La unidad de la
vida es un hecho evolutivo, hasta tal punto que las sustancias fotorreceptoras
de nuestros ojos parecen remontarse a las cianobacterias, como vimos en el detective
del pasado mes de abril. Sin embargo, plantas y animales se separaron tan
temprano en la historia de la vida que ni la ecología ni la evolución de ambos
reinos son totalmente equiparables.
Aspiramos
a tener leyes biológicas universales. Un deseo que no podrá hacerse realidad hasta
que la exobiología, o biología de la vida extraterrestre, sea un hecho. No es
un propósito imposible, pero sí difícil de conseguir. Casi tanto como tratar de
conocer nuestra propia ecología en ambientes donde coincidieran varias especies
de humanos. En realidad esa extensión heteroespecífica de nuestra naturaleza, a
la que se debe que llevemos a cuestas el ADN de al menos cuatro especies de
homínidos, quedará para siempre en el cajón de los deseos.
Parece
más asequible, sin embargo, tratar de disponer de una biología que unifique
toda la vida de nuestro planeta, sin duda una de las actividades más serias a
las que puede dedicarse el intelecto humano. Procariotas, protistas, hongos,
plantas y animales compartimos las mismas bases bioquímicas. Contamos con
moléculas autorreplicantes y rutas metabólicas conservadas desde muy antiguo.
Pero también somos muy diferentes.
Sésiles y
móviles
Una
de las principales diferencias es que las plantas son sésiles –es decir, están
ancladas al sustrato– y eso determina toda su ecología. Algunos animales
marinos, como corales y esponjas, tienen en eso un parecido notable con los
vegetales. De hecho, las primeras formas vivas tenían simetría radial
probablemente a causa de su naturaleza sésil. Si no te puedes mover del sitio,
es mejor poder responder a los estímulos que te lleguen en un ángulo de 360º.
Los animales bilaterales evolucionamos en realidad a partir de las larvas de
las formas sésiles, que sí son móviles. Nuestra simetría bilateral proviene de
ahí.
Que
las plantas sean sésiles implica que no pueden salir corriendo ante una
situación de peligro, como la que representa un herbívoro, y por eso han
desarrollado todo tipo de sustancias químicas de protección. Por eso recurrimos
a las plantas (y los animales sésiles marinos) en busca de posibles curas para
nuestras enfermedades y no tanto a los animales terrestres móviles. En
realidad, en mayor o menor medida, todas las plantas son tóxicas. Quieren que
se consuma su néctar y su polen, porque con ello consiguen reproducirse
sexualmente. También quieren que se consuman sus frutos, porque logran así dispersar
sus semillas. Pero de ninguna manera quieren perder sus partes verdes
fotosintéticamente activas, las placas fotovoltaicas de donde emana la energía
química para fabricar precisamente su néctar, su polen y sus semillas. Así
pues, es normal que los niños tengan una tendencia innata a evitar el consumo
de verduras. Sus hígados, nuestros órganos por excelencia para eliminar sustancias
tóxicas, están poco desarrollados y pequeñas dosis de hojas (pongamos
inofensivas lechugas o espinacas) podrían resultarles dañinas. A eso se añade
que encima no dejamos a los pobres niños comer tierra, cuando muchas veces lo
intentan de forma instintiva. Ese hábito de comer barro tiene mucho sentido
entre herbívoros y frugívoros, porque la arcilla también contribuye a eliminar tóxicos.
La cocción tradicional en recipientes de barro debía ayudar en este proceso de
eliminación de sustancias indeseadas en los vegetales cocinados (1). La cocción
en cualquier recipiente es nuestra estrategia para vencer los tóxicos de las
plantas; una ventaja a la que llegamos sólo después de dominar el fuego.
