Los naturalistas tendemos a pensar que, en materia de conservación de
la diversidad biológica, lo mejor es tomar decisiones siguiendo sólo criterios
objetivos. Sin embargo, parece que la mayoría de las personas prefiere guiarse
por criterios subjetivos, basados en su propia relación personal con la
biosfera. Quizá deberíamos buscar un equilibrio entre ambas visiones del mundo.
Nuestra especie ha seguido una
evolución muy particular. Aunque nuestro desarrollo como personas a lo largo de
la vida (ontogenia) se caracteriza por ser lento, nuestra historia evolutiva
(filogenia) ha sido tremendamente veloz. Pensad, por ejemplo, que hace apenas
10 millones de años compartimos un ancestro común con los actuales chimpancés y
bonobos. Y hay pruebas de que, en tiempos del Homo
ergaster, hace casi dos
millones de años, nuestros ancestros africanos ya era capaces de gestionar el
fuego con fines cinegéticos. Antes pensábamos que el dominio del fuego era cosa
de neandertales europeos, de hace medio millón de años, pero ahora sabemos que el
uso del fuego se remonta mucho más atrás en el tiempo.
El origen del Homo sapiens arcaico, no tiene más de 200.00 años. El primer intento de nuestra especie de salir de África se produjo hace unos 100.000 años y unas decenas de
miles de años después, hace entre 70 y 75.000 años, sufrimos un
declive numérico catastrófico, con su correspondiente cuello de botella
genético, que nos redujo a unos pocos
miles de mujeres fértiles (la Eva mitocondrial de los genéticos). Pero,
sorprendentemente, conseguimos resurgir de nuestras cenizas y hace unos 40.000 años
invadimos Eurasia y Oceanía. En este proceso fue donde se gestó el ser humano moderno, donde nacimos realmente "nosotros". Fue poco después cuando apareció el arte parietal en
las cuevas del sur de Europa. Surgen por primera vez actividades no prácticas, no dirigidas directamente a nuestra supervivencia. Nosotros somos descendientes
directos de aquellos primeros humanos modernos que entraron en Iberia hace
40.000 años y que fueron adquiriendo posteriormente las modas y costumbres neolíticas transmitidas desde el oriente europeo y también sus genes.
Aquellos supervivientes africanos
del invierno nuclear causado probablemente por la explosión del supervolcán Toba, en la
actual Sumatra, no fueron unos individuos cualesquiera. Tampoco fueron los más
fuertes ni los más inteligentes. Los seleccionados fueron personas con una mente especialmente “alucinada”, como
le gusta recordarnos a Juan Luis Arsuaga, co-director de las excavaciones de Atapuerca.
Raciocinio objetivo y subjetivo
Nuestros antepasados más directos
eran seres dotados de una imaginación inusitada, capaces de reinventar el mundo
a su antojo, lo que les dio esperanzas para sobrevivir tras aquella enorme catástrofe
natural. Crearon mitos, símbolos y seres mágicos, que les llevaron a imaginar
que somos dioses o hijos de dioses, creados a imagen y semejanza de seres
todopoderosos (pensad en la gran afición de los niños ante los objetos humanos
poderosos como grúas y camiones y su admiración por los superhéroes). También
esa extraña característica humana que llamamos arte (en todas sus manifestaciones) es hija y consecuencia de
todo ello (de la selección de la mente simbólica) y nació estrechamente ligada
a los primeros ritos mágicos, a los primeros chamanes o chamanas. Es posible que, a partir de ese momento, que
podemos situar en torno a las pinturas de Altamira, Lascaux y Chaveut, el
pensamiento mágico pasara de ser un mero subproducto de nuestra encefalización
a convertirse (por co-opción o reutilización) en un producto netamente
adaptativo. Así, la trascendencia, el símbolo y la magia se convirtieron en un
factor capaz de incrementar nuestra eficacia biológica (son una exaptación en definitiva).
Un guerrero paleolítico dotado de esas herramientas psicológicas no era invencible, pero sí al menos difícil de batir (tenía esperanza, fe en el futuro, capacidad de autosuperación, como un ciclista cuando trepa a dos ruedas una montaña bien empinada). Estaba guiado y fortalecido por un impulso fuera de lo puramente objetivo. Un impulso racional, pero subjetivo, distinto a las emociones que heredamos de los primares, que incorporó a su percepción de la realidad. De alguna manera, ese impulso era tan real como el hacha y la flecha. Cuando el ser humano desde entonces imagina ángeles, en cierto modo estos se convierten en realidad (1). Así somos y hemos sido, desde la invención de la rueda hasta la teoría de la relatividad. Conviene no olvidarlo.
Un guerrero paleolítico dotado de esas herramientas psicológicas no era invencible, pero sí al menos difícil de batir (tenía esperanza, fe en el futuro, capacidad de autosuperación, como un ciclista cuando trepa a dos ruedas una montaña bien empinada). Estaba guiado y fortalecido por un impulso fuera de lo puramente objetivo. Un impulso racional, pero subjetivo, distinto a las emociones que heredamos de los primares, que incorporó a su percepción de la realidad. De alguna manera, ese impulso era tan real como el hacha y la flecha. Cuando el ser humano desde entonces imagina ángeles, en cierto modo estos se convierten en realidad (1). Así somos y hemos sido, desde la invención de la rueda hasta la teoría de la relatividad. Conviene no olvidarlo.
