martes, 4 de noviembre de 2014

Naturaleza neolítica

A menudo pensamos que la agricultura y la ganadería son obras maestras de nuestra especie, un excelso logro cultural que nos distingue del resto de las formas vivas. Sin embargo, bien mirada, la naturaleza está llena de ejemplos sofisticados de agricultura y ganadería, tanto a pequeña como a gran escala.

A primera vista, podría dar la sensación de que la naturaleza es fundamentalmente paleolítica, es decir, cazadora-recolectora. Los animales sobreviven cazando y recogiendo lo que encuentran. Sin embargo, la realidad es siempre mucho más compleja: hay formas de agricultura y ganadería que no son de reciente invención ni están protagonizadas por grandes vertebrados.

Hormigas agricultoras y ganaderas
Un caso bien conocido es el de las hormigas cortadoras de hojas de los géneros Acromyrmex y Atta que habitan en las selvas tropicales americanas. Con las hojas que cortan y mastican crean en el interior de sus hormigueros un lecho donde cultivan hongos de la familia Agaricaceae (la familia del champiñón común, para entendernos). Más adelante, estos hongos servirán de alimento a larvas y adultos. Así pues, entre hormigas y hongos se establece una relación mutualista compleja, ya que las primeras se ocupan de mantener libres de plagas a los segundos y estos les proporcionan su sustento vital. Incluso parece que las hormigas impiden la aparición de otros hongos parásitos mediante unas sustancias antimicrobianas que generan unas bacterias simbiontes que albergan en su interior. ¡Ahí es nada!

Aparte de las hormigas, el cultivo de hongos con fines alimenticios también ha sido desarrollado por termitas y por barrenillos del género Xyleborus. En ambos casos, los insectos acarrean esporas del hongo sobre su propio cuerpo hasta que acaban germinando en las galerías que excavan en los árboles.

Hormigas pastoreando a un grupo de pulgones sobre Galactites tomentosa. Las hormigas hicieron su particular tránsito a la ganadería mucho antes de que los humanos la inventaran a comienzos del Neolítico. Foto del autor.

En cuanto a la ganadería, un ejemplo asimismo bien conocido es el de las hormigas que pastorean pulgones. Ni siquiera hace falta viajar a la selva tropical para presenciarlo. Basta con fijarse en cualquier planta ruderal, por humilde que sea, incluso en un escenario tan pobre como las escombreras de los pueblos. Las hormigas se encargan de mantener a los pulgones libres de depredadores y competidores. A cambio, “ordeñan” el dulce y nutritivo líquido que segregan los pulgones a partir de los jugos vegetales. Tenían que ser las hormigas, con sus complejas sociedades, las más capacitadas para desarrollar unos medios de subsistencia no anclados en el Paleolítico.

Currucas que plantan su propio alimento
Más llamativos resultan los pajarillos que dispersan frutos y semillas en el matorral mediterráneo. En apariencia, currucas, petirrojos, colirrojos y mirlos son aves cazadoras-recolectoras. Durante buena parte del año se alimentan de los insectos que cazan y sólo durante el otoño se cambian a un régimen frugívoro para aprovechar la fructificación del matorral. Sin embargo, hay mucha complejidad encubierta.

Pensemos, por ejemplo, en las currucas cabecinegras (Sylvia melanocephala), legítimas residentes del matorral mediterráneo dado que habitan en él a lo largo de todo el año. Muchas otras especies que comen y dispersan frutos son en realidad “turistas” que sólo visitan la región mediterránea en los meses de otoño. Pero no deja de ser curioso que la labor de dispersión que realizan las avecillas migradoras otoñales coincida con los intereses de las especies residentes. Bien es cierto que, a corto plazo, las aves en paso consumen recursos que podrían aprovechar las residentes, pero también contribuyen a sembrar unos arbustos que, a largo plazo, supondrán alimento y hábitat tanto para sedentarias como para pasajeras. En caso contrario se habría establecido un conflicto histórico entre residentes e inmigrantes.

A juzgar por los restos fósiles encontrados, las currucas pueden llevar de 2 a 3 millones de años sobre el planeta. Durante todo ese tiempo han estado comiendo y dispersando sus frutos preferidos, dando con ello, sin querer, una forma particular al paisaje. Es decir, la maquia que vemos ahí fuera en las zonas mediterráneas no es una formación vegetal que da de comer a las currucas, sino que las currucas han hecho que sus plantas favoritas abunden ahora por doquier. Se mueven entre las plantas de su “huerto” (una huerta de lentiscos, aladiernos, acebuches, mirtos, madreselvas, madroños), crían sobre ellas y quizá se coman los insectos que estas plantas atraigan. En lugar de confiar en que provea la providencia, prefieren “arrimar el ascua a su sardina”.

Como recordaba en un artículo publicado en esta misma sección (1), las currucas fabrican su sustento a la chita callando; incrementan la capacidad de carga del medio y, en definitiva, dan forma al paisaje donde las vemos. En un plano metafórico, podríamos decir que la presencia de una curruca en un lentiscar no es muy distinta a la de un agricultor en un melonar. Al fin y al cabo, son artífices de sus respectivas obras. El azar no juega un papel tan importante como las preferencias deterministas. No sólo hay más lentiscos porque hay currucas dispersándolos, sino que hay más currucas porque ellas mismas se encargan de dispersar su fuente de alimento.

Juntos, pero no revueltos
Entramos así en un bucle que se retroalimenta de manera positiva: a más currucas más lentisco y a más lentisco más currucas. Ya tenemos el monte convertido en una fábrica de currucas y a las currucas convertidas en las ingenieras del paisaje. Como contaba Carlos M. Herrera en unos preciosos artículos publicados hace ya 25 años (2, 3), las currucas capirotadas (Sylvia atricapilla) pueden provocar que ciertas plantas hemiparásitas obligadas, como el bayón (Osyris quadripartita) desarrollen su parasitismo de manera preferente con una especie del matorral. Esto sucede porque las semillas del bayón viajan en las heces de las aves junto a las semillas de las plantas predilectas y, en consecuencia, acaban por germinar junto a éstas. Este proceso se retroalimenta positivamente en el tiempo. No hace falta pues invocar un mecanismo de coevolución para explicar la asociación entre lentiscos y bayones. Simplemente, el proceso ecológico de interacción entre plantas y dispersores de semillas acaba generando el patrón de asociación y abundancias relativas que observamos. A estos casos de íntima interacción entre especies, que no son el resultado de un proceso evolutivo, el ecólogo norteamericano Daniel Janzen los define como “ecological fitting” (4), algo así como un ajuste o encaje ecológico. El caso de las currucas y sus plantas nutricias, que Herrera denominó en su día “habitat shapping” (“dando forma al hábitat”) sería un caso de libro del proceso Janziano de “ecological fitting”.

Pero, curiosamente, tales procesos pueden sentar las bases de futuras relaciones evolutivas. Por ejemplo, desconozco si el torvisco (Daphne gnidium) y los acebuches (Olea europaea var. sylvestris) tienen en Mallorca algún tipo de asociación simbiótica mediada por micorrizas. Pero podrían acabar teniéndola porque los dispersores de ambas plantas suelen depositar sus excrementos (con las semillas de ambas plantas juntas o no) desde las ramas de los acebuches que hacen de posaderos o dormideros, lo que fomenta el crecimiento del torvisco bajo la copa de estos olivos silvestres. El escenario está servido para que, por medios naturales de selección, pueda prosperar una simbiosis si el azar ofrece la ocasión. La contingencia desde luego juega a su favor.

Los termiteros acaban convirtiéndose con el tiempo en viveros de árboles (y siendo por tanto destruidos) debido a la germinación de semillas recolectadas por las termitas y no consumidas. Las termitas plantan árboles pues y mantienen la estructura de la sabana arbolada tanto al cosechar gramíneas como al plantar árboles. Su efecto sobre el paisaje es mayor que el de los ejércitos de ungulados diurnos. Foto del autor en el parque nacional de Tsavo (Kenia).

Efectos sobre el paisaje
Estos ejemplos de organismos pequeños y discretos, pero capaces de llevar a cabo actividades que consideramos culturalmente sofisticadas, como la agricultura y la ganadería, deberían servirnos de doble lección. Por un lado, nos trasladan un mensaje de humildad. No somos tan importantes y tan singulares como pensamos, ni tan distintos del resto de la naturaleza. Somos más bien unos recién llegados, mientras que la naturaleza ha tenido millones de años para innovar, especialmente entre los insectos, que es el grupo zoológico más diverso.

