Lo mejor de la
ecología es que se puede practicar en cualquier parte. En realidad, todo es un
continuo y hasta en los ambientes más urbanos y humanizados podemos encontrar
inspiración ecológica.
Aún
recuerdo con cariño el día que aprendí del maestro Margalef que sus paseos por
Barcelona le habían llevado a pensar que la coloración amarilla y negra de los
taxis era similar a la de las avispas; y que ambos, insectos y taxistas,
conseguían llamar así la atención de alguien. Margalef veía las ciudades como
ecosistemas de alta productividad que explotaban los medios vecinos, como hace
un humedal con los sistemas naturales de su cuenca hidrográfica. En el fondo,
la ciudad no inventa nada nuevo, sino que reproduce estructuras que ya existían
en la naturaleza. Desde esa perspectiva la persona sensible encuentra cierto
alivio. Los animales no funcionan como máquinas; las máquinas son, más bien,
intentos muy simplificados de un ser animal. El cerebro no es un ordenador,
sino que los ordenadores son amagos groseros del cerebro. La natura siempre se
nos adelanta, como no podía ser de otra manera.
Me
viene también a la cabeza un trabajo de Carlos Herrera publicado en esta misma
revista en el que se preguntaba de dónde habían salido las plantitas que crecen
en los alcorques de una gran avenida de Sevilla, dominada por el asfalto y los
coches (1).En mi caso, el contacto urbano con la ecología es más fácil porque
vivo en un pueblo y allí lo urbano y lo rural se dan la mano. De regreso a casa
puedo reflexionar sobre los falsos pétalos de la buganvilla que sobresale de un
patio privado y recuerdan a la cola del pavo real ya que ambas aparentan ser lo
que no son. Puedo recrearme observando higueras y zarzamoras que, a modo de
epífitas tropicales, crecen sobre los cinamomos asiáticos plantados en las
calles para dar sombra. Puedo viajar al mundo de los enormes mamíferos
herbívoros extinguidos por el hombre en la América de hace 13.000 años cuando reparo
en los gigantescos ejemplares de agaves y chumberas del jardín de flora
semidesértica, erizada de defensas. O me distraigo pensando en las
convergencias adaptativas de aviones y vencejos, que se afanan por criar en las
cornisas de las viejas casas, sustitutos de los acantilados naturales. Pero
donde más posibilidades encuentro de hacer ecología doméstica es en la tienda
de comestibles, en el colmado de la esquina. Las esperas para ser atendido se
convierten así en un momento de disfrute.
Higos, higueras
y avispas
Uno
de esos momentos gozosos me lo proporcionó una caja de brevas, que me llevaron
a pensar por qué diantres las higueras tienen varias cosechas al año. ¿A qué se
debe ese extraño comportamiento? Al principio pensé que podía deberse a la
carga evolutiva del pasado tropical del género Ficus, al que pertenece la higuera (F. carica). Pero la realidad resultó ser mucho más sorprendente.
Las higueras tienen dos tipos de pies, es decir, un sistema reproductor dioico
o más bien dimorfo, con árboles cuyas flores femeninas sólo pueden tener el estilo
largo o el estilo corto, una estrategia evolucionada a partir de ancestros
monoicos (con los dos sexos sobre la misma planta).
El
caso es que las higueras son polinizadas, en exclusiva, por unas avispillas de
la familia Agaonidae. Estas avispas transportan polen desde los pies masculinos
a los femeninos y penetran en el interior de los higos, que técnicamente son
siconos o frutos compuestos por multitud de diminutos frutillos y, por lo tanto,
de diminutas florecillas. Las avispas pueden tener ciclos vitales de dos o tres
generaciones. Por ello las higueras producen siconos de manera continua a lo
largo del año. Según los casos, proporcionan dos o tres cosechas en mayo, julio
y septiembre, o bien en mayo y agosto (primero las brevas y luego los higos). Es
decir, ¡proporcionan tantas cosechas
como sea necesario para mantener con vida a sus imprescindibles polinizadores!
Esta es la clave.