Para bien o para mal, estamos
lejos de ser esos seres capaces de total objetividad que creemos o nos gustaría
ser. Esos que toman decisiones basadas únicamente en la evidencia. Ese sería un
ser humano imaginario, casi tan inventado como los ángeles. Es cierto que cada
día adoptamos decisiones con nuestro cerebro pensante, aunque imbuido de
emociones. Pero además de las ecuaciones de Einstein, ese cerebro pensante nuestro
puede generar monstruos a partir de los goyescos sueños de la razón o relojes
fundentes en los cuadros de Dalí. Ambas vías racionales, la objetiva y la
subjetiva, son intentos de explicar la realidad. Ambas rayan a igual altura y
son dignas de respeto, como propiedades que nos definen como seres humanos,
con nuestras glorias y nuestras contradicciones, ya digo para bien o para mal, nos guste o no nos guste.
Ballenas atrapadas por el hielo
El 27 de octubre de 1988 el
diario El País se hizo eco de la liberación de un par de ballenas grises
en Alaska gracias a la colaboración de dos rompehielos soviéticos, un equipo
norteamericano y varios grupos de esquimales. En la operación de rescate se
invirtió aproximadamente un millón de dólares, mucho dinero para lo que suele
dedicarse a la conservación efectiva de cetáceos o de cualquier otra cosa. No
obstante, el bloqueo accidental de ballenas debe ser habitual en el Ártico y no
tiene mayor consecuencia objetiva para el destino de las especies afectadas.
Son, por así decirlo, anécdotas desafortunadas. Gastar tanto dinero en liberar
a dos ballenas, atrapadas por causas naturales, puede calificarse de insensatez.
Sin embargo, desde el momento en que la escena sucede ante los ojos de un ser
humano, cobra una nueva dimensión. Sobre todo si luego se difunde a todo el
mundo a través de la televisión.
Es entonces cuando se despiertan
profundas emociones relacionadas con la ayuda ante las adversidades y
pensamientos subjetivos como el apoyo, la solidaridad y la empatía. Lo que no
es estrictamente un problema de conservación de la biosfera acaba por
convertirse en un asunto importante. Las dimensiones emotiva y racional-subjetiva
del ser humano lo acaparan y lo
acrecientan. Además el asunto de las ballenas tuvo lugar en plena Guerra Fría,
antes de la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989. En semejante
tesitura, las ballenas pudieron servir de excusa, conscientemente o no, para
demostrar buenas intenciones entre Oriente y Occidente.
Descastes de gaviotas
Veamos otro ejemplo, aunque en
sentido contrario: los descastes de gaviotas patiamarillas también se explican
desde esta perspectiva dual. No hay en realidad razones biológicas que los
justifiquen, por mucho que se empeñen sus promotores en darles un tinte científico.
En realidad, las gaviotas se matan porque las personas las perciben como un
problema. Las razones son varias pues, aparte de ser abundantes y depredadoras,
resultan molestas, ensucian los yates de los ricos y pueden comerse el
bocadillo de los niños en el recreo. Incluso, en determinadas circunstancias,
llegan a ser agresivas. Ninguno de estos inconvenientes genera graves impactos,
sino más bien algunas protestas y cierta alarma social. Poco o nada tienen que
ver aquí la biología o la ecología.
En situaciones como esta suelen
haber una disparidad de criterio entre los biólogos teóricos y los que se
encargan de gestionar las especies sobre el terreno. Los primeros hacen bien su
trabajo y están en lo correcto cuando recomiendan que no se hagan descastes,
tanto por ser innecesarios como por su escasa eficacia en la mayoría de los
casos. Pero los segundos no dejan de tener cierta razón cuando se sienten entre
la espada y la pared, hoy más bien un muro de Facebook. ¿Qué hacer? ¿Quién
procede correctamente? ¿El que abandera la vía objetiva o el que enarbola la
postura subjetiva, más humana si se quiere?
Doble perspectiva
Yo no voy a dar la respuesta. No
la tengo. Sólo estoy convencido de que ambos universos deben hablar y
entenderse. Sabiendo, eso sí, de dónde viene cada uno y poniendo de su parte
para entender al otro. Quizá de ahí emanen soluciones justas e intermedias, que
contenten la visión subjetiva, centrada en el ser humano, pero sin producir
grandes daños en los ecosistemas, que con frecuencia no precisan de
intervención alguna.
Pero, desde luego, no podemos
seguir como estamos, sujetos a posturas estrictas y sin solapamiento en las
mesas de negociación. Todo esto vale tanto para las ballenas atrapadas en el
hielo, como para las plagas de topillos en Castilla, para los descastes de aves
molestas o para el futuro del lobo ibérico. Cada uno encontrará, sin más ayuda,
aplicación a lo que digo en su problema favorito o más cercano. No
minusvaloremos ninguna de las maneras de manifestarse del complejo cerebro
pensante del ser humano. Somos tanto un manojo de pensamientos alucinados como
una cabeza cartesiana. Las dos cosas han sido vitales para llegar hasta aquí.
Las dos visiones del mundo aportan belleza de uno u otro tipo y son
complementarias. Puede ser una situación de partida que quizá consideremos
indeseable, pero es la que hay, producto de una larga y contingente historia
evolutiva. Con tales mimbres tendremos que tejer los cestos que deseamos, como
dice el refrán. Son los únicos mimbres que tenemos y hemos de usarlos de la
mejor manera posible.
Bibliografía
(1) Slobodkin, L.B.
(2001). The good,
the bad and the reified. Evolutionary Ecology Research, 3: 1-13.
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