Los
animales, por el contrario, podemos salir corriendo ante un peligro y no necesitamos
estar dotados de un arsenal químico, como las plantas. Los que sí han
desarrollado su propio arsenal de defensas químicas tienen escasa capacidad de
desplazamiento y lo advierten a las claras con colores llamativos, para que
quede claro el riesgo de ingerirlos. Es el caso, por ejemplo, de las coloridas
babosas marinas (nudibranquios), lentas pero seguras.
Una castaña y un huevo de gallina. Símbolos de las enormes diferencias que median entre los mecanismos reproductores de animales y plantas, a pesar de tener un origen evolutivo común (Foto del autor) |
Conservar
plantas
De
manera que conservar animales y plantas son empresas muy distintas, aunque a
menudo nos empeñemos en aplicar las mismas reglas y estrategias a ambos mundos.
Para empezar, es muy difícil asegurar que una planta se ha extinguido. La razón
es que, aunque no la veamos durante años, sus semillas pueden estar presentes
(aunque dormidas) en el suelo. De manera que, si llegan a darse determinadas
condiciones ambientales, la planta vuelve a germinar para sorpresa de propios y
extraños. Eso es impensable en el mundo de la conservación animal.
Los
espacios protegidos probablemente tienen más sentido para seres sésiles que
para seres móviles, a no ser que sean de enorme extensión o que se diseñen a
modo de red en la que queden cerca unos de otros. En realidad, son islas inmersas
en una matriz modificada y, en gran medida, inhóspita. Serían el equivalente de
islas (no oceánicas, es decir, no volcánicas) que se originan sobre la
plataforma continental con los ascensos del nivel del mar. Zonas que antes
estaban unidas al continente y que luego quedaron separadas entre sí. Su
destino, según predice la teoría ecológica, es la pérdida progresiva de
especies desde el momento del aislamiento (2). Imagino que este problema es
menos exagerado en el caso de las plantas, que en poblaciones isleñas
desarrollan adaptaciones ante la escasez de individuos de la misma especie y
también de polinizadores. Por ejemplo, pueden autofecundarse o modificar su ciclo
reproductor para hacer más probable la polinización (3). Todo esto es
impensable en el mundo animal. Sólo la dispersión en un paisaje fragmentado
puede mantener a las especies en el tiempo, pero a cambio de un alto coste; o
si no, que se lo digan a los casi 20 linces atropellados en el año 2014 en España.
Evolución en
plantas y animales
Es
tentador separar a plantas y animales como organismos que en el pasado domesticaron,
respectivamente, cloroplastos y mitocondrias de vida libre. Pero sería falso.
Las plantas no sólo tienen cloroplastos, sino también mitocondrias. Podríamos
decir que las plantas son más complejas que los animales a escala celular. Gracias
a los cloroplastos, fabrican su propio alimento a partir de la nada, como ya
dije en otra ocasión (4), y luego queman lo sintetizado en las mitocondrias
para recuperar la energía química contenida en los enlaces de esas moléculas,
cuando la luz no está presente. De hecho la productividad efectiva de una planta es la resultante de restar a la fotosíntesis la respiración. Nosotros, los animales (seres heterótrofos), no
seríamos nada sin las plantas; nuestra evolución habría sido inviable y, desde
luego, ellas nos precedieron. Lo más parecido a una quimera planta-animal son algunos protistas (un tipo de paramecio o ameba) portador de cloroplastos. Pero los
protistas (antiguos proto-zoos) no llegan a ser verdaderos animales (eu-meta-zoos),
como no lo son tampoco las esponjas (para-zoos).
El
argumento de mayor peso que separa a animales y plantas es el que Carlos M.
Herrera aborda en la introducción de su libro sobre la alta variación dentro de
un mismo individuo vegetal y como ello determina su interacción con los
animales (5). Hace referencia a las diferentes estrategias de desarrollo en
animales y plantas, diferencias debidas a que sus caminos evolutivos han sido
independientes. En los animales, los linajes celulares reproductivos y
somáticos divergen temprano en la embriogénesis, mientras que en las plantas
las estructuras vegetativas y las reproductoras comparten un linaje celular común.
