A menudo pensamos que la agricultura y la ganadería son obras maestras de
nuestra especie, un excelso logro cultural que nos distingue del resto de las
formas vivas. Sin embargo, bien mirada, la naturaleza está llena de ejemplos
sofisticados de agricultura y ganadería, tanto a pequeña como a gran escala.
A primera vista, podría dar la
sensación de que la naturaleza es fundamentalmente paleolítica, es decir,
cazadora-recolectora. Los animales sobreviven cazando y recogiendo lo que encuentran.
Sin embargo, la realidad es siempre mucho más compleja: hay formas de agricultura
y ganadería que no son de reciente invención ni están protagonizadas por grandes
vertebrados.
Hormigas agricultoras y ganaderas
Un caso bien conocido es el de
las hormigas cortadoras de hojas de los géneros Acromyrmex y Atta que
habitan en las selvas tropicales americanas. Con las hojas que cortan y mastican
crean en el interior de sus hormigueros un lecho donde cultivan hongos de la
familia Agaricaceae (la familia del champiñón común, para entendernos). Más adelante,
estos hongos servirán de alimento a larvas y adultos. Así pues, entre hormigas
y hongos se establece una relación mutualista compleja, ya que las primeras se
ocupan de mantener libres de plagas a los segundos y estos les proporcionan su
sustento vital. Incluso parece que las hormigas impiden la aparición de otros
hongos parásitos mediante unas sustancias antimicrobianas que generan unas
bacterias simbiontes que albergan en su interior. ¡Ahí es nada!
Aparte de las hormigas, el
cultivo de hongos con fines alimenticios también ha sido desarrollado por termitas
y por barrenillos del género Xyleborus.
En ambos casos, los insectos acarrean esporas del hongo sobre su propio cuerpo hasta
que acaban germinando en las galerías que excavan en los árboles.
En cuanto a la ganadería, un ejemplo asimismo bien conocido es el de las hormigas que pastorean pulgones. Ni siquiera hace falta viajar a la selva tropical para presenciarlo. Basta con fijarse en cualquier planta ruderal, por humilde que sea, incluso en un escenario tan pobre como las escombreras de los pueblos. Las hormigas se encargan de mantener a los pulgones libres de depredadores y competidores. A cambio, “ordeñan” el dulce y nutritivo líquido que segregan los pulgones a partir de los jugos vegetales. Tenían que ser las hormigas, con sus complejas sociedades, las más capacitadas para desarrollar unos medios de subsistencia no anclados en el Paleolítico.
Currucas que plantan su propio alimento
Más llamativos resultan los
pajarillos que dispersan frutos y semillas en el matorral mediterráneo. En
apariencia, currucas, petirrojos, colirrojos y mirlos son aves cazadoras-recolectoras.
Durante buena parte del año se alimentan de los insectos que cazan y sólo durante
el otoño se cambian a un régimen frugívoro para aprovechar la fructificación
del matorral. Sin embargo, hay mucha complejidad encubierta.
Pensemos, por ejemplo, en las
currucas cabecinegras (Sylvia
melanocephala), legítimas residentes del matorral mediterráneo dado que
habitan en él a lo largo de todo el año. Muchas otras especies que comen y
dispersan frutos son en realidad “turistas” que sólo visitan la región mediterránea
en los meses de otoño. Pero no deja de ser curioso que la labor de dispersión
que realizan las avecillas migradoras otoñales coincida con los intereses de
las especies residentes. Bien es cierto que, a corto plazo, las aves en paso
consumen recursos que podrían aprovechar las residentes, pero también
contribuyen a sembrar unos arbustos que, a largo plazo, supondrán alimento y
hábitat tanto para sedentarias como para pasajeras. En caso contrario se habría
establecido un conflicto histórico entre residentes e inmigrantes.
A juzgar por los restos fósiles
encontrados, las currucas pueden llevar de 2 a 3 millones de años sobre el planeta. Durante
todo ese tiempo han estado comiendo y dispersando sus frutos preferidos, dando
con ello, sin querer, una forma particular al paisaje. Es decir, la maquia que
vemos ahí fuera en las zonas mediterráneas no es una formación vegetal que da
de comer a las currucas, sino que las currucas han hecho que sus plantas
favoritas abunden ahora por doquier. Se mueven entre las plantas de su “huerto”
(una huerta de lentiscos, aladiernos, acebuches, mirtos, madreselvas,
madroños), crían sobre ellas y quizá se coman los insectos que estas plantas atraigan.
En lugar de confiar en que provea la providencia, prefieren “arrimar el ascua a
su sardina”.
Como recordaba en un artículo
publicado en esta misma sección (1), las currucas fabrican su sustento a la
chita callando; incrementan la capacidad de carga del medio y, en definitiva, dan
forma al paisaje donde las vemos. En un plano metafórico, podríamos decir que la
presencia de una curruca en un lentiscar no es muy distinta a la de un agricultor
en un melonar. Al fin y al cabo, son artífices de sus respectivas obras. El
azar no juega un papel tan importante como las preferencias deterministas. No
sólo hay más lentiscos porque hay currucas dispersándolos, sino que hay más
currucas porque ellas mismas se encargan de dispersar su fuente de alimento.
