proceso de reducción de caninos empezó muy temprano en la evolución de nuestro linaje, cuando la tecnología era aún muy básica.

Macho cautivo de dril (Mandrillus leucophaeus) en plena exhibición de sus poderosos caninos (Foto: BIOPARC Valencia)
Aunque las causas pueden ser multifactoriales parece que uno de los caminos más plausibles para explicar esta curiosidad de nuestra anatomía es la presión social. Como defendía Holloway en 1967, las sociedades de homínidos se fueron haciendo cada vez más cooperativas y podría haberse dado una selección a favor de los machos menos agresivos (2). Me parece plausible pero ¿cómo se daría esa selección? La única vía social que se me ocurre (sin recurrir a la selección de grupo) es la selección sexual, capaz de generar ese tipo de cambios. Y esa vía nos puede llevar muy lejos, veamos. 

Las preferencias de las hembras pueden hacer maravillas, como fomentar el desarrollo desmedido de las astas de los ciervos Megaloceros, más conocidos como alces gigantes irlandeses. Pero por el mismo mecanismo puede lograrse el efecto contrario, la reducción de otras estructuras. Diría que las hembras de Australopithecus, con los que comienza el linaje de los bípedos homínidos, comenzaron a seleccionar a los machos de colmillos menores para reproducirse, por la importante razón de que probablemente fuesen menos agresivos con ellas y con sus crías. La ventaja fundamental de tener parejas poco agresivas es que, además de hacer que se reciba menos castigo físico, favorece el paso desde un sistema de emparejamiento polígamo a otro fundamentalmente monógamo. Nuestros lejanos ancestros primates eran principalmente polígamos o, para ser más exactos, poligínicos; es decir, como los actuales gorilas, cuyos enormes machos dominan un harén de hembras de menor tamaño. Ese sistema funciona bien entre primates que nacen en un estado avanzado de desarrollo, como los gorilas, y no requieren por tanto un excesivo cuidado parental. Las hembras pueden apañárselas solas en la crianza.

Sin embargo, a partir de Australopithecus, hace entre 4 y 2 millones de años, y más aún con la entrada en escena del género Homo, el cráneo humano sufre un aumento y el cerebro se expande en paralelo. Esta encefalización, unida a cambios anteriores en la cadera debidos al bipedismo, hace que nuestras crías nazcan mucho antes de lo que debieran en relación con nuestro tamaño corporal. Sencillamente, las que no nacieron de forma prematura en el pasado lejano murieron al no poder atravesar el canal del parto y con ellas a menudo sus madres, que no legaron sus genes a las siguientes generaciones. Los genes que nosotros portamos son los de las hembras que tuvieron tendencia a parir de manera prematura a aquellos embriones de enormes cabezas a través de un canal del parto reducido por las exigencias que el equilibrio impone al bipedismo. Un asunto complejo.

El secreto de la monogamia
El caso es que nuestras crías nacen muy desvalidas. En el lenguaje de la zoología, son crías “altriciales”. En el fondo, todos hemos sido bebés prematuros. Por eso, desde tiempos remotos, las hembras del linaje humano han tratado de no estar solas en la crianza de tan torpes cachorros, lo que ha fomentado la monogamia. Han recurrido a varias estrategias, entra ellas ocultar el momento de la ovulación. Al contrario que las hembras de chimpancé, las hembras humanas no muestran signos externos patentes de estar en estro (3), aunque haya pruebas de que los hombres somos capaces de distinguir, por pistas nimias, que nuestras parejas están ovulando, quizás porque las encontramos más atractivas (4). Al ocultarles la ovulación, los machos han de mantenerse fieles a una pareja para garantizar la paternidad de su descendencia intercambiando sexo de manera frecuente. El nombre del juego es “pasa tus genes a la siguiente generación”. Ningún macho quiere cuidar a crías que no le pertenecen. Nacen así las tendencias monógamas de nuestra especie (8). Todo esto hablando desde un punto de vista estrictamente biológico; la cultura (es decir, la transmisión de conocimiento adquirido durante la vida en lugar de heredado por vía genética) sin embargo ha modulado estas cosas muy recientemente y hoy en día estamos encantados de adoptar niñas y niños que no son portadores de nuestros genes, aunque sí de nuestra influencia cultural, que es otra importante forma de herencia en el animal humano. Aunque incluso las mujeres que se implantan óvulos que no son suyos podrían ¡acabar modificándolos por vía epigenética y haciéndolos más suyos! (9). 

Otras pistas que parecen indicar el gran papel de la selección sexual en la evolución de nuestra especie son el reducido dimorfismo sexual entre hombres y mujeres. Los hombres son más corpulentos y fuertes, pero no demasiado si nos comparamos con lo que pasa entre los gorilas. Tampoco destacamos al comparar el tamaño de los testículos con los de un chimpancé, más obligado a la “competencia espermática” debido a su modo de emparejamiento promiscuo (5). Otros aspectos de la anatomía humana que podrían haber estado conducidos por selección sexual son la pérdida de las espinas peneanas de queratina (y quizás también la pérdida del hueso peneano o báculo) propio de los mamíferos, con el objetivo de fomentar cópulas más placenteras para las hembras. La pérdida de las espinas curiosamente produjo, como subproducto genético involuntario, la pérdida de las vibrisas (esos sensibles bigotes tan ostensibles en las nutrias, los gatos o las focas y también presentes en otros primates), al quedar ciertos genes desactivados debido a cambios en secuencias reguladoras. La presencia permanente de glándulas mamarias aumentadas en las hembras y de largos y gruesos penes en los machos (tanto en términos absolutos entre los primates como en términos relativos en relación al tamaño del cuerpo) serían otros factores vinculados al poder de la selección sexual en nuestra especie. Cuando en carnavales pintéis bigotes de felino a vuestros hijos o les coloquéis unos dientes alargados pensad que lo que estáis haciendo va mucho más allá de imitar a un leopardo; estáis yendo hacia atrás en la historia de nuestro propio linaje.