Por otro lado, la naturaleza no es una escala de progreso que siga un curso de complicación progresiva. Entre los insectos pueden evolucionar técnicas “neolíticas” de autoabastecimiento independientes de la caza y la recolección, cuyas repercusiones en el paisaje sean enormes y diversas. La actividad agricultora del arrendajo, que siembra bellotas en el encinar, perpetúa el paisaje, le da forma y le garantiza, a la vez, una despensa a largo plazo. Pero también es cierto que las termitas siembran involuntariamente árboles en el paisaje abierto de la sabana. Una actividad que se vuelve en su contra, por cierto, al destruir los enormes edificios termiteros. De lo pequeño y lo simple emerge un patrón macroscópico complejo y mucho menos azaroso de lo que parece a primera vista. Cuando coinciden los intereses a corto plazo (como comer) y a largo plazo (como fomentar la disponibilidad del recurso comida), las especies han dado sin duda con una estrategia perdurable en el tiempo, sin necesidad de grandes cambios, hasta que las reglas del juego cambien drásticamente.


Bibliografía

(1) Martínez-Abraín, A. (2013). El reclamo de la curruca. Quercus, 329: 6-7.
(2) Herrera, C.M. (1988). Habitat-shaping, host plant use by a hemiparasitic shrub, and the importance of gut fellows. Oikos, 51: 383-386.
(3) Herrera, C.M. (1985). Habitat-consumer interactions in frugivorous birds. En Habitat selection in birds, 341-365. M. Cody (ed.). Academic Press. New York.
(4) Janzen, D.H. (1985). On ecological fitting. Oikos, 45: 308-210. 
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martes, 7 de octubre de 2014

Todo depende

No es posible dar respuestas absolutas, universales, en ecología aplicada. Todas deben matizarse, pues dependen de las condiciones locales, que varían de sitio en sitio y de año en año. Para desgracia de nuestro cerebro dicotómico, amante de la seguridad de poder identificar en absoluto a buenos y malos, en lugar de en relativo a mejores y peores, la realidad se mueve en una amplia escala de grises.

Tratamos con sistemas naturales complejos, en los que juegan su papel distintos fenómenos: deterministas (evolución por selección natural), contingentes (dependientes de las condiciones previas) y estocásticos (azarosos), además de los ajustes en tiempo ecológico según la plasticidad de cada especie. Tocar una pieza de estos sistemas es garantía de complicaciones. Por ejemplo, en la isla Mercury (Namibia) la deseable recolonización por parte de otáridos de la especie Arctocephalus pusillus tuvo como consecuencia el desplazamiento de diversas colonias de aves marinas amenazadas, como el pingüino de El Cabo (Spheniscus demersus) y los cormoranes de El Cabo (Phalacrocorax capensis) y de bajío (P. neglectus) (1).

Otro ejemplo de que es imposible contentar a todos sería la creciente densidad de ungulados en los encinares mediterráneos, que acaba por reducir las poblaciones de roedores, los cuales contribuyen a dispersar las bellotas de encinas y robles. Así que, a la larga, los bosques no sólo se verán afectados por el ramoneo directo de los ungulados sobre los árboles ya crecidos, sino que el reclutamiento de nuevos ejemplares se verá reducido por la escasez de dispersores de semillas (2). Es todo muy complicado. Hay casos en la literatura científica de incremento de águilas reales o imperiales que coinciden con bajones de águilas perdiceras, lo que induce a sospechar que exista una relación de causa-efecto. Así que, ¿es bueno tener altas densidades de lobos de mar, ciervos o águilas reales? Pues, depende de para qué, para quién o en qué momento.

Sacas de madera quemada tras el incendio de Andratx (Mallorca) en noviembre de 2013. ¿Debe sacarse la madera quemada? Pues, desafortunadamente, la respuesta depende del especialista al que consultes. Los resultados serán distintos según centremos nuestra atención en el suelo, la vegetación, los insectos o las aves. (Foto del autor)

¿Conviene sacar madera después de los incendios forestales?
¡Cómo le gustaría a un gestor ambiental tener una respuesta contundente a esta pregunta! Sin embargo, no la hay. Los incendios forestales son de muchos tipos. Por ejemplo, pueden ser grandes o pequeños y la respuesta es distinta según esta variable. También pueden afectar a muchas especies arbóreas distintas y las respuestas vuelven a ser distintas para cada una de ellas. Quizá podamos responder a la pregunta en el caso de un incendio pequeño y que afecte a una especie concreta, pero aún así dependerá de si lo analizamos desde una perspectiva ornitológica, entomológica o botánica.

En efecto, un reciente trabajo (3) concluye que la extracción de madera quemada en pequeños incendios de pino carrasco (Pinus halepensis) beneficia a las aves de medios abiertos, que van de capa caída desde el éxodo rural y la consiguiente recuperación del tapiz vegetal. ¡Un paisaje que no se veía desde antes de la revolución agrícola del Neolítico! Pero, sin duda, este resultado no sería compartido por muchos botánicos, para los cuales la extracción de madera quemada perjudica el reclutamiento de nuevas plantas, o simplemente por los amantes de las aves forestales. De manera que todo acaba dependiendo de lo que intentemos potenciar con nuestro manejo. Lo que está claro es que favorecer a todos a la vez es imposible.

¿Es negativo el calentamiento global para la biodiversidad?
He aquí una de esas preguntas que levantan ampollas y que parecen tener una respuesta afirmativa: “sí, el actual calentamiento de la atmósfera es negativo para la diversidad biológica”. Bueno, pues incluso esto… depende. Si hacemos caso de las conclusiones de un estudio, fundamentalmente alemán, realizado en la costa noroeste de África, frente a las islas Canarias, descubriremos que en los últimos 2.500 años los periodos de calentamiento se han traducido en fases de mayor afloramiento de aguas frías del fondo marino, mientras que los periodos más fríos han traído aguas calientes (4). Lo cual significa que, a medida que se intensifique el actual periodo cálido, el afloramiento costero del cabo Ghir irá a más, lo que redundará en beneficios para numerosas especies, entre ellas los grandes depredadores y las aves marinas que anidan en las Islas Afortunadas. Esto no implica ningún juicio de valor sobre la bondad del actual cambio climático. Simplemente es un hecho que no todas las especies saldrán igualmente perjudicadas o beneficiadas. A unas les vendrá bien y a otras les vendrá mal.

Otro caso parecido es el de los albatros viajeros, cuyos largos desplazamientos se han visto favorecidos por cambios en el régimen de vientos del océano austral, ya que han aumentado de intensidad y se han acercado al polo. Debido a esta modificación, asociada al cambio climático, los albatros se alimentan ahora más cerca de sus colonias de cría, su éxito reproductor ha mejorado y han aumentado de peso por término medio (5). El último caso que me viene a la cabeza es el de los pingüinos de Adelaida que han ido aumentando sus poblaciones con el deshielo de los glaciares durante los últimos 14.000 años, debido a que cada vez tienen más espacio para la reproducción y más zonas para alimentarse, de modo que su población se ha multiplicado por 135 gracias al calentamiento del planeta. Los famosos osos polares del Ártico ya están hibridando con los osos pardos (grizzlies) de lo cual pueden surgir híbridos que sean capaces de adecuarse a las nuevas condiciones ambientales de la tundra. Afortunadamente los animales tienen plasticidad de estragegias para sobrellevar los cambios. Si no quedarían pocas sobre un planeta que se caracteriza sobre todo por su dinamismo. 

Las introducidas martas (Martes martes) hacen en Mallorca un papel funcional sustitutivo de las lagartijas endémicas extintas al dispersar las semillas de ciertas plantas. (Foto internet, fuente: Wikipedia).
¿Son negativas las especies exóticas invasoras?
Otra pregunta que todos hemos aprendido a contestar afirmativamente: sí, sin duda, “exótico” más “invasor” es igual a algo negativo. Pero, desafortunadamente, las cosas no son tan sencillas. A veces las especies foráneas acaban teniendo papeles funcionales equivalentes a los que representan las autóctonas, las cuales han podido desaparecer por otras causas. Incluso en lo relativo al mutualismo planta-animal, esas relaciones pueden reajustarse sin que hayan compartido una historia evolutiva previa (6). Este es el caso de las aves introducidas en Hawai, que dispersan semillas de las plantas del sotobosque y contribuyen con ello a la facilitación ecológica de las especies arbóreas autóctonas. O, sin ir tan lejos, el de las martas (Martes martes) introducidas en Mallorca, que dispersan eficazmente las semillas de la olivilla (Cneorum tricoccon) en ausencia de las lagartijas, sus originarios agentes dispersores. De hecho, la lista de ejemplos sería muy extensa (7).

