viernes, 2 de octubre de 2015

Subjetividad y conservación de la biosfera

Los naturalistas tendemos a pensar que, en materia de conservación de la diversidad biológica, lo mejor es tomar decisiones siguiendo sólo criterios objetivos. Sin embargo, parece que la mayoría de las personas prefiere guiarse por criterios subjetivos, basados en su propia relación personal con la biosfera. Quizá deberíamos buscar un equilibrio entre ambas visiones del mundo.

Nuestra especie ha seguido una evolución muy particular. Aunque nuestro desarrollo como personas a lo largo de la vida (ontogenia) se caracteriza por ser lento, nuestra historia evolutiva (filogenia) ha sido tremendamente veloz. Pensad, por ejemplo, que hace apenas 10 millones de años compartimos un ancestro común con los actuales chimpancés y bonobos. Y hay pruebas de que, en tiempos del Homo ergaster, hace casi dos millones de años, nuestros ancestros africanos ya era capaces de gestionar el fuego con fines cinegéticos. Antes pensábamos que el dominio del fuego era cosa de neandertales europeos, de hace medio millón de años, pero ahora sabemos que el uso del fuego se remonta mucho más atrás en el tiempo. 

El origen del Homo sapiens arcaico, no tiene más de  200.00 años. El primer intento de nuestra especie de salir de África se produjo hace unos 100.000 años y unas decenas de miles de años después, hace entre 70 y 75.000 años, sufrimos un declive numérico catastrófico, con su correspondiente cuello de botella genético, que nos redujo  a unos pocos miles de mujeres fértiles (la Eva mitocondrial de los genéticos). Pero, sorprendentemente, conseguimos resurgir de nuestras cenizas y hace unos 40.000 años invadimos Eurasia y Oceanía. En este proceso fue donde se gestó el ser humano moderno, donde nacimos realmente "nosotros". Fue poco después cuando apareció el arte parietal en las cuevas del sur de Europa. Surgen por primera vez actividades no prácticas, no dirigidas directamente a nuestra supervivencia. Nosotros somos descendientes directos de aquellos primeros humanos modernos que entraron en Iberia hace 40.000 años y que fueron adquiriendo posteriormente las modas y costumbres neolíticas transmitidas desde el oriente europeo y también sus genes. 

Aquellos supervivientes africanos del invierno nuclear causado probablemente por la explosión del supervolcán Toba, en la actual Sumatra, no fueron unos individuos cualesquiera. Tampoco fueron los más fuertes ni los más inteligentes. Los seleccionados fueron personas con una mente especialmente “alucinada”, como le gusta recordarnos a Juan Luis Arsuaga, co-director de las excavaciones de Atapuerca.

Cacería de ciervos representada en la Cova dels Cavalls, uno de los abrigos del barranco de La Valltorta (Tirig, Castellón). Las pinturas tienen unos 7.000 años de antigüedad. Como resultado de la mente simbólica, que hace tan complejo al ser humano, el arte rupestre levantino no copiaba del natural sino que se alimentaba de nuestros sueños y alucinaciones (foto: Rafael Martínez Valle).

Raciocinio objetivo y subjetivo
Nuestros antepasados más directos eran seres dotados de una imaginación inusitada, capaces de reinventar el mundo a su antojo, lo que les dio esperanzas para sobrevivir tras aquella enorme catástrofe natural. Crearon mitos, símbolos y seres mágicos, que les llevaron a imaginar que somos dioses o hijos de dioses, creados a imagen y semejanza de seres todopoderosos (pensad en la gran afición de los niños ante los objetos humanos poderosos como grúas y camiones y su admiración por los superhéroes). También esa extraña característica humana que llamamos arte (en todas sus manifestaciones) es hija y consecuencia de todo ello (de la selección de la mente simbólica) y nació estrechamente ligada a los primeros ritos mágicos, a los primeros chamanes o chamanas. Es posible que, a partir de ese momento, que podemos situar en torno a las pinturas de Altamira, Lascaux y Chaveut, el pensamiento mágico pasara de ser un mero subproducto de nuestra encefalización a convertirse (por co-opción o reutilización) en un producto netamente adaptativo. Así, la trascendencia, el símbolo y la magia se convirtieron en un factor capaz de incrementar nuestra eficacia biológica (son una exaptación en definitiva).


Petroglifo de la Edad del Bronce en Laxe da Carballos (Parque Arqueológico de Campo Lameiro, Pontevedra). Se observa perfectamente un gran ciervo astado con flechas clavadas y una cuerda al cuello. Foto del autor. De nuevo, la escena es una recreación propia de la compleja mente simbólica humana. Foto del autor.  
Un guerrero paleolítico dotado de esas herramientas psicológicas no era invencible, pero sí al menos difícil de batir (tenía esperanza, fe en el futuro, capacidad de autosuperación, como un ciclista cuando trepa a dos ruedas una montaña bien empinada). Estaba guiado y fortalecido por un impulso fuera de lo puramente objetivo. Un impulso racional, pero subjetivo, distinto a las emociones que heredamos de los primares, que incorporó a su percepción de la realidad. De alguna manera, ese impulso era tan real como el hacha y la flecha. Cuando el ser humano desde entonces imagina ángeles, en cierto modo estos se convierten en realidad (1). Así somos y hemos sido, desde la invención de la rueda hasta la teoría de la relatividad. Conviene no olvidarlo.