Juntos, pero no revueltos
Entramos así en un bucle que se
retroalimenta de manera positiva: a más currucas más lentisco y a más lentisco
más currucas. Ya tenemos el monte convertido en una fábrica de currucas y a las
currucas convertidas en las ingenieras del paisaje. Como contaba Carlos M. Herrera
en unos preciosos artículos publicados hace ya 25 años (2, 3), las currucas
capirotadas (Sylvia atricapilla)
pueden provocar que ciertas plantas hemiparásitas obligadas, como el bayón (Osyris quadripartita) desarrollen su parasitismo de manera preferente con
una especie del matorral. Esto sucede porque las semillas del bayón viajan en
las heces de las aves junto a las semillas de las plantas predilectas y, en
consecuencia, acaban por germinar junto a éstas. Este proceso se retroalimenta
positivamente en el tiempo. No hace falta pues invocar un mecanismo de
coevolución para explicar la asociación entre lentiscos y bayones. Simplemente,
el proceso ecológico de interacción entre plantas y dispersores de semillas
acaba generando el patrón de asociación y abundancias relativas que observamos.
A estos casos de íntima interacción entre especies, que no son el resultado de
un proceso evolutivo, el ecólogo norteamericano Daniel Janzen los define como “ecological fitting” (4), algo
así como un ajuste o encaje ecológico. El caso de las currucas y sus plantas
nutricias, que Herrera denominó en su día “habitat shapping” (“dando forma al
hábitat”) sería un caso de libro del proceso Janziano de “ecological fitting”.
Pero, curiosamente, tales procesos
pueden sentar las bases de futuras relaciones evolutivas. Por ejemplo,
desconozco si el torvisco (Daphne gnidium)
y los acebuches (Olea europaea var. sylvestris) tienen en Mallorca algún
tipo de asociación simbiótica mediada por micorrizas. Pero podrían acabar
teniéndola porque los dispersores de ambas plantas suelen depositar sus
excrementos (con las semillas de ambas plantas juntas o no) desde las ramas de
los acebuches que hacen de posaderos o dormideros, lo que fomenta el
crecimiento del torvisco bajo la copa de estos olivos silvestres. El escenario
está servido para que, por medios naturales de selección, pueda prosperar una simbiosis
si el azar ofrece la ocasión. La contingencia desde luego juega a su favor.
Efectos sobre el paisaje
Estos ejemplos de organismos
pequeños y discretos, pero capaces de llevar a cabo actividades que
consideramos culturalmente sofisticadas, como la agricultura y la ganadería,
deberían servirnos de doble lección. Por un lado, nos trasladan un mensaje de
humildad. No somos tan importantes y tan singulares como pensamos, ni tan
distintos del resto de la naturaleza. Somos más bien unos recién llegados, mientras
que la naturaleza ha tenido millones de años para innovar, especialmente entre
los insectos, que es el grupo zoológico más diverso.
Por otro lado, la naturaleza no
es una escala de progreso que siga un curso de complicación progresiva. Entre
los insectos pueden evolucionar técnicas “neolíticas” de autoabastecimiento
independientes de la caza y la recolección, cuyas repercusiones en el paisaje sean
enormes y diversas. La actividad agricultora del arrendajo, que siembra
bellotas en el encinar, perpetúa el paisaje, le da forma y le garantiza, a la
vez, una despensa a largo plazo. Pero también es cierto que las termitas
siembran involuntariamente árboles en el paisaje abierto de la sabana. Una
actividad que se vuelve en su contra, por cierto, al destruir los enormes
edificios termiteros. De lo pequeño y lo simple emerge un patrón macroscópico
complejo y mucho menos azaroso de lo que parece a primera vista. Cuando coinciden
los intereses a corto plazo (como comer) y a largo plazo (como fomentar la
disponibilidad del recurso comida), las especies han dado sin duda con una
estrategia perdurable en el tiempo, sin necesidad de grandes cambios, hasta que
las reglas del juego cambien drásticamente.
Bibliografía
(1) Martínez-Abraín, A. (2013). El reclamo de la curruca. Quercus,
329: 6-7.
(2) Herrera,
C.M. (1988). Habitat-shaping, host plant use by a hemiparasitic shrub, and
the importance of gut fellows. Oikos,
51: 383-386.
(3) Herrera,
C.M. (1985). Habitat-consumer interactions in frugivorous birds. En Habitat selection in birds, 341-365. M . Cody (ed.). Academic
Press. New York.
(4) Janzen, D.H. (1985). On ecological fitting. Oikos, 45: 308-210.
Feliz de leer el ejemplo y explicación de ecological fitting!
ResponderEliminarGraciñas Marta. El caso más impresionante que conozco de ecological fitting es el de la Isla de Ascensión donde se ha generado un bosque tropical completo todo él de especies exóticas y funcionalmente activo. Todo por puro encaje ecológico sin que la ecoevolución tenga nada que ver.
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