¿Afecta a la fauna la presencia de investigadores?
Es innegable que a veces los investigadores suponen un elemento perturbador para las especies que estudian (8). Pero con frecuencia no es así o influyen en muy pequeña magnitud. Más bien al contrario, en ocasiones su presencia puede tener un efecto positivo sobre los sistemas estudiados. Los humanos podemos tener un efecto disuasorio para según qué depredadores –el llamado “efecto espantapájaros”– y beneficiar sin pretenderlo a la especie que nos ocupa. Hace poco este efecto ha podido llevarse aún más allá al descubrir que la presencia de investigadores puede mantener alejados incluso a los cazadores furtivos (9). En numerosos parques africanos, donde la persecución de la gran fauna se ha convertido en una triste realidad debido al auge del capitalismo en Asia (10), las estaciones de investigación han resultado ser beneficiosas. Así que, una vez más, depende.

¿Son perjudiciales los ungulados para la flora?
Otra pregunta cuya respuesta también tiene sus matices. En aquellos lugares donde los grandes ungulados ejercen ahora presiones muy elevadas, debido a la eliminación de sus depredadores, y donde se han visto reforzados además por especies foráneas (gamos, muflones o arruís), pues lo más probable es que sí. Pero, aún en este caso, no todas las plantas saldrían perjudicadas por igual. Seguramente las que cuenten con potentes defensas químicas o físicas contra los herbívoros, sean muy amantes del sol o tengan facilidad para pasarse a la vida rupícola, no padecerán efectos negativos e incluso puede que se beneficien del abonado que dispensan los herbívoros. Sin embargo, esta conclusión requiere un análisis personalizado. Hay casos, como la isla de Mallorca, donde abundaba un pequeño ungulado (Myotragus balearicus) que no contaba con apenas depredadores hasta la llegada de los primeros humanos, a excepción del águila real. La vegetación mallorquina de los últimos 4.000 años ha tomado forma en ausencia de este gran factor de regulación y quién sabe si las cabras asilvestradas desde hace unas décadas no actuarán en cierta medida como sustitutos funcionales de un artiodáctilo que estuvo presente en las islas durante nada menos que cinco millones de años. Un hecho que, desde luego, requiere un estudio pormenorizado para poder ser respondido con fundamento (11). De hecho, en Creta –y otros lugares– se ha encontrado que los islotes con cargas intermedias de cabras domésticas tienen una mayor producción y diversidad vegetal, lo que da mucho que pensar (12). Aunque esto sólo significa eso, que en Creta se han encontrado esos resultados y no sabemos lo exportables que son.

Resultados provincianos
Exportar soluciones de unos sitios a otros, como si las conclusiones locales fuesen necesariamente universales, es una actitud peligrosa en un planeta tan diverso y cambiante. No podemos generalizar, aunque eso signifique más trabajo y más estudio. Quizá por eso se valoren las investigaciones que no tratan de una especie en concreto, en un sitio particular y durante un año cualquiera, sino aquellas que tratan de incorporar incertidumbre repitiéndose en el tiempo y en el espacio o abordando diferentes especies. Trabajos que intentan explorar los límites de la varianza en la respuesta de las especies a los impactos y con ello generar cuerpo teórico. Conviene recordar que nuestros resultados suelen ser casi siempre provincianos y que en ecología aplicada no hay regla sin excepción. Puede que los trabajos de revisión y síntesis sean los más aconsejables para orientar la toma de decisiones en materia de conservación, para lo cual es imprescindible que se publiquen no sólo las investigaciones con resultados positivos, sino también las que arrojan resultados estadísticamente negativos (13).

 Agradecimientos
 A José Manuel Igual, cuya respuesta favorita ante cualquier pregunta relacionada con su trabajo en la naturaleza es: ¡ah, depende! La cual me inspiró este artículo. A Carlos M. Herrera, quien tiene bien en mente que los problemas de la ecología vienen del hecho ineludible de ser “contex-dependent”, a diferencia de otras ciencias más basales como la física.

 Bibliografía

(1) Crawford, R.J.M. y otros autores (1989). Competition for space: recolonising seals displace endangered, endemic seabirds of Namibia. Biological Conservation, 48: 59-72.
(2) Muñoz, A. y otros autores (2009). Ungulates, rodents, shrubs: interactions in a diverse Mediterranean ecosystem. Basic and Applied Ecology, 10: 151-160.
(3) Rost, J. y otros autores (2012). The effect of postfire salvage jogging on bird communities in Mediterranean pine forests: the benefits for declining species. Journal of Applied Ecology, 49: 644-651.
(4) McGregor, H.V. y otros autores (2007). Rapid 20th-century increase in coastal upwelling off Northwest Africa. Science, 315: 637-639.
(5) Weimerskirch, H. y otros autores (2012). Changes in wind pattern alter albatross distribution and life history traits. Science, 335: 211-214.
(6) Zamora, R. (2000). Functional equivalence in plant-animal interactions: ecological and evolutionary consequences. Oikos, 88: 442-447.
(7) Martínez-Abraín, A. y Oro, D. (2013). Preventing the development of dogmatic approaches in conservation biology: a review. Biological Conservation, 159: 539-547.
(8) Martínez-Abraín, A. (2012). El efecto investigador. Quercus, 313: 6-7.
(9) Laurance, W.F. (2013). Does research help to safeguard protected areas? Trends in Ecology and Evolution, 28: 261-266.
(10) Martínez-Abraín, A. (2013). La regla del veinte. Quercus, 324: 6-8.
(11) Martínez-Abraín, A. (2013). Después del abandono. Quercus, 325: 6-8.
(12) Blondel, J. (2006). The design of Mediterranean landscapes: a millennial story of humans and ecological systems during the historic period. Human Ecology, 34: 713-729.
(13) Martínez-Abraín, A. (2013). Why do ecologists aim to get positive results? Once again, negative results are necessary for better knowledge accumulation. Animal Biodiversity and Conservation, 36: 33-36.
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jueves, 11 de septiembre de 2014

Caminos sin retorno

Estamos acostumbrados a circular por caminos, carreteras y autopistas de doble sentido. Es decir, por rutas por las que cuesta tanto, o tan poco, ir como volver. Quizás sea eso lo que hace que nos sorprenda cuán escasas son las vías de la biosfera en las que ir y volver son aventuras de igual peso. Aunque, si pensáramos más en ello, todo nos iría mucho mejor en materia de conservación de la biodiversidad.

La baja capacidad de recuperación de las comunidades de aguas dulces contaminadas
Cuando en los años sesenta y setenta del siglo pasado la población española abandonó de golpe el mundo rural y se concentró en unas pocas ciudades grandes, cerca de recientes polígonos industriales, comenzaron los problemas relacionados con la contaminación del agua, tanto por vía urbana como industrial. Por ejemplo, en el gran humedal de la Albufera de Valencia, tercero en importancia para las aves acuáticas en nuestro país, sólo por detrás de Doñana y el delta del Ebro, la entrada masiva de contaminantes inició un proceso gradual de pérdida de las especies de flora y fauna que necesitan aguas bien oxigenadas. Pero el sistema no colapsó de golpe. Curiosamente, aguantó bien la llegada de grandes cantidades de fósforo y nitrógeno a lo largo de las antiguas acequias de época islámica, demostrando una gran capacidad de resistencia al cambio. Pero todo cambió drásticamente al incorporarse un tercer factor a la ecuación: los vertidos de productos fitosanitarios, sobre todo herbicidas para las malas hierbas de los arrozales que circundan la laguna litoral. La pérdida sincrónica de las praderas de algas y fanerógamas a causa de los herbicidas fue el detonante del inicio de un rápido proceso de eutrofia. Así las comunidades vegetales dominantes, sumergidas o flotantes, pasaron de golpe de las fanerógamas y las algas macroscópicas a las algas microscópicas del fitoplancton (la microvegetación). Su multiplicación en masa creó una capa tan densa de biomasa en la superficie del agua que bloqueó la entrada de luz solar hasta el fondo de la somera laguna, lo que a su vez impidió que allí se desarrollaran más algas o plantas macroscópicas amantes de la luz. Algo parecido a lo que ocurre en los bosques de denso dosel arbóreo, donde nada crece bajo su sombra.

