miércoles, 4 de noviembre de 2015

El ojo ¡menudo collage!

Solemos asociar ciertas estructuras anatómicas con determinados grupos zoológicos. Por ejemplo, el pelo es cosa de los mamíferos, las plumas son típicas de las aves, la vejiga natatoria de los peces y las escamas de los reptiles. Sin embargo, la anatomía de un vertebrado es un compendio de características heredadas de sus ancestros y de innovaciones propias de su grupo. Nosotros las vemos todas juntas, las antiguas y las modernas, en el mismo plano temporal, pero sus historias tienen raíces muy distintas y pueden generar confusión.

Los ornitólogos suelen enterarse de la existencia de la membrana nictitante gracias a las rapaces nocturnas. Es una especie de telilla que, a modo de falso párpado, protege el globo ocular de las aves. Pero no sólo de las aves. También está presente en los reptiles, lo cual puede deberse a un fenómeno de convergencia al inventar este protector ocular o bien a una cuestión de parentesco. En el caso de la membrana nictitante es más probable que sea el segundo caso, ya que las aves proceden de los reptiles.

Hace unos 250 millones de años, en el Triásico inferior, toda la masa de tierra emergida se agolpaba en el supercontinente Pangea. El planeta estaba desmontando por erosión el relieve del plegamiento herciniano del Paleozoico y transportando los sedimentos resultantes a la desembocadura de los ríos, donde se formaron grandes deltas de arenas rojas y de grano fino. Esos sedimentos del denominado Bundsandstein conservan ahora, ya en forma de rocas consolidadas, las huellas de un reptil terápsido conocido como Lystrosaurus que tenía la talla de un cerdo actual. A juzgar por sus ignitas o huellas fósiles, se cree que el mundo de los vertebrados de gran porte estaba entonces dominado, en términos de abundancia, por esta especie (quizás sea un sesgo relacionado con su detectabilidad). Un segundo grupo de reptiles, el de los arcosaurios, se encontraba en minoría. Curiosamente, Lystrosaurus acabó siendo desplazado por otros reptiles terápsidos, los cinodontes, y se extinguió a finales del Triásico. Los cinodontes darían lugar a los primeros mamíferos, mientras que de los arcosaurios proceden los pterosaurios voladores, los cocodrilos primitivos y los dinosaurios; y, en definitiva, las aves, que nunca han dejado de ser dinosaurios emplumados.

La membrana nictitante también está presente en los mamíferos, así que habría que retrotraer su origen hasta los reptilianos ancestros que fueron comunes a aves y mamíferos, es decir, anteriores a la separación entre terápsidos y arcosaurios. Este curioso parpadillo viaja desde entonces a través del tiempo en los ojos de los vertebrados. Nuestra especie también lo posee, aunque en forma de un repliegue semilunar de la conjuntiva en el que pocas veces reparamos. O sea, que en esa membranilla atrofiada (innecesaria en nuestro ojo gracias a la protección que nos dispensa la conjuntiva) quedan resumidos nada menos que 250 millones de años de historia en común de reptiles, aves y mamíferos. El famoso diente de eclosión de las aves, que ayuda a romper la cáscara del huevo, no nos hace viajar tanto en el tiempo como la membrana nictitante, ya que ese dientecillo sólo es propio de aves y reptiles. Así pues, la membrana nictitante probablemente fuera una invención de los dinosaurios durante el Jurásico.

Los hermosos y grandes ojos del búho real son uno de sus rasgos más característicos. La aparente unidad del ojo-cámara de los animales es en realidad un engaño, ya que está formado por un conjunto de piezas inventadas por la historia evolutiva a lo largo de varios cientos de millones de años (Foto: Antonio Pérez Torres).

Un pecten ocular
El nombre de “pecten” solemos asociarlo a las vieiras (Pecten maximus), pero también define una desconocida estructura del ojo de algunos reptiles y de todas las aves que tiene forma de peine y está formada por vasos sanguíneos. No es, por lo tanto, fotosensible. Si nos remontamos al origen de los primeros ojos, nos encontramos con que las formas más sencillas consistían en una simple película fotosensible aplanada, como la de los crustáceos que viven en las chimeneas hidrotermales del fondo marino (1). Una especie de retina plana situada sobre el dorso de los camarones que percibe la radiación, en forma de calor, que emiten las chimeneas. Con el paso del tiempo, esos ojos primitivos acabaron plegándose en forma de saco y dieron lugar a los sofisticados ojos-cámara de vertebrados e invertebrados. La película original se plegó de manera que las células fotosensibles y su aparato de irrigación quedaron en el interior del ojo (como en los vertebrados, incluidos nosotros mismos) o bien dejando que todas esas estructuras quedaran por fuera del ojo (en invertebrados como el pulpo).