Desde
esta perspectiva, las varias cosechas anuales de las higueras serían la
consecuencia –y no la causa– de esas dos o tres generaciones que permite el
ciclo reproductor de las avispillas. Un complejo mutualismo que nosotros
aprovechamos en beneficio propio, olvidando de donde procede la aparente generosidad
de las higueras. La compleja fructificación de la higuera recuerda un poco a
esos árboles que, como los robles, producen agallas como medio de defensa ante el
ataque de los insectos. Unas agallas, que son aprovechadas por los insectos
como lugar seguro para sus larvas. Lo de las higueras y las avispas va un paso
más allá y se convierte en un mutualismo o en una simbiosis compleja que ha
atraído a la mente humana desde los tiempos de Aristóteles y Teofrasto (2).
Mangos, aguacates y megaterios
Pero
a la tienda de comestibles no sólo llegan productos locales. El mundo se nos ha
quedado pequeño y también son habituales los grandes frutos tropicales. Cuando
uno intenta comerse un mango, por ejemplo, se percata de lo particular de su semilla: es
enorme, plana y está muy bien protegida. Aparte de requerir una técnica
especial de pelado para acceder cómodamente a su pulpa (mesocarpio), el
endocarpio o hueso del mango nos puede llevar a pensar para qué demonios
fabrica una semilla con semejantes características. La razón se halla de nuevo
en una coevolución, esta vez entre animales que dispersan frutos y las plantas
que los producen. Los mangos son árboles relictos de un largo periodo de
interacción con la megafauna de mamíferos herbívoros del
Pleistoceno asiático. Pensemos asimismo en el caso del durián asiático (Durio zibethinus), una fruta tropical gigante protegida por espinas y de agradable sabor, pero pestilente para nuestro olfato (seguramente todo lo contrario para el olfato de sus antiguos dispersores). También antes de la llegada de nuestra especie a América, inmensas
manadas de mamuts y mastodontes dejaban sus huellas en el sedimento de los ríos. Gigantescos perezosos terrestres llamados megaterios se alimentaban
a dos patas de frutos igualmente agigantados y destinados a ser engullidos de
un bocado por animales de gran talla que no fracturasen ni dañasen la semilla. Lo
mismo hacían los extintos gliptodontes, enormes parientes de
los actuales armadillos, o los toxodontes.
Al
desaparecer toda aquella fauna, los árboles productores de frutos gigantes se
habrían encaminado progresivamente hacia su extinción de no ser por la
actividad agrícola humana, que no sólo los ha salvado sino que los ha expandido
enormemente. Los descendientes de aquellos humanos que terminaron de extinguir la megafauna de mamíferos fueron, en cierta medida, su sustituto funcional. Curiosidades de la vida. Se
pierde en diversidad, pero se conserva al menos la funcionalidad de los
ecosistemas afectados, es decir, continúa activo el proceso de dispersión. No
sólo continúa sino que probablemente se ha visto aumentado. Desde el punto de
vista de su eficacia biológica los mangos (y demás árboles frutales) son unos
vencedores que están muy alejados de la extinción al haber sido dispersado por los trópicos de todo el Planeta. A los frutos gigantes,
inaccesibles para la fauna salvaje actual, se les denomina anacronismos
evolutivos, fantasmas fuera de su tiempo. Sólo algunos homólogos domésticos de
la antigua fauna salvaje, como vacas y caballos, pueden consumirlos sin dañar
las semillas (3), especialmente si no son rumiantes (4). Podríamos
seguir con más reflexiones sobre el pan, el yogur, las almendras, el aceite,
el vino, las patatas, el maíz, las granadas o las sandías. Pero aquí es donde
debe entrar en juego la curiosidad y la imaginación del lector. ¡Feliz paseo
por el supermercado o, mejor aún, por la frutería local! Espero que seáis más
peligrosos que el célebre elefante soltado en una cacharrería.
Agradecimientos
A
Carlos Herrera, por ponerme en la pista de una bibliografía apasionante sobre
las estrategias reproductoras de las higueras. A Jaume Aulí, por nuestras
habituales conversaciones en torno a los productos que vende en su centenario
colmado mallorquín (Can Gener). Larga vida a su pequeño comercio de proximidad.
Bibliografía
(1) Herrera, C.M. (2011). ¿De dónde
salieron todas esas “malas hierbas”? Quercus, 299:
6-7.
(2) Valdeyron, G. y Lloyd, D.G. (1979).
Sex differences and flowering phenology in the common fig, Ficus carica L. Evolution,
33: 673-685.
(3) Barlow, C. (2000). The ghosts of evolution. Basic Books.
New York.
(4) Martínez-Abraín, A. (2015).
Rumiando
una respuesta. Quercus, 348: 6-7.
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