Las pocas plantas que aún así consiguen enraizar son devoradas por ejércitos de carpas y múgiles que ahora dominan la comunidad de vertebrados acuáticos, frente a las casi perdidas anguilas y lubinas del pasado. Los grandes depredadores fueron cambiados por grandes herbívoros y detritívoros. Todo esto implica que el camino de regreso a la situación de partida y el de ida hacia la situación presente son completamente asimétricos, lo que hace que la recuperación del sistema sea casi imposible. Ya van treinta años de potentes inversiones económicas para sacar a la Albufera de su estado actual: colectores para las aguas industriales, caras depuradoras con sistemas terciarios de tratamiento, complejas reformas en las redes de alcantarillado de los municipios circundantes… Pero las mejoras han sido pocas. La calidad de las aguas ha mejorado, pero sigue estando muy por debajo de los parámetros deseables. Bastaron unos pocos años de desaforada actividad contaminante (aguas negras e industriales, abonos químicos y herbicidas) para que el sistema perdiera su homeostasis de manera permanente. Seguro que nadie pensó que iba a ser tan difícil que las aguas de la laguna recuperaran su calidad original cuando empezó su transformación.Al parecer las reservas de nutrientes en el sedimento son tan altas que aunque ahora entrase agua sin contaminar a la laguna tendríamos eutrofia para décadas. Y pensar en dragar los fangos es una tarea titánica que además correría el riesgo de poner en circulación metales pesados de la época inicial de contaminación industrial con lo que sería peor el remedio que la enfermedad.


Acequia de aguas eutrofizadas en la Albufera de Valencia repleta de múgiles. El camino para recuperar este gran humedal, como muchos otros, está resultando muy lento y costoso, sobre todo si se compara con la rápida etapa de vertidos contaminantes responsable de dicha eutrofización (Foto: Joan Miquel Benavent / Oficina Técnica Devesa-Albufera).
Las comunidades de aves parecen más resilientes
Un mensaje más positivo procede del mundo de las aves. En un reciente estudio de nuestro equipo (1), analizamos cómo había evolucionado la riqueza de aves acuáticas en 18 humedales de la Comunidad Valenciana a lo largo de 28 años. Encontramos que el sistema en su conjunto ya ha superado la etapa de pérdida de especies habitual en un medio que se ha visto perturbado y fragmentado a lo largo de siglos. Es decir, ya no se encuentra en estado de “relajación ecológica” y ahora tiende a la homogeneización y a la ganancia de especies. Poco a poco se encamina hacia su estado original, anterior a la influencia humana. Lo cual se debe no sólo a las medidas de protección locales arbitradas durante casi tres décadas, sino también a las mejores condiciones de los humedales en el resto de España y de Europa, lo que permite el intercambio de especies con otras zonas. Por supuesto, dicho intercambio es más fácil en el caso de las aves, que tienen una mayor capacidad de dispersión a larga distancia. En cualquier caso, las especies cuya dieta está especializada en fauna y flora de aguas oligotróficas sigue sin recuperarse.

Otros ejemplos de asimetría
Otro ejemplo de asimetría entre los caminos de ida y vuelta son los incendios forestales, en los que una mínima perturbación instantánea puede deshacer un sistema ensamblado de manera gradual a lo largo de décadas o incluso de siglos o milenios. También cabe citar el devenir de la termoclina, esa frontera entre aguas calientes superficiales y aguas frías más profundas, que se genera poco a poco en el Mediterráneo durante la primavera y el verano, para que los primeros temporales de otoño se encarguen de desbaratarla de manera veloz (2). También ocurre que la dispersión de aves, cuyas poblaciones están estructuradas espacialmente al modo de metapoblaciones, no sucede con igual intensidad de los parches pequeños a los grandes como al contrario (3).

Las catástrofes geológicas como fuente de asimetría
A mayor escala espacial y temporal, las catástrofes geológicas son perturbaciones puntuales y rápidas que deshacen sistemas construidos de manera progresiva y acumulativa. Es el caso de las erupciones volcánicas, los cambios repentinos en la química de los océanos o las caídas de asteroides. En cinco ocasiones, la vida del planeta en su totalidad ha estado cerca de poner el contador a cero. Concretamente, en las fronteras que definen el tránsito del Ordovícico al Silúrico (hace unos 450 millones de años), del Devónico al Carbonífero (360 Ma), del Pérmico al Triásico (250 Ma), del Triásico al Jurásico (200 Ma) y del Cretácico al Paleoceno (65 Ma). También ocurrió algo parecido en los estadios de “bola de nieve”, cuando todo el planeta estaba cubierto por los hielos hace unos 2.000 Ma, entre 600 y 700 Ma (antes de la radiación del Cámbrico) y en la masiva extinción que marcó el límite Pérmico-Triásico, hace 250 Ma.

Ramón Margalef nos recuerda que la carrera armamentista humana o la deforestación de las selvas tropicales podrían ser un nuevo ejemplo de caminos sin retorno (2). O, mejor dicho, con un retorno muy lento y costoso. En otras palabras, la sexta extinción que vaticina Edward O. Wilson en La diversidad de la vida (4) y cuyo responsable es el ser humano, una sola especie de la biosfera. Una sexta extinción que ahora se centra en los trópicos del planeta pero que en realidad ya ocurrió en el tránsito Paleolítico-Neolítico en nuestras latitudes. El retorno a un estado con mayor entropía, más desordenado, es siempre una tentación para la naturaleza: es difícil (y contra natura) tener un mazo de cartas ordenado por colores y números, pero hay mil formas posibles de que esa baraja yazca en el suelo desordenada. Mil estados posibles de equilibrio, frente a uno –o unos pocos– de orden forjado a fuerza de invertir mucho esfuerzo en ello.

La perturbación no siempre es perjudicial
Si no destruyen el sistema completamente, las perturbaciones a escala de tiempo ecológico pueden incluso introducir diversificación en el mismo al situar los procesos de sucesión en sus fases más tempranas o juveniles. Estos mosaicos de diversidad pueden ser promotores de nuevas adaptaciones a escala microevolutiva. El retorno a fases más tempranas también puede ir acompañado de nuevas vías abiertas a la macroevolución, sobre todo por la “sucesión de biomas” que conllevan los cambios climáticos asociados a las perturbaciones geológicas.

 El problema, incluso más que en la magnitud, está en las sinergias (el todo es más que la suma de las partes), como decíamos al principio, y también en la frecuencia de las perturbaciones. No en la perturbación en sí misma. Es sabido que los pequeños mamíferos del Triásico superior no hubieran abandonado la protección de la noche, ni su pequeño tamaño, si no se hubiera producido la extinción en masa de los grandes dinosaurios a finales del Cretácico. Eso implica que nosotros los primates nunca hubiéramos surgido de no haberse dado una gran extinción previamente. Así pues,  la extinción o la perturbación ecológica, no son necesariamente perjudiciales. El ejemplo clásico, a escala ecológica, es el de los incendios forestales en latitudes mediterráneas. El fuego no es en sí un problema, sino la frecuencia con el que provocamos incendios, ya que interrumpen el lento proceso de recuperación ecosistémica una y otra vez, con pérdidas acumuladas de suelo en cada episodio. Esto no sólo hace que aumente la asimetría entre las vías de ida y vuelta, sino que, en caso de que sea viable, el horizonte final de recuperación será forzosamente muy diferente al inicial. También sabemos que la frecuencia y la intensidad de los eventos de perturbación están inversamente relacionadas: basta con mirar los cráteres de la luna para darse cuenta de que los más grandes son también los más escasos. Desde luego, de suceder lo contrario,  la vida en la Tierra habría sido inviable.
  
Bibliografía

(1) Pagel, J. y otros autores (2014). A long-term land-bridge island analysis of a Mediterranean waterbird metacommunity: conservation implications. PLOS ONE 9: e105202.
(2) Margalef, R. (1997). Our Biosphere. Excellence in Ecology, 10. Ecology Institute. Berlín.
(3) Oro, D. y otros autores (2011). Lessons from a failed translocation program with a seabird species: Determinants of success and conservation value. Biological Conservation 144: 851-858.
(4) Wilson, E.O. (1994). La diversidad de la vida. Editorial Crítica. Barcelona.
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lunes, 11 de agosto de 2014

De tierras y mares

Vivimos en un planeta azul al que llamamos Tierra, aunque esté cubierto de agua en sus tres cuartas partes. Es el tercero en distancia a nuestra estrella, un emplazamiento adecuado para que el agua se mantenga en estado líquido, ni toda helada ni toda evaporada. La vida surgió en la profundidad de los mares y mucho después colonizó la superficie marina y después la tierra emergida. Sin embargo, los organismos han radiado desde entonces ferazmente en cada rincón de la parte sólida, como si la vida hubiese nacido para apoyarse en el suelo y no para flotar en el agua.

