Vivimos en un planeta
azul al que llamamos Tierra, aunque esté cubierto de agua en sus tres cuartas
partes. Es el tercero en distancia a nuestra estrella, un emplazamiento
adecuado para que el agua se mantenga en estado líquido, ni toda helada ni toda
evaporada. La vida surgió en la profundidad de los mares y mucho después colonizó la superficie marina y después la tierra emergida. Sin embargo, los organismos han radiado desde entonces
ferazmente en cada rincón de la parte sólida, como si la vida hubiese nacido
para apoyarse en el suelo y no para flotar en el agua.
Siempre me ha resultado curioso ver que en cuanto una roca
cae al mar se puebla rápidamente de todo tipo de formas vivas: algas verdes,
rojas y pardas, anémonas, esponjas, moluscos y crustáceos de toda condición
acabarán poblando y transformando el sustrato rocoso. Se diría que buena parte
de la vida marina está vagando, como alma en pena, a la busca de un lugar donde
asirse. Lo barroco y abarrotado de estas rocas viene a indicar que, en efecto,
disponer de un lugar estable (en el sentido de permanente, tanto en el tiempo como
en el espacio) parece ser un factor limitante de la abundancia de muchos grupos
de plantas y animales marinos. Similares conclusiones pueden extraerse de la rápida
y feraz colonización de arrecifes artificiales o de barcos hundidos. De hecho,
una de las causas de la gran diversidad que atesoran los arrecifes coralinos probablemente
estribe en el desarrollo de exoesqueletos calcáreos para las colonias de
pólipos entre los cnidarios, que proporcionan a muchas formas de vida rincones
donde criar y esconderse de los depredadores. A falta de rocas, los corales las
crean ellos mismos. ¡Son geo-constructores!
En el Mediterráneo da la impresión de que los animales
marinos móviles viven permanentemente hambrientos (base del éxito de la pesca
recreativa y de algunos métodos profesionales) y muertos de miedo (caso de los
pulpos que se refugian en cuencos de barro tramposamente dispuestos en el
fondo). De ello deriva el éxito de las aves marinas que se zambullen para
capturar unos peces que intentan pasar desapercibidos agolpándose en la
frontera entre la hidrosfera líquida y la atmósfera gaseosa.
Un mar lleno de
depredadores
El mar debió de ser un lugar agradable y seguro en el que
vivir hasta la llegada del Cámbrico. Fue entonces, hace unos 550 millones de
años, cuando se produjo la explosión de numerosos planes corporales
pluricelulares, aunque la vida multicelular como tal sea más antigua: tiene
unos 2 mil millones de años. Los cuales, además, emergieron casi de golpe a
escala de tiempo geológico. Una consecuencia de la finalización de la fase de
“bola de nieve” por la que pasó nuestro planeta poco antes y que lo dejó
cubierto en su práctica totalidad por una gruesa capa de hielo.
La aparición de los depredadores marinos (invertebrados como los escorpiones marinos) del Cámbrico fue el
pistoletazo de salida para la conquista de la tierra firme. No es de extrañar
que en el mar haya formas que sean capaces incluso de salir volando ante el
ataque de un depredador, como los peces y calamares voladores. Todo lo que ahora vemos sobre la tierra son formas marinas más
o menos modificadas. Incluidos nosotros mismos, que descendemos de peces óseos
pulmonados provistos de unas aletas capaces de convertirse en protomiembros y
finalmente en brazos y piernas. Desde este enfoque, las plantas son algas que
han desarrollado una cierta independencia del medio acuoso (sólo una cierta
independencia ya que aún habiendo generado medios de soporte físico, siguen
necesitando el agua para la fotosíntesis). Asimismo
los huevos de reptiles y aves son formas igualmente
independizadas del líquido elemento marino (los llamados huevos amnióticos). Un
aspecto curioso a tener en cuenta es que incluso gran parte de los continentes
(exceptuando los escudos de roca ígnea) proceden realmente del mar, ya que
están compuestos por sedimentos marinos (restos microscópicos de caparazones)
que posteriormente se elevaron como consecuencia del choque entre placas tectónicas,
dando lugar a relieves montañosos.
Biodiversidad en mares y tierras
Así pues, podría pensarse que, si la vida nació en el mar, es
allí donde deberíamos encontrar la mayor biodiversidad. Pero no es así. Por lo
que sabemos, un 75-85% de las especies que pueblan el planeta son terrestres y
la mayoría de ellas insectos. Como decía el genetista Haldane, si la naturaleza
hubiese sido creada por un ser todopoderoso deberíamos concluir que tenía una
afición desmedida por los escarabajos. Es curioso que este patrón no se deba a
que las tasas de generación de especies nuevas sea mayor en tierra firme que en
el mar, ya que al parecer son muy similares. Por ejemplo, el número de especies
de peces actinopterigios (peces con aletas radiales) es de 15.150 en ambientes de
agua dulce (continentales) y de 14.740 en ambientes marinos (1). La mayor
riqueza de los sistemas naturales terrestres responde al hecho de que la
extinción ha eliminado más formas vivas en el mar que en tierra firme. Por
ejemplo, en el caso de los peces con aletas radiales, sabemos que todas las
especies marinas (unas 20.000) proceden originalmente de un único ancestro ¡de agua dulce! Del mismo modo, todas
las fanerógamas marinas son de origen continental, al igual que los reptiles y los
mamíferos marinos.