Para bien o para mal, estamos lejos de ser esos seres capaces de total objetividad que creemos o nos gustaría ser. Esos que toman decisiones basadas únicamente en la evidencia. Ese sería un ser humano imaginario, casi tan inventado como los ángeles. Es cierto que cada día adoptamos decisiones con nuestro cerebro pensante, aunque imbuido de emociones. Pero además de las ecuaciones de Einstein, ese cerebro pensante nuestro puede generar monstruos a partir de los goyescos sueños de la razón o relojes fundentes en los cuadros de Dalí. Ambas vías racionales, la objetiva y la subjetiva, son intentos de explicar la realidad. Ambas rayan a igual altura y son dignas de respeto, como propiedades que nos definen como seres humanos, con nuestras glorias y nuestras contradicciones, ya digo para bien o para mal, nos guste o no nos guste.

Ballenas atrapadas por el hielo
El 27 de octubre de 1988 el diario El País se hizo eco de la liberación de un par de ballenas grises en Alaska gracias a la colaboración de dos rompehielos soviéticos, un equipo norteamericano y varios grupos de esquimales. En la operación de rescate se invirtió aproximadamente un millón de dólares, mucho dinero para lo que suele dedicarse a la conservación efectiva de cetáceos o de cualquier otra cosa. No obstante, el bloqueo accidental de ballenas debe ser habitual en el Ártico y no tiene mayor consecuencia objetiva para el destino de las especies afectadas. Son, por así decirlo, anécdotas desafortunadas. Gastar tanto dinero en liberar a dos ballenas, atrapadas por causas naturales, puede calificarse de insensatez. Sin embargo, desde el momento en que la escena sucede ante los ojos de un ser humano, cobra una nueva dimensión. Sobre todo si luego se difunde a todo el mundo a través de la televisión.

Es entonces cuando se despiertan profundas emociones relacionadas con la ayuda ante las adversidades y pensamientos subjetivos como el apoyo, la solidaridad y la empatía. Lo que no es estrictamente un problema de conservación de la biosfera acaba por convertirse en un asunto importante. Las dimensiones emotiva y racional-subjetiva  del ser humano lo acaparan y lo acrecientan. Además el asunto de las ballenas tuvo lugar en plena Guerra Fría, antes de la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989. En semejante tesitura, las ballenas pudieron servir de excusa, conscientemente o no, para demostrar buenas intenciones entre Oriente y Occidente.

Descastes de gaviotas
Veamos otro ejemplo, aunque en sentido contrario: los descastes de gaviotas patiamarillas también se explican desde esta perspectiva dual. No hay en realidad razones biológicas que los justifiquen, por mucho que se empeñen sus promotores en darles un tinte científico. En realidad, las gaviotas se matan porque las personas las perciben como un problema. Las razones son varias pues, aparte de ser abundantes y depredadoras, resultan molestas, ensucian los yates de los ricos y pueden comerse el bocadillo de los niños en el recreo. Incluso, en determinadas circunstancias, llegan a ser agresivas. Ninguno de estos inconvenientes genera graves impactos, sino más bien algunas protestas y cierta alarma social. Poco o nada tienen que ver aquí la biología o la ecología.

En situaciones como esta suelen haber una disparidad de criterio entre los biólogos teóricos y los que se encargan de gestionar las especies sobre el terreno. Los primeros hacen bien su trabajo y están en lo correcto cuando recomiendan que no se hagan descastes, tanto por ser innecesarios como por su escasa eficacia en la mayoría de los casos. Pero los segundos no dejan de tener cierta razón cuando se sienten entre la espada y la pared, hoy más bien un muro de Facebook. ¿Qué hacer? ¿Quién procede correctamente? ¿El que abandera la vía objetiva o el que enarbola la postura subjetiva, más humana si se quiere?

Doble perspectiva
Yo no voy a dar la respuesta. No la tengo. Sólo estoy convencido de que ambos universos deben hablar y entenderse. Sabiendo, eso sí, de dónde viene cada uno y poniendo de su parte para entender al otro. Quizá de ahí emanen soluciones justas e intermedias, que contenten la visión subjetiva, centrada en el ser humano, pero sin producir grandes daños en los ecosistemas, que con frecuencia no precisan de intervención alguna.

Pero, desde luego, no podemos seguir como estamos, sujetos a posturas estrictas y sin solapamiento en las mesas de negociación. Todo esto vale tanto para las ballenas atrapadas en el hielo, como para las plagas de topillos en Castilla, para los descastes de aves molestas o para el futuro del lobo ibérico. Cada uno encontrará, sin más ayuda, aplicación a lo que digo en su problema favorito o más cercano. No minusvaloremos ninguna de las maneras de manifestarse del complejo cerebro pensante del ser humano. Somos tanto un manojo de pensamientos alucinados como una cabeza cartesiana. Las dos cosas han sido vitales para llegar hasta aquí. Las dos visiones del mundo aportan belleza de uno u otro tipo y son complementarias. Puede ser una situación de partida que quizá consideremos indeseable, pero es la que hay, producto de una larga y contingente historia evolutiva. Con tales mimbres tendremos que tejer los cestos que deseamos, como dice el refrán. Son los únicos mimbres que tenemos y hemos de usarlos de la mejor manera posible. 

Bibliografía

(1) Slobodkin, L.B. (2001). The good, the bad and the reified. Evolutionary Ecology Research, 3: 1-13.



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