Siempre me ha resultado curioso ver que en cuanto una roca cae al mar se puebla rápidamente de todo tipo de formas vivas: algas verdes, rojas y pardas, anémonas, esponjas, moluscos y crustáceos de toda condición acabarán poblando y transformando el sustrato rocoso. Se diría que buena parte de la vida marina está vagando, como alma en pena, a la busca de un lugar donde asirse. Lo barroco y abarrotado de estas rocas viene a indicar que, en efecto, disponer de un lugar estable (en el sentido de permanente, tanto en el tiempo como en el espacio) parece ser un factor limitante de la abundancia de muchos grupos de plantas y animales marinos. Similares conclusiones pueden extraerse de la rápida y feraz colonización de arrecifes artificiales o de barcos hundidos. De hecho, una de las causas de la gran diversidad que atesoran los arrecifes coralinos probablemente estribe en el desarrollo de exoesqueletos calcáreos para las colonias de pólipos entre los cnidarios, que proporcionan a muchas formas de vida rincones donde criar y esconderse de los depredadores. A falta de rocas, los corales las crean ellos mismos. ¡Son geo-constructores!

En el Mediterráneo da la impresión de que los animales marinos móviles viven permanentemente hambrientos (base del éxito de la pesca recreativa y de algunos métodos profesionales) y muertos de miedo (caso de los pulpos que se refugian en cuencos de barro tramposamente dispuestos en el fondo). De ello deriva el éxito de las aves marinas que se zambullen para capturar unos peces que intentan pasar desapercibidos agolpándose en la frontera entre la hidrosfera líquida y la atmósfera gaseosa.


Ecotono entre el mar y la tierra en las costas de Wasini, una isla arrecifal situada en el sur de Kenia, cerca ya de Tanzania. Aunque la vida comenzó en el mar, los ecosistemas marinos tienen una menor productividad por unidad de superficie y mayores tasas de extinción que los terrestres. (Foto del autor).
Un mar lleno de depredadores
El mar debió de ser un lugar agradable y seguro en el que vivir hasta la llegada del Cámbrico. Fue entonces, hace unos 550 millones de años, cuando se produjo la explosión de numerosos planes corporales pluricelulares, aunque la vida multicelular como tal sea más antigua: tiene unos 2 mil millones de años. Los cuales, además, emergieron casi de golpe a escala de tiempo geológico. Una consecuencia de la finalización de la fase de “bola de nieve” por la que pasó nuestro planeta poco antes y que lo dejó cubierto en su práctica totalidad por una gruesa capa de hielo.

La aparición de los depredadores marinos (invertebrados como los escorpiones marinos) del Cámbrico fue el pistoletazo de salida para la conquista de la tierra firme. No es de extrañar que en el mar haya formas que sean capaces incluso de salir volando ante el ataque de un depredador, como los peces y calamares voladores. Todo lo que ahora vemos sobre la tierra son formas marinas más o menos modificadas. Incluidos nosotros mismos, que descendemos de peces óseos pulmonados provistos de unas aletas capaces de convertirse en protomiembros y finalmente en brazos y piernas. Desde este enfoque, las plantas son algas que han desarrollado una cierta independencia del medio acuoso (sólo una cierta independencia ya que aún habiendo generado medios de soporte físico, siguen necesitando el agua para la fotosíntesis). Asimismo los huevos de reptiles y aves son formas igualmente independizadas del líquido elemento marino (los llamados huevos amnióticos). Un aspecto curioso a tener en cuenta es que incluso gran parte de los continentes (exceptuando los escudos de roca ígnea) proceden realmente del mar, ya que están compuestos por sedimentos marinos (restos microscópicos de caparazones) que posteriormente se elevaron como consecuencia del choque entre placas tectónicas, dando lugar a relieves montañosos.

Biodiversidad en mares y tierras
Así pues, podría pensarse que, si la vida nació en el mar, es allí donde deberíamos encontrar la mayor biodiversidad. Pero no es así. Por lo que sabemos, un 75-85% de las especies que pueblan el planeta son terrestres y la mayoría de ellas insectos. Como decía el genetista Haldane, si la naturaleza hubiese sido creada por un ser todopoderoso deberíamos concluir que tenía una afición desmedida por los escarabajos. Es curioso que este patrón no se deba a que las tasas de generación de especies nuevas sea mayor en tierra firme que en el mar, ya que al parecer son muy similares. Por ejemplo, el número de especies de peces actinopterigios (peces con aletas radiales) es de 15.150 en ambientes de agua dulce (continentales) y de 14.740 en ambientes marinos (1). La mayor riqueza de los sistemas naturales terrestres responde al hecho de que la extinción ha eliminado más formas vivas en el mar que en tierra firme. Por ejemplo, en el caso de los peces con aletas radiales, sabemos que todas las especies marinas (unas 20.000) proceden originalmente de un único ancestro ¡de agua dulce! Del mismo modo, todas las fanerógamas marinas son de origen continental, al igual que los reptiles y los mamíferos marinos. 

El registro fósil nos ha permitido establecer que las cinco grandes extinciones masivas que ha sufrido la vida en nuestro planeta fueron más drásticas en el mar. En particular la de finales del Pérmico, entre el Paleozoico y el Mesozoico, hace 250 millones acabó con el 95% de las especie marinas, pero sólo con el 70% de las terrestres. Y de nuevo, en el tránsito del Triásico al Jurásico, hace unos 200 millones de años, una nueva extinción en masa acabó con el 20% de las familias marinas existentes. Esta diferencia basal entre mares y tierras en cuanto a tasas de extinción puede deberse simplemente a que los océanos ocupan una mayor extensión (concretamente, el 71%) y entre el 90-99% del volumen de la biosfera y tienen por tanto mayores probabilidades de verse afectados por procesos catastróficos fortuitos. Otras posibles explicaciones son que la química o la geología marinas sean más proclives a forzar grandes cambios al cabo de una serie de millones de años o que el hecho de que los océanos no estén compartimentalizados permita la difusión de catástrofes con mayor facilidad que en tierra firme.

Una de las causas de la gran diversidad que atesoran los arrecifes coralinos podría ser el desarrollo de exoesqueletos calcáreos para las colonias de pólipos entre los cnidarios, que proporcionan a muchas formas de vida rincones donde criar y esconderse de los depredadores. Foto del autor.
Productividad terrestre y productividad marina
Por lo que respecta a la productividad primaria, es mucho menor la marina que la terrestre (por unidad de superficie), ya que sólo los organismos vegetales fijan el carbono atmosférico y el tanto el fitoplancton como las fanerógamas marinas habitan en una estrecha franja delimitada por los cien primeros metros de la columna de agua, es decir, la zona donde pueden penetrar los rayos del sol o zona fótica. Una medida, por cierto, que coincide curiosamente con la altura de los mayores árboles del planeta, las secuoyas rojas (Sequoia sempervirens) como solía destacar Ramón Margalef. En concreto, la productividad primaria terrestre es tres veces superior que la marina. Lo que ocurre es que al final los totales se igualan debido a la mayor superficie cubierta por los océanos en relación a la tierra emergida.

De todos modos, la productividad marina no es homogénea en el espacio. Los océanos se describen más adecuadamente como desiertos salpicados de zonas extraordinariamente ricas en vida, que coinciden bien con afloramientos, frentes marinos, deltas fluviales o efectos isla. Como nos recuerda de nuevo Ramón Margalef, la mayor productividad de los ecosistemas terrestres se debe a que su sistema de reciclaje de los nutrientes es más eficiente, al ser interno (xilema y floema), frente al externo de los ecosistemas marinos, donde las turbulencias sustituyen el papel de la evapotranspiración para mover el agua cargada de nutrientes de abajo arriba, en contra de la gravedad (2).

