martes, 30 de junio de 2015

Dientes de gallina, cola de persona

No hace falta convencer a nadie a estas alturas (al menos en la vieja Europa) de que la evolución es un hecho. Sin embargo, este mes me gustaría ocuparme de los atavismos y los órganos vestigiales, porque prueban de manera especialmente clara que las formas de vida actuales han surgido por modificación de otras anteriores. Y nos hablan, además, de la importancia de los mecanismos embrionarios en la evolución.

Hace ya treinta años, el gran paleontólogo norteamericano Stephen Jay Gould (1941-2002) tituló uno de sus libros Dientes de gallina y dedos de caballo. Traducido al castellano, pierde la sonoridad original inglesa de Hen’s teeth and horse’s toes, pero aun así resulta sugerente y es, como el resto de su obra, una gran fuente de inspiración (1). Veamos. Las aves actuales (Neornithes) se dividen en dos grandes clados. Por un lado están las Paleognatas (que engloba a las grandes aves no voladoras como kiwis, avestruces, emús, ñandús, casuarios, tinamúes y las ya extintas moas de Nueva Zelanda y aves elefante de Madagascar) y por otro las Neognatas. Dentro de las Neognatas el clado de los Galloánsares se separó a mediados del Cretácico (2-4). El clado restante, conocido como Neoaves, se diversificó mucho y muy rápidamente poco después del límite entre el Cretácico y el Terciario. Con esto quiero decir que el grupo que engloba a gallináceas, patos y gansos no pertenece a las aves más modernas, por extraño que parezca, sino que su linaje se remonta al momento en que los dinosaurios dentados se convirtieron en terópodos emplumados. No es de extrañar, por tanto, que a veces los embriones de gallina ¡tengan dientes!

Solemos explicar la aparición de rarezas recurriendo a las “mutaciones”, como en el caso de aquellos monstruos que el naturalista francés Etienne Geoffroy Saint-Hilaire buscaba entre los animales domésticos con la esperanza de aprender algo de ellos. En muchos casos la mutación genética (entendida como la aparición de una novedad o alteración en la secuencia del genoma) sí ha resultado ser la causa de monstruosidades, como  el gato con dos cabezas o  la vaca con patas en el lomo. Pero no siempre. La aparición de dientes en las mandíbulas de un embrión de gallina no se debe a una mutación clásica sino que se produce por la activación de un gen ancestral aún presente en su genoma, aunque regulado a la baja para que no se exprese. Así que esos dientes tendrían poco de monstruoso y mucho de información histórica valiosa. A menudo la innovación genética procede, no ya de cambiar la ordenada estructura interna de un gen, sino de alterar las regiones donde se controla la expresión de uno o varios genes. Podríamos imaginar estas regiones como una especie de interruptores generales ubicados al margen de los genes, desde los cuales se decide cuáles se expresan y cuáles permanecen en silencio durante el desarrollo embrionario, cuáles se activan y cuáles quedan inactivados. Como luces que se apagan y se encienden a placer.

Las gallinas pertenecen a una estirpe de aves muy antigua y no es extraño que sus embriones desarrollen dientes reptilianos de vez en cuando, un rasgo ancestral. Foto del autor. 
La mutación clásica, al contrario de lo que habitualmente se enseña, no es la única fuente de innovación disponible para la selección natural. Como bien decía Gould, lo que sucede en el desarrollo embrionario (ontogenia) puede tener importantes consecuencias en la diversificación de los taxones (filogenia), a escala de especie o incluso superior. Activando y desactivando genes que regulan el desarrollo embrionario podemos producir innovaciones corporales (somáticas), como ya comentamos en esta misma sección hace un par de años (5). Es la llamada evo-devo (evolutionary developmental biology o biología evolutiva del desarrollo). A nadie debería sorprender que una especie situada en la base de la filogenia de las aves modernas, como la gallina, pueda desarrollar embriones con dientes de vez en cuando. Sus antepasados los tuvieron y esa información no se ha perdido, sino que simplemente ha permanecido oculta desde hace mucho tiempo. Los genes para fabricar dientes en las gallinas están todavía ahí, sólo que desactivados.