Tanto en aves como en mamíferos, el hecho de que el nervio óptico y los vasos sanguíneos asociados a la retina se encuentren en el interior del ojo genera múltiples problemas de visión. Las aves los resuelven gracias precisamente al pecten, que aleja los vasos sanguíneos de la retina y contribuye en gran medida a que las aves tengan esa visión tan aguda. Además, el pecten nutre a la retina, la protege con su pigmentación de los daños que pudiera causarle la radiación ultravioleta y controla el grado de acidez del humor vítreo. Finalmente, el pecten no está presente en los mamíferos, de manera que tuvo que aparecer, como el diente de eclosión, en los reptiles que dieron lugar a las aves y no más atrás, en el ancestro común reptiliano de aves y mamíferos. En fin, ¡quién tuviera un pecten!

Y volviendo a las vieiras, para cerrar el círculo, aprovecho para recordar que estos moluscos bivalvos cuentan con una batería de diminutos ojos (de color azul intenso) que son sensibles a los cambios de intensidad de la luz (cada ojo cuenta con dos retinas), lo que les permite detectar la posible llegada de depredadores. 


Los pequeños pero abundantes ojos de las vieiras (Pecten maximus) cuentan con dos retinas y permiten detectar cambios en la intensidad de la luz. Foto: Kathryn R Markey Fuente: Olympusbioscapes

Otras estructuras oculares
Del tapetum lucidum ya hemos hablado en otras ocasiones. Las aves no tienen esta capa de tejido reflector del fondo del ojo, a diferencia de muchos grupos de animales que en origen debieron ser nocturnos. Las aves deben provenir de reptiles arcosaurios que eran eminentemente diurnos (el grupo de los terópodos, unos dinosaurios bípedos), mientras que los cocodrilos actuales provendrían de reptiles de hábitos más nocturnos, ya que sí cuentan con tapetum. Como ya sugería hace unos años (2), el hecho de que los prosimios (lémures, loris y gálagos) aún conserven esta estructura sugiere que nosotros la perdimos al hacernos diurnos. Quizás en origen, cuando aquella película fotosensible se plegó dejando a conos y bastones apuntando hacia al interior del ojo (en lugar de hacia el exterior, de donde procede la luz) nuestros ancestros fuesen nocturnos y su tapetum funcionara como una antena parabólica que concentrara la luz en sus baterías de células sensoriales. Las aves nocturnas suplen la falta del escudo reflector gracias a una gran “abertura de diafragma” (grandes ojos de grandes pupilas) y al uso de una “película fotográfica” de muchas “asas” e “isos”, es decir, a una potente inversión en bastones.

Un buen complemento para la calidad visual de las aves, además de su pecten, es la fóvea, una depresión en la retina muy rica en conos (sensores del color) donde se enfocan los rayos de luz. La fóvea está presente en peces, reptiles, aves y mamíferos, de manera que debe ser una estructura muy antigua, desarrollada hace unos 350 millones de años por el ancestro común de los actuales peces y vertebrados terrestres. Esta explicación es más simple (o parsimoniosa, como se dice en ciencia) que plantearse una invención independiente de la misma estructura repetidas veces. Un hecho que, sin embargo, a veces sucede y ahí están las alas de insectos, reptiles, aves y mamíferos voladores para demostrarlo.

En definitiva, la aparente unidad del ojo es en realidad un engaño. En realidad la aparente unidad del cuerpo es un engaño. Más bien se trata de un mosaico de piezas inventadas por la naturaleza en distintos momentos de la historia y heredadas en el tiempo (o perdidas) en función de los procesos de selección natural que han operado a lo largo de varios cientos de millones de años. Evolución en mosaico. Ser conscientes de que somos una especie de collage temporal, concebido a tan largo plazo, muchas veces reutilizando piezas pre-existentes, creo que nos enriquece enormemente como personas y es un privilegio que no ha tenido a su alcance ninguna otra especie en toda la historia de la vida sobre la Tierra. Así que, ¡disfrutémosla! 

Bibliografía

(1) Martínez-Abraín, A. 2015. Cuando las moléculas hablan. Quercus 350:6-7. 
(2) Martínez-Abraín, A. (2012). Conocer, lo que se dice conocer… Quercus, 316: 6-8.

2 comentarios:

  1. Muy enriquecedor, comme d'habitude :o) Gracias!
    El último párrafo me lleva a pensar en la repetida adquisición de la visión ultravioleta (y sus diferencias e implicaciones) en aves. Como aperitivos, sugiero: http://www.biomedcentral.com/1471-2148/13/36 y https://peerj.com/articles/621/, cuyos autores, dos mentes maravillosas a las que aprecio un montón, son Anders Ödeen y Olle Hastad.

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  2. Gracias Marta. Eres una máquina con la bibliografía!!! Prometo mirármelos.

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