La visión que se defendía hace unas pocas décadas, según la cual la vida nació como una sopa en los mares primigenios, ya no se sostiene hoy en día. Ahora sabemos que las primeras bacterias, las formas de vida más simples, probablemente se originaron en las chimeneas o fumarolas alcalinas de las llanuras abisales, de forma independiente a la radiación electromagnética del sol. Su fuente de energía deriva del ácido sulfhídrico surgido desde el interior de la Tierra a través de fracturas en el lecho marino. De modo que las primeras formas de vida surgieron empleando como molde las oquedades de las sólidas cavidades internas de las fumarolas, pero encerrando dentro de sí (en el interior de su membrana grasa) un pequeño trozo de mar. El asociacionismo bacteriano haría el resto, creando las primeras células eucariotas por endosimbiosis o, como decía Lynn Margulis, por captación de genomas (3).

Para llegar de ahí a los primeros metazoos, a los primeros animales coloniales sin especialización celular, es decir, a las primeras esponjas, sólo hizo falta emplear un poco de la cola natural desarrollada por las bacterias: el “cola-geno” (cuyo sentido se percibiría más fácilmente si denominásemos en femenino a la proteína “colágena”). En definitiva, la interacción entre mares y tierras existió desde que emergieron las primeras masas de roca de entre los mares, aunque a la vida le costó casi 2.500 millones de años asirse al medio sólido y convertirse en colonias organizadas con base en el agua marina pero con los pies en el suelo. Desde entonces ¡parece haberle ido muy bien!
  
Bibliografía

(1) Carrete, G. y Wiens, J.J. (2012). Why are there so few fish in the sea? Proceedings of the Royal Society of London Series B, 279: 2.323-2.329.
(2) Margalef, R. (1997). Our Biosphere. Excellence in Ecology, 10. Ecology Institute. Oldendorf (Alemania).
(3) Margulis, L. y Sagan, D. (2003). Captando genomas. Kairós. Barcelona.



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viernes, 11 de julio de 2014

¿Causa o efecto?

A veces resulta difícil saber si lo que observamos en la naturaleza es una causa o una consecuencia. Peor aún, causa y efecto giran con frecuencia en un círculo cerrado, de manera que sería artificial establecer distinciones. Hasta puede que sea imposible desentrañar dicha relación.

Supongamos que estamos en una zona húmeda anillando pajarillos y llega a nuestras manos un carricero común en estado lamentable, muy bajo de grasa, sin brillo en la mirada y lleno de ácaros. La primera impresión podría llevarnos a pensar que el carricero se encuentra en tan penosa condición física debido a la gran carga de parásitos externos que soporta. En este caso detectivesco, los parásitos se presentan de entrada como los sospechosos más probables del mal estado del ave. Sin embargo, al meditarlo con calma, podemos reflexionar que el pajarillo podría haberse llenado de parásitos después de que una causa previa lo debilitara. Como bien reza el refrán, “a perro flaco todo son pulgas”. En el caso del carricero, puede que ya estuviera muy afectado por parásitos internos, que padeciera alguna enfermedad infecciosa o que hubiera comido poco o/y mal en los últimos tiempos. Cualquiera de estas causas sería suficiente para que el ave estuviera debilitada y sin energías suficientes para limpiarse el plumaje. Así que el asunto es más difícil de lo que parece a primera vista.

Para solucionar este tipo de conflictos intelectuales, al detective de turno sólo le queda una vía: la experimentación. Hay que coger al carricero y librarlo de ácaros para comprobar si con ello recupera su condición física normal. En caso contrario, habrá que seguir probando para descartar las demás causas posibles. Experimentos de este tipo ya se han llevado a cabo con paíños y han demostrado que los parásitos externos eran, en efecto, la causa de la mala condición física de las aves afectadas (1).

Un caso equivalente en el mundo vegetal sería el de los árboles atacados por insectos capaces de constituir plagas forestales. A menudo estos insectos sólo pueden cebarse en árboles que hayan estado previamente sometidos a episodios de estrés, ya sea por sequías, inundaciones o temperaturas extremas. Es como el anciano que ingresa en el hospital por rotura de cadera: no se sabe si la fractura es consecuencia de la caída, o la caída consecuencia de la fractura. ¿Qué precedió a qué?

Caballos semisalvajes en la Serra do Suido (Pontevedra). La pradera ¿es la causa o la consecuencia de la presencia caballos? Foto del autor.

Un ejemplo parecido es el de los pingüinos patagónicos. En su medio natural están desprovistos de parásitos sanguíneos de malaria aviar; pero, en cuanto ingresan en un centro de recuperación, sus glóbulos rojos soportan cargas parasitarias muy elevadas. Normalmente esto se atribuye a que en el centro de recuperación se encuentran tanto los microparásitos como los vectores adecuados para que se produzca la infección, mientras que en sus colonias de cría no existen. Sin embargo, puede que haya una explicación alternativa: quizá las aves admitidas en centros de rehabilitación ya están inmunodeprimidas por otras causas y son, por tanto, más susceptibles a la malaria. Para estar seguros habría que muestrear la disponibilidad de vectores y medir el estado inmunológico de las aves en ambas zonas (2, 3).

Gaviotas, zorros y… lluvia
Pongamos otro ejemplo. Supongamos que en una colonia de gaviotas vemos que una patiamarilla se está comiendo un huevo de picofina y sacamos una foto. Al mirar la foto no cabe duda de que la causa de la depredación del huevo es una gaviota patiamarilla. Pero, si viéramos un imaginario vídeo grabado diez minutos antes de nuestra entrada, quizá nuestra apreciación inicial cambiase al observar que la entrada de un zorro en la colonia había levantado a previamente las picofinas de sus nidos y que, de forma secundaria, una oportunista patiamarilla se había hecho con un huevo descuidado. El zorro podría sustituirse por una lluvia torrencial, un intruso humano o cualquier otra fuente de perturbación. En este caso no es la experimentación la que nos da la respuesta correcta, sino el conocimiento del pasado.

Muchas veces tendremos que distinguir entre causas próximas (la gaviota) y causas últimas (el zorro, la lluvia, el paseante). A menudo, dado lo contingente de la realidad, las causas próximas no operan sin una causa última anterior. Por ejemplo, en los Alpes italianos, como recordaba en Quercus en agosto de 2008 (4), los nidos de halcón peregrino sólo son depredados por cuervos cuando han sido previamente perturbados por escaladores. De hecho, los halcones parecen buscar la proximidad de los cuervos para criar, porque el éxito reproductor de los primeros aumenta gracias a la labor de centinelas de los segundos e incluso pueden aprovechar sus nidos viejos para criar. Así pues, los cuervos pueden ser la causa próxima de depredación, pero la causa última son las perturbaciones humanas. Es cierto que podríamos seguir tirando del hilo hasta llegar al Big Bang, la causa última (o primera, según se mire) de todo. En el fondo, la causalidad es una cuestión de escala temporal.

¿Qué fue antes el huevo o la gallina?
Esto me recuerda otro importante conflicto sobre la célebre prioridad temporal de gallinas y huevos, que se resuelve acudiendo al pasado, aunque esta vez sea un pasado muy lejano. Los bioquímicos que estudian el origen de la vida se percataron hace tiempo de una paradoja: ¿si el ADN es clave para fabricar proteínas, cómo es posible que surgiera el primer ADN si éste necesita a su vez de proteínas como la ADN-polimerasa para su replicación? La respuesta parece radicar en el hecho de que el ADN procede en realidad del ARN, sintetizado de manera espontánea en las chimeneas hidrotermales alcalinas en la profundidad de los océanos hace casi 4.000 millones de años. Pasar de ARN a ADN es viable mediante la enzima transcriptasa inversa, una proteína propia de los retrovirus que habría surgido a partir de sus constituyentes básicos (aminoácidos) en estas estructuras marinas tan singulares. Así pues, los retrovirus pudieron tener un papel fundamental en el origen de la vida (5).

¿Fue esta hiedra trepadora la causa de la ausencia de hojas en este olivo pluri-centenario o pudo la hiedra apoderarse del olivo por algún problema previo del árbol? Foto del autor.
El vuelo y las plumas de las aves

Un último ejemplo. Según una de las hipótesis que se barajan en la actualidad las plumas pudieron aparecer en dinosaurios (o en otro grupo de reptiles mesozoicos no voladores) como aislante térmico y sólo secundariamente pasaron a ser importantes a la hora de realizar cortos vuelos al cazar a la carrera. Sin embargo una segunda hipótesis sugiere todo lo contrario, que la pluma surgió en reptiles de vida arbórea que ya planeaban de árbol en árbol (quizás gracias a un patagio parecido al de los curiosos marsupiales nocturnos de Australia conocidos como ardillas planeadoras) y por tanto que aquella ayudó a pasar del mero planeo al vuelo. La función termoreguladora de la pluma sería secundaria. Es decir, en el primer caso la aparición de las plumas no fue la causa del vuelo, mientras que en el segundo caso sí; las plumas tuvieron una función locomotora desde el principio. En este caso la respuesta también flota en el viento de la historia.