Padres mansos
En definitiva, las hembras de los primates monógamos habrían valorado, preferido y escogido a los machos menos agresivos y de caninos más pequeños a través del tiempo profundo. Sólo así se explica que los hombres seamos hoy en día, en su inmensa mayoría, pacíficos y amorosos padres de familia. En las especies polígamas sucede lo contrario: las hembras prefieren a los machos de caninos grandes, lo que reforzó la utilidad previa de los mismos en la lucha entre machos, haciéndose así aún más grandes (6). Entre los monógamos gibones, aunque ambos sexos cuentan con grandes caninos, los machos y las hembras no difieren en el tamaño de los mismos.  

Sería fácil contrastar esta hipótesis. Dado que en todas las especies de primates monógamos los caninos de ellas y ellos son de igual talla, bastaría con estudiar si en las especies polígamas (de colmillos desiguales entre sexos) hay más agresiones de los machos a las hembras y a las crías, mediante algún indicador de comportamiento. O incluso, dentro de los monógamos, ver si los machos que tienen colmillos más cortos son menos agresivos con las hembras y las crías.

Para ser justos, parece que las mujeres tienen cierta tendencia a elegir hombres de aspecto canalla para el sexo, pero prefieren a los pacíficos para cuidar de la progenie (véase 7 por ejemplo). Un probable atavismo de nuestro remoto pasado polígamo o promiscuo; un hecho que explicaría también que los pueblos humanos no seamos absolutamente monógamos hoy en día. Pero, al final, las mujeres terminan reproduciéndose con los machos más mansos por regla general. 

A modo de broma diré que mi referencia en la lucha por la no violencia de género ha dejado de ser la gran Silvia Federici para pasar a ser Lucy, aquella famosa hembra de Australopithecus afarensis de hace unos 3 millones de años, de la que ahora se celebra el 41 aniversario de su descubrimiento. Todo es muy antiguo sobre la faz de la Tierra y la lucha por la no violencia de los hombres contra las mujeres podría tener ¡unas raíces tan profundas como las de un colmillo blanco!

Y aún se podría rizar más el rizo. Si tenemos en cuenta que la especie conocida más basal de nuestro linaje (Ardipithecus ramidus) no mostraba dimorfismo sexual, con machos de caninos reducidos (8), es posible que toda esta lucha por la igualdad desde Austrolopithecus no sea sino un regreso a una situación de partida pacífica, en la que los machos y las hembras se entendían sin violencia por medio. Los bonobos habrían mantenido esta característica de nuestro último ancestro común. Chimpances y gorilas se habrían alejado, igual que los primeros Austrolopithecus. Entonces, como dice Frans de Waal, la cuestión radica realmente en averiguar qué forzó a aquellos lejanos representantes de nuestro linaje y del linaje de los chimpancés y gorilas a hacerse dimórficos y dominar sobre las hembras a la fuerza. Habrá que seguir investigando. 

Agradecimientos
Marta Vila aportó interesantes comentarios y referencias bibliográficas estupendas.  Mª Antonia Salvà proporcionó importantes sugerencias para mejorar el lenguaje y el mensaje del artículo. BIOPARC Valencia proporcionó la impactante fotografía que ilustra este artículo. Antonio Rosas leyó un borrador del escrito. 

Bibliografía

(1) Martínez-Abraín, A. (2010). Las vitrinas del museo. Quercus, 298: 6-8.
(2) Holloway, R.L. (1967). Tools and teeth: some speculations regarding canine reduction. American Anthropologist, 69: 63-67.
(3) Diamond, J. (1999). ¿Por qué es divertido el sexo? Random House Mondadori. Barcelona.
(4) Cobey, K.D. y otros autores (2013). Men perceive their female partners, and themselves, more attractive during ovulation. Biological Psychology, 94: 513-516.
(5) Arsuaga, J.L. (2012). El primer viaje de nuestra vida. Ediciones Planeta. Barcelona.
(6) Kappeler, P.M. y Van Schaik, C.P. (Eds.) (2004). Sexual selection in primates: new and comparative perspectives. Cambridge University Press. Cambridge (UK).
(7) Havlicek, J.; Roberts, S.C. y Flegr, J. (2005). Women’s preference for dominant male odour: effects of menstrual cycle and relationship status. Biology Letters, 22: 256-259.
(8) Lovejoy, C. (2009). Reexamining human origins in light of Ardipithecus ramidus. Science 326: 74-74. 
(9) Vilella et al. (2015)Hsa-miR-30-d, secreted by the human endometrium, is taken up by the pre-implantation embryo and might modify its transcriptome. Development 142:3210-3221. 


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