Dientes de gallina y dedos… ¡de avestruz!
A los lectores más exigentes que encuentren contradictorio que los dientes de gallina se parezcan a los de las aves fósiles, como Archaeopteryx, y éstos a su vez a los de cocodrilo, pero curiosamente no a los de los reptiles terópodos de los que proceden las aves, que son planos y aserrados, les recordaría que el mérito de la invención de los dientes hay que atribuírselo en realidad a los peces. Los dientes son una innovación derivada del ectodermo (como la piel, el pelo, las uñas, los cuernos y las pezuñas), así que tanto los cocodrilos como los dinosaurios y luego las primeras aves sólo tuvieron que reutilizar aquellas instrucciones ya escritas en los genes de los primeros peces que se aventuraron fuera del mar hace unos 350 millones de años. El hecho más importante no es por tanto si se activa o no un gen de reptil terópodo cuando aparece un embrión de gallina con dientes, sino que las instrucciones para producir una estructura propia de los peces se haya conservado en los reptiles y en las aves durante centenares de millones de años. El escaso parecido entre los dientes de las gallinas y los de los reptiles terópodos no es pues ninguna pega a la teoría evolutiva, sino una evidencia de la evolución de los tetrápodos a partir de los vertebrados marinos que abandonaron el mar.

Otro interesante atavismo es el de los embriones de aves que tienen cinco dedos en sus estadios iniciales de desarrollo, caso de los avestruces, aunque luego sólo desarrollen tres. Una prueba evidente de que las aves proceden de ancestros pentadáctilos y de que las instrucciones para fabricar aves con tres dedos fusionados se han construido sobre la información genética de sus antepasados.

Como también nos recordaba Gould, los caballos nacen a veces con varios dedos. Eso, lejos de ser una aberración o un accidente genético, es un recordatorio de la evolución de los caballos actuales, con un solo dedo cubierto por una pezuña de queratina, desde los caballos arcaicos que tenían varios dedos. Y por arcaicos sólo quiero decir antiguos, pero no primitivos, porque en evolución no tiene sentido ese concepto de progreso que tan claro vemos los humanos en nuestras creaciones de cachivaches. Por selección natural sólo surgen formas adaptadas a las necesidades ambientales del aquí y del ahora, que son cambiantes en el tiempo (sin una tendencia permanente, normalmente).   

Órganos vestigiales
Todavía más cercano a nosotros sería el caso de los seres humanos que nacen con una pequeña cola o con vello abundante en lugares del cuerpo donde no solemos tenerlo los monos desnudos. La cola no es una mutación azarosa, sino un salto en el tiempo que nos lleva directamente a nuestro pasado como primates arborícolas en las selvas del África tropical. Aún siguen escritas en nuestro genoma las instrucciones para tenerla. Simplemente permanecen silenciadas.

Nuestros ancestros africanos nunca tuvieron una cola tan sofisticada como la de los primates suramericanos, de naturaleza prensil, pero seguramente les servía como apéndice de equilibrio en las alturas. Muchos la conservaron en su paso a primates terrestres cuando las selvas de África oriental se transformaron en sabanas hace unos 8 millones de años, tras la apertura del valle del Rift. Pero los homínidos probablemente la perdimos como una consecuencia derivada de la marcha bípeda.. No debería sorprendernos (y mucho menos avergonzarnos) que la naturaleza nos recuerde de vez en cuando quiénes fuimos y de dónde venimos. De hecho, aunque menos aparente, el hueso sacro que todos compartimos, formado por la fusión de cinco vértebras, no deja de ser un vestigio de la cola que antaño tuvimos. Los romanos le dieron ese nombre al curioso hueso porque se entregaba a los dioses en los sacrificios. Como no deja de ser una parte enormemente interesante de nuestra anatomía, lo de considerarlo sagrado es probablemente una de las maneras que ha tenido el intelecto humano de llamar la atención sobre su singularidad y contenido histórico.

Los caballos se apoyan sobre la falange de su tercer y único dedo, pero en ocasiones nace alguno con varios dedos. Esto, lejos de ser una aberración, es un vestigio que nos informa sobre la pérdida de dedos durante la evolución del caballo. Las instrucciones genéticas para fabricar un caballo con varios dedos aún no se han perdido del todo.  Sólo están desactivadas. Foto del autor. 

Los atavismos y el progreso en evolución
Me imagino que el fulgurante desarrollo actual de la epigenética también tendrá mucho que decir sobre los atavismos en el futuro, si hay factores ambientales implicados en el proceso. En una imaginaria población donde la frecuencia de atavismos fuese relativamente alta podría darse selección a favor de esos rasgos morfológicos, con el resultado de una “involución” o evolución hacia atrás. Esto no es norma habitual en la naturaleza, sencillamente porque es muy raro que los rasgos ancestrales se manifiesten a menudo o/y coincidan con un contexto fenotípico o ambiental adecuado para ser exitosos. Pero el hecho de que la naturaleza no de habitualmente marcha atrás tiene poco que ver con una teórica línea de progreso con la que solemos identificar a la evolución.