Cuando la causa y el efecto se confunden
Pero no siempre es posible identificar un principio activo y uno de sus resultados. Como nos recuerda un artículo de opinión publicado hace cuarenta años en una prestigiosa revista científica (6), los organismos son parte de su medio y a la vez que responden a sus efectos contribuyen a modificarlo. Por ejemplo ¿son los suelos la causa o el efecto de la vegetación? ¿Es la pradera la causa o el efecto de los mamíferos que pastan en ella? Difíciles preguntas. O, quizá, preguntas incorrectas.
El suelo hace a la vegetación. Pero, a la vez, la vegetación también crea suelo mediante la descomposición de las hojas o el exudado de las raíces. La hierba de las praderas hace al bisonte, pero el diente del bisonte da forma a las praderas, ya que la herbivoría estimula el crecimiento del pasto y selecciona ciertas características. Así pues, las preguntas anteriores no tienen una solución evidente. Ambos aspectos han evolucionado en paralelo. Al igual que la alargada corola de la flor ha hecho que se alargue la espiritrompa de la mariposa nocturna, la espiritrompa también ha hecho a la corola como es. Las presiones selectivas viajan en ambos sentidos. Se llama coevolución.

La naturaleza es compleja y las cosas no son ni blancas ni negras, sino que se mueven más bien en una escala de grises. Es curioso ver cómo a veces la ciencia de lo complejo converge con formas antiguas de pensamiento, como el taoísmo, germen del budismo y del pensamiento zen. Pasa con la física de partículas y también con la ecología. La intuición milenaria derivada de la atenta observación de la naturaleza en el mundo preindustrial y su estudio mediante herramientas desarrolladas en el Renacimiento europeo, como el método científico, acaban llegando a veces a puertos muy similares (7). Los papeles que desempeñan los seres vivos en la naturaleza no son fijos, sino intercambiables o cambiantes en el tiempo. El carbonero que ejerce de depredador sobre una oruga puede ser al instante víctima de un cernícalo. Así que el carbonero es depredador y presa a la vez. Depende del contexto, de la escala espacio-temporal que consideremos y también, claro está, de cómo definamos los conceptos.

A veces es también la complejidad de las interacciones, su barroquismo, lo que impide identificar una sola causa. Incluso puede darse el caso de que la intervención humana que pretende determinar la dirección de una relación altere el curso de los acontecimientos (8). En tales circunstancias la duda es irresoluble y la incertidumbre prevalece. En definitiva, encontraremos casos en los que es fácil determinar la dirección de la causalidad (la lluvia y las bajas temperaturas son la causa de las avalanchas de rocas y no al contrario), casos en los que causa y efecto se confunden y casos en los que aquella no puede determinarse porque al observar el proceso lo alteramos. En la complejidad de la naturaleza hay hueco para todas las posibilidades. Eso nos debería hacer muy precavidos a la hora de interpretar nuestras observaciones. ¡La posibilidad de equivocarnos está siempre al acecho!

Agradecimientos

A José Manuel Igual, que comentó un borrador de este trabajo.
  
Bibliografía

(1) Merino, S.; Mínguez, E. y Belliure, B. (1999). Ectoparasite effects on nestling European Storm Petrels. Waterbirds, 22: 297-301.
(2) Esparza, B. y otros autores (2004). Inmunocompetence and the prevalence of haematozoan parasites in two long-lived seabirds. Ornis Fennica, 81: 40-46.
(3) Merino, S. y otros autores (2000). Are avian blood parasites pathogenic in the wild? A medication experiment in blue tits (Parus caeruleus). Proceedings of the Royal Society of London B, 267: 2.507-2.510.
(4) Martínez-Abraín, A. (2008). Fotogramas. Quercus, 270: 6-7.
(5) Lane, N. (2009). Los diez grandes inventos de la evolución. Ariel. Barcelona.
(6) Barash, D.P. (1973). The ecologist as zen master. The American Midland Naturalist, 89: 214-217.
(7) Allendorf, F.W. (1997). The conservation biologist as zen student. Conservation Biology, 11: 1.045-1.046.
(8) Martínez-Abraín, A. (2012). El efecto investigador. Quercus, 313: 6-7.





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lunes, 19 de mayo de 2014

De cómo crear materia viva a partir de la “nada”

Todos deberíamos estar más familiarizados con la maquinaria que fabrica en última instancia nuestro alimento. Esa  compleja maquinaria se encuentra en los cloroplastos, que son antiguas bacterias de vida libre incorporadas a la célula eucariota vegetal desde tiempos muy remotos. Como materia prima utiliza un gas, agua y paquetes de energía procedentes del sol. Poco más.

Algas, musgos, helechos y plantas con flores –es decir, los seres autótrofos– se las apañan para construir sus cuerpos a partir de dióxido de carbono (gas), agua (líquido), luz y unas cantidades minúsculas de sales minerales (sólido), a través de un sofisticado proceso que conocemos como fotosíntesis. Más tarde, sus sólidos cuerpos vegetales, hechos de azúcares complejos, servirán de sustento a los seres heterótrofos, aquellos que comen plantas (herbívoros) o a los que se comen las plantas (carnívoros), además de indirectamente a los descomponedores de todos ellos.

El objetivo final de la fotosíntesis es sintetizar hidratos de carbono, carbo-hidratos o azúcares. Tres nombres para lo mismo.  Para ello las plantas absorben del aire dióxido de carbono, un gas cuya concentración en la atmósfera terrestre actual es muy baja (de unos pocos centenares de partes por millón), pero que era más abundante cuando las plantas inventaron la fotosíntesis. Lo hacen a través de sus estomas, esas pequeñas ventanas ubicadas en el envés de las hojas que son su puerta de comunicación con la esfera gaseosa del planeta, que está compuesta mayoritariamente de nitrógeno gaseoso. En la mayoría de las plantas los estomas están abiertos durante el día, aunque las que habitan en ambientes secos o desérticos procuran abrirlos de noche, para evitar la pérdida involuntaria de agua. El dióxido de carbono absorbido es la fuente de carbono (C) imprescindible para la síntesis de la glucosa. Los árboles de lento crecimiento (como las encinas) deben esa característica precisamente a conseguir el carbono atmosférico más lentamente que un pino, un chopo o un eucalipto. 

Para ello las plantas primero han de disponer de agua, ya que ésta es la fuente de la “electricidad” que mueve todo el proceso de fijación del CO2 en forma de azúcares, gracias a que la radiación solar rompe la molécula del agua y libera electrones (produciendo también átomos de hidrógeno cargados positivamente) que se invierten luego en fabricar moléculas ricas en energía química, como el ATP. En ese proceso se libera el oxígeno del agua como sub-producto de desecho de la reacción. Por lo tanto, al contrario de lo que piensa mucha gente, el oxígeno de la atmósfera, el que respiramos, no procede del dióxido de carbono, que nunca se separa de su oxígeno, sino del agua (1).

Tan eficiente es este proceso de romper moléculas de agua mediante luz (a pesar de la gran estabilidad de la molécula de agua) que la atmósfera terrestre ha pasado a estar compuesta, debido a las plantas, nada menos que en un 21% de oxígeno, un gas que oxida todo a su paso, incluidos los seres vivos (esa es la razón última de nuestros procesos de envejecimiento). El agua por tanto no sólo aporta a las plantas turgencia para soportar la vida terrestre y un medio para transportar nutrientes del suelo sino que es una fuente de electricidad para realizar el trabajo de síntesis de sus tejidos. Nosotros para realizar trabajo nos conectamos a la red eléctrica. Ellas hacen lo mismo pero conectándose al tándem agua y sol.

Detalle del envés de una hoja de higuera (Ficus carica). Gracias a la radiación solar las plantas consiguen “electricidad” a partir del agua. Con ayuda de los fotones rompen la molécula de agua y emplean sus electrones e iones de hidrógeno de carga positiva para sintetizar posteriormente azúcares complejos, fijando el escaso dióxido de carbono de nuestra atmósfera actual. Foto del autor.