El registro fósil nos ha permitido establecer que las cinco
grandes extinciones masivas que ha sufrido la vida en nuestro planeta fueron más
drásticas en el mar. En particular la de finales del Pérmico, entre el Paleozoico
y el Mesozoico, hace 250 millones acabó con el 95% de las especie marinas, pero
sólo con el 70% de las terrestres. Y de
nuevo, en el tránsito del Triásico al Jurásico, hace unos 200 millones de años,
una nueva extinción en masa acabó con el 20% de las familias marinas existentes.
Esta diferencia basal entre mares y tierras en cuanto a tasas de extinción
puede deberse simplemente a que los océanos ocupan una mayor extensión (concretamente,
el 71%) y entre el 90-99% del volumen de la biosfera y tienen por tanto mayores
probabilidades de verse afectados por procesos catastróficos fortuitos. Otras
posibles explicaciones son que la química o la geología marinas sean más
proclives a forzar grandes cambios al cabo de una serie de millones de años o
que el hecho de que los océanos no estén compartimentalizados permita la
difusión de catástrofes con mayor facilidad que en tierra firme.
Productividad
terrestre y productividad marina
Por lo que respecta a la productividad primaria, es mucho
menor la marina que la terrestre (por unidad de superficie), ya que sólo los
organismos vegetales fijan el carbono atmosférico y el tanto el fitoplancton
como las fanerógamas marinas habitan en una estrecha franja delimitada por los cien
primeros metros de la columna de agua, es decir, la zona donde pueden penetrar
los rayos del sol o zona fótica. Una medida, por cierto, que coincide curiosamente
con la altura de los mayores árboles del planeta, las secuoyas rojas (Sequoia sempervirens) como solía
destacar Ramón Margalef. En concreto, la productividad primaria terrestre es
tres veces superior que la marina. Lo que ocurre es que al final los totales se
igualan debido a la mayor superficie cubierta por los océanos en relación a la
tierra emergida.
De todos modos, la productividad marina no es homogénea en
el espacio. Los océanos se describen más adecuadamente como desiertos salpicados
de zonas extraordinariamente ricas en vida, que coinciden bien con afloramientos,
frentes marinos, deltas fluviales o efectos isla. Como nos recuerda de nuevo Ramón
Margalef, la mayor productividad de los ecosistemas terrestres se debe a que su
sistema de reciclaje de los nutrientes es más eficiente, al ser interno (xilema
y floema), frente al externo de los ecosistemas marinos, donde las turbulencias
sustituyen el papel de la evapotranspiración para mover el agua cargada de
nutrientes de abajo arriba, en contra de la gravedad (2).
La visión que se defendía hace unas pocas décadas, según la
cual la vida nació como una sopa en los mares primigenios, ya no se sostiene
hoy en día. Ahora sabemos que las primeras bacterias, las formas de vida más
simples, probablemente se originaron en las chimeneas o fumarolas alcalinas de
las llanuras abisales, de forma independiente a la radiación electromagnética
del sol. Su fuente de energía deriva del ácido sulfhídrico surgido desde el
interior de la Tierra
a través de fracturas en el lecho marino. De modo que las primeras formas de
vida surgieron empleando como molde las oquedades de las sólidas cavidades
internas de las fumarolas, pero encerrando dentro de sí (en el interior de su
membrana grasa) un pequeño trozo de mar. El asociacionismo bacteriano haría el
resto, creando las primeras células eucariotas por endosimbiosis o, como decía
Lynn Margulis, por captación de genomas (3).
Para llegar de ahí a los primeros metazoos, a los primeros
animales coloniales sin especialización celular, es decir, a las primeras
esponjas, sólo hizo falta emplear un poco de la cola natural desarrollada por
las bacterias: el “cola-geno” (cuyo sentido se percibiría más fácilmente si denominásemos
en femenino a la proteína “colágena”). En definitiva, la interacción entre
mares y tierras existió desde que emergieron las primeras masas de roca de
entre los mares, aunque a la vida le costó casi 2.500 millones de años asirse
al medio sólido y convertirse en colonias organizadas con base en el agua
marina pero con los pies en el suelo. Desde entonces ¡parece haberle ido muy
bien!
Bibliografía
(1) Carrete, G. y
Wiens, J.J. (2012). Why
are there so few fish in the sea? Proceedings
of the Royal Society of London
Series B, 279: 2.323-2.329.
(2) Margalef, R. (1997). Our Biosphere. Excellence in Ecology,
10. Ecology Institute. Oldendorf (Alemania).
(3) Margulis, L. y
Sagan, D. (2003). Captando genomas.
Kairós. Barcelona.
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