Es decir, las células de las plantas retienen todo el potencial de
diferenciación hasta muy tarde a lo largo de su desarrollo. Esto hace que sean seres
modulares, construidos por repetición de un mismo módulo: el metámero. Las
plantas son como un juego de construcción para niños, que fabrica el todo
mediante adición de una secuencia de piezas idénticas, bajo la influencia de las características del medio.
Dos reinos, dos
teorías
En
definitiva, tanto la naturaleza sésil de las plantas como sus peculiaridades
somáticas y el hecho de poder reproducirse asexualmente, hacen de ellas unos seres en los que la evolución procede por
caminos muy distintos a los del reino animal. Así, en las plantas, las
mutaciones somáticas (es decir del cuerpo) pueden ser transmitidas a las
células reproductoras (gametos); la poliploidía (organismos con más de dos
series completas de cromosomas) es habitual entre ellas y da lugar a nuevas
especies vegetales de forma rápida; y la epigenética, que frecuentemente dota a
las inmóviles plantas de plasticidad fenotípica (como fabricar hojas punzantes
en su parte baja, al alcance de los herbívoros) es un mecanismo evolutivo más
frecuente en el reino vegetal, aunque también se da en el reino animal (6).
Como
dice Herrera, puede que necesitemos dos teorías evolutivas: una para las plantas
y otra para los animales. La evolución se ha estudiado mucho más en los animales
que en las plantas y las conclusiones obtenidas en un grupo no son
necesariamente válidas para el otro. Eso nos aleja del ideal científico de
obtener principios universales. Pero si Einstein y la teoría cuántica matizaron
a Newton en lo tocante a las leyes físicas que son aplicables a lo muy grande
(planetas) y a lo muy pequeño (partículas subatómicas), no es de extrañar que
en biología nos veamos forzados a reconocer que las plantas y los animales, aun
teniendo un origen común, son tan distintos como un huevo y una castaña. Ambos escogidos,
medio en broma, como ejemplos de unidad reproductora de animales y plantas.
Bibliografía
(1) Barlow, C. (2000). The ghosts of evolution. Basic Books.
New York.
(2) Newmark, W.D. (1987). A
land-bridge island perspective on mammalian extinctions in western North
American parks. Nature, 325: 430-432.
(3) Pérez-Bañón, C. y otros
autores (2007). Pollination in small islands by occasional visitors: the
case of Daucus carota subsp. communatus (Apiacea) in the Columbretes
Archipelago, Spain. Plant Ecology,
192:
133-151.
(4) Martínez-Abraín, A. (2014). Cómo crear
materia viva a partir de la “nada”. Quercus,
339: 6-8.
(5) Herrera, C.M. (2009). Multiplicity in unity. The University of
Chicago Press. Chicago.
(6) Skinner, M.K. y otros autores
(2014). Epigenetics and the evolution of Darwin’s finches. Genome Biology and Evolution. Disponible en: Doi:10.1093/gbe/evu158.
hola. en relacion a a quimera planta -animal, creo que casaria bien el caso del gasteropodo elysia chlorotica (y otras especies proximas de ese grupo http://www.plantphysiol.org/content/123/1/29.full
ResponderEliminaren os los ultimos años ha habido pruebas a favor y en contra de la transferencia horizontal de genes del alga al nucleo del molusco (bien resumido por http://rspb.royalsocietypublishing.org/content/281/1777/20132450.short)
así que la cosa tiene su enjundia evolutiva :-) disculpad la mala ortografia, debida al uso de un dispositivo movil
Gracias Marta, pues sí, ese caso de transferencia horizontal de genes entre un alga y un metazoo es bien interesante; y sólo el hecho en sí de la biología de este gasterópodo marino que emplea los cloroplastos de las algas que ingiere como fuente de energía es ya impresionante.
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