Un motor de dos tiempos
Todo este proceso de fabricar el cuerpo de las plantas a partir de la “nada” tiene lugar en dos fases. La primera fase (llamada luminosa) está arbitrada por dos complejos bioquímicos denominados Fotosistema 1 y Fotosistema 2, ambos ubicados en las membranas de unos saquitos  de los cloroplastos conocidos como tilacoides. En origen, ambos fotosistemas eran independientes, pero acabaron acoplados en este “motor de dos tiempos” de tan impactantes resultados. Primero actúa el Fotosistema 2 (el más antiguo en la historia de la vida) y luego le sigue el Fotosistema 1. Ambos están acoplados secuencialmente y siguen un proceso que podemos imaginar en forma de una ene mayúscula, con ambos fotosistemas situados en los puntos bajos de la N. Con ayuda de un fotón de luz, el Fotosistema 2 eleva un electrón procedente del agua hasta un nivel alto de energía. Al caer a favor de gradiente a lo largo del plano inclinado de la N, desde un nivel alto de energía a otro más bajo, el electrón permite sintetizar una molécula denominada ATP, lo que viene a ser como cargar las baterías químicas de la célula. El caso es que el electrón, ahora bajo de energía, es lanzado de nuevo a la parte alta del segundo segmento vertical de la N gracias al mazazo que supone el choque con un nuevo fotón de luz en el Fotosistema 1. Esta vez el electrón ayuda a sintetizar otra molécula distinta de transporte de energía (el llamado NADPH),  con participación de los iones hidrógeno de carga positiva procedentes de la escisión lumínica del agua.

En la segunda fase (o fase obscura, porque no requiere presencia de luz), la energía almacenada en el ATP y el NADPH (corriente de fosfatos y de electrones respectivamente) es empleada para fijar el dióxido de carbono, fuente del carbono necesario para sintetizar glucosa a partir de ciertos precursores orgánicos más sencillos. Esta segunda fase tiene lugar en la parte interior de los cloroplastos  (llamada estroma), fuera por tanto de las tilacoides (fuera de la membrana). La fase obscura también es conocida como "Ciclo de Calvin". En este ciclo es vital la participación de una enzima llamada RuBisCO, la proteína más abundante en nuestra verde biosfera.

La solución a la actual crisis energética
Esta cadena de eventos no ha podido ser replicada exactamente por el ser humano, a pesar de los muchos laboratorios que tratan de emular a las plantas en todo el mundo, con ordenadores tremendamente potentes. En concreto, escindir la molécula de agua para conseguir hidrógeno consiguiendo más energía que la aportada es un logro inalcanzado por el ser humano. De lograrlo dispondríamos de una fuente inagotable y limpia de energía (quemando hidrógeno con oxígeno) pues en el proceso vuelve a generarse agua como residuo. ¡Todos los males energéticos del presente se solucionarían de un plumazo! Es bonito pensar que las cianobacterias, que descubrieron cómo hacer esto hace un par de miles de millones de años, tienen el secreto de nuestra crisis energética actual. Eso nos devuelve al recurrente pensamiento de que vivimos, ante todo, en un mundo de gérmenes y que toda la vida pluricelular, la de los metazoos (la nuestra incluida) y la de las plantas, se construye sobre ellos. A grandes rasgos, podemos decir que las células primigenias que incorporaron a su seno a las bacterias que ahora llamamos cloroplastos iniciaron la aventura de las plantas.

Las plantas, como esta cebolla marina (Urginea maritima), nos hacen un doble favor. Por un lado sintetizan el alimento que los animales heterótrofos ingerimos (ya que no podemos alimentarnos directamente a partir del sol y del aire) y por otro nos regalan el oxígeno necesario para quemar ese alimento en nuestras células y recuperar la energía que almacena.
De las moléculas a los átomos 
Las plantas además de cloroplastos albergan en sus células (como nosotros los animales) otras antiguas bacterias de vida libre ahora esclavizadas como orgánulos. Son las mitocondrias. En ellas tiene lugar (principalmente de noche pero también de día) el proceso de respiración celular, que deshace lo hecho por la fotosíntesis, consumiendo oxígeno y produciendo CO2 y vapor de agua como desecho, para obtener energía para sus funciones vitales. Estos procesos contrarios de síntesis con ayuda de la luz solar y de destrucción con ayuda del oxígeno me traen a la mente (además de a Penélope, la fiel y paciente esposa de Ulises, que destejía por las noches lo tejido durante el día) algo que sucede en el interior de los átomos. Einstein, al formular su famosa ecuación E = mc2, vino a decirnos que una pequeñísima porción de masa (m) puede convertirse en una cantidad enorme de energía (E). Tan enorme como la que resulta de multiplicar la pequeña masa por la velocidad de la luz, 300.000 kilómetros por segundo, elevada al cuadrado (c2). En realidad, la velocidad de la luz es lo de menos. Lo que importa es introducir una constante en la fórmula que sea lo suficientemente grande. Podría haber valido igual el número Pi multiplicado por 100.000 elevado  al cuadrado. El resultado sería similar. Pero la expresión con la velocidad de la luz es más elegante.

El caso es que Einstein entendió que cuando escindimos un átomo (no una molécula unida por fuerzas eléctricas, como en la fotosíntesis, sino un átomo) liberamos gran parte de la energía que fue necesaria para fabricarlo. Es decir, gran parte de la energía que fue necesaria para vencer las fuerzas nucleares débiles y fuertes que actúan en el mundo de las partículas subatómicas que componen los átomos. Dichas fuerzas sólo pueden ser vencidas aplicando enormes presiones y temperaturas, como las que tienen lugar en las explosiones de estrellas en fase moribunda o supernovas. En las supernovas, a partir del elemento más sencillo y abundante del universo, el hidrógeno, se generan todos los elementos de la tabla periódica de Mendeleyev. Así que, cuando fisionamos (rompemos) un átomo, lo que hacemos es, nada más y nada menos, que ¡liberar gran parte de aquella energía que un día aportó una estrella para fabricarlo contra natura! En eso consiste precisamente la energía nuclear, un juego peligroso que equivale a la domesticación de estrellas.

Podríamos decir que una supernova es a la fotosíntesis, lo que la fisión de un átomo es a la respiración celular. En el caso de la supernova y la fotosíntesis se genera algo más complejo contra natura y en el caso de la fisión y de la respiración se recupera buena parte de la energía invertida originalmente. Lo que tienen en común es que tanto en la fisión como en la respiración acabamos liberando el trabajo hecho por una estrella. En el caso de la respiración la estrella es nuestro sol claro. En la membrana de las mitocondrias, durante la respiración, se genera un voltaje equivalente al de un rayo (1) ¡No son unas pilitas celulares de nada las que nos mantienen activos!

Así pues, obtener energía para la vida animal consiste en juntar primero cosas que quieren estar separadas, con ayuda de los fotones solares, para que se separen después según la tendencia espontánea de la naturaleza. En el primer proceso se produce oxígeno como gas de desecho y en el segundo se consume al quemar los azúcares previamente sintetizados contra-corriente.

Algunas lecciones a recordar
La próxima vez que miremos correr el agua de una fuente conviene tener presente que ese líquido maravilloso nos hace, como mínimo, un doble regalo. Por un lado, proporciona las partículas cargadas que las plantas emplean como fuente de “electricidad” para sintetizar la comida de los herbívoros. Y, por otro, produce como desecho el oxígeno que respiramos.

Tampoco conviene olvidar que liberar oxígeno, cuando la atmósfera carecía de él, fue un gran “atentado ecológico” (seguramente el mayor que ha tenido lugar en la historia de la vida), y acabó de un plumazo con toda la vida basada en la ausencia de oxígeno (la denominada vida anaerobia) la que existía hasta entonces. 

Por último también es preciso recordar que el oxígeno presente en el aire que respiramos actualmente procede en su mayor parte de la actividad de los microorganismos marinos con capacidad fotosintetizadora; pero no sólo de los actuales, sino de su actividad acumulada a lo largo de un periodo de tiempo tan largo que desafía a la imaginación humana. De ahí que no se mantenga la idea de que es preciso conservar las selvas tropicales porque son los pulmones del planeta. ¡Sobran motivos para hacerlo sin acudir a argumentos incorrectos!

Bibliografía

(1) Lane, N. (2009). Los diez grandes inventos de la evolución. Ariel. Barcelona.
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