Las cosas del pasado no vuelven a menudo porque los avatares de la historia llevaron a dejarlas aparcadas en un cajón. Pero no porque sean peores o estén simplemente superadas. Las aves aparcaron los dientes por ser estructuras pesadas para el vuelo, pero quizá podrían regresar para quedarse en especies no voladoras, como los avestruces, o de gran talla, como los gansos (que por cierto ya tienen el pico modificado en forma de sierra). La evolución es cambio sin más, diversificación en el seno de los ecosistemas, pero no progreso. Para que hubiera progreso haría falta tener primero una idea prefijada de cuál sería la meta deseable a alcanzar. Eso nunca sucede en evolución, ya que el camino se hace al andar, en ambientes cambiantes, como bien decía Machado. Nada está escrito, decidido o predicho de antemano en evolución, al contrario de lo que sucede en las mentes de los ingenieros humanos, que sí saben hacia donde quieren dirigir sus esfuerzos desde el principio. En evolución sólo hay "caminos en la mar". 

Agradecimientos
A José Manuel Igual, por sus muy acertados comentarios a un primer borrador de este trabajo. 

Bibliografía

(1) Gould, S.J. (1984). Dientes de gallina y dedos de caballo. Hermann Blume. Madrid.
(2) Ericson, P.G.P. y otros autores (2006). Diversification of Neoaves: integration of molecular sequence data and fossils. Biology Letters, 22: 543-547.
(3) McCormack, J.E. (2013). A phylogeny of birds based on over 1.500 loci collected by target enrichment and high-throughput sequencing. PLOS ONE, 8: e54848.
(4) Jarvis, E.D. y otros autores (2014). Whole-genome analyses resolve early branches in the tree of life of modern birds. Science, 346: 1.320-1.331.
(5) Martínez-Abraín, A. (2011). Avanzar desacelerando. Quercus, 300: 6-7.
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miércoles, 3 de junio de 2015

Como un huevo y una castaña

La unidad de la vida es un hecho evolutivo, hasta tal punto que las sustancias fotorreceptoras de nuestros ojos parecen remontarse a las cianobacterias, como vimos en el detective del pasado mes de abril. Sin embargo, plantas y animales se separaron tan temprano en la historia de la vida que ni la ecología ni la evolución de ambos reinos son totalmente equiparables.

Aspiramos a tener leyes biológicas universales. Un deseo que no podrá hacerse realidad hasta que la exobiología, o biología de la vida extraterrestre, sea un hecho. No es un propósito imposible, pero sí difícil de conseguir. Casi tanto como tratar de conocer nuestra propia ecología en ambientes donde coincidieran varias especies de humanos. En realidad esa extensión heteroespecífica de nuestra naturaleza, a la que se debe que llevemos a cuestas el ADN de al menos cuatro especies de homínidos, quedará para siempre en el cajón de los deseos.

Parece más asequible, sin embargo, tratar de disponer de una biología que unifique toda la vida de nuestro planeta, sin duda una de las actividades más serias a las que puede dedicarse el intelecto humano. Procariotas, protistas, hongos, plantas y animales compartimos las mismas bases bioquímicas. Contamos con moléculas autorreplicantes y rutas metabólicas conservadas desde muy antiguo. Pero también somos muy diferentes.

Sésiles y móviles
Una de las principales diferencias es que las plantas son sésiles –es decir, están ancladas al sustrato– y eso determina toda su ecología. Algunos animales marinos, como corales y esponjas, tienen en eso un parecido notable con los vegetales. De hecho, las primeras formas vivas tenían simetría radial probablemente a causa de su naturaleza sésil. Si no te puedes mover del sitio, es mejor poder responder a los estímulos que te lleguen en un ángulo de 360º. Los animales bilaterales evolucionamos en realidad a partir de las larvas de las formas sésiles, que sí son móviles. Nuestra simetría bilateral proviene de ahí.

Que las plantas sean sésiles implica que no pueden salir corriendo ante una situación de peligro, como la que representa un herbívoro, y por eso han desarrollado todo tipo de sustancias químicas de protección. Por eso recurrimos a las plantas (y los animales sésiles marinos) en busca de posibles curas para nuestras enfermedades y no tanto a los animales terrestres móviles. En realidad, en mayor o menor medida, todas las plantas son tóxicas. Quieren que se consuma su néctar y su polen, porque con ello consiguen reproducirse sexualmente. También quieren que se consuman sus frutos, porque logran así dispersar sus semillas. Pero de ninguna manera quieren perder sus partes verdes fotosintéticamente activas, las placas fotovoltaicas de donde emana la energía química para fabricar precisamente su néctar, su polen y sus semillas. Así pues, es normal que los niños tengan una tendencia innata a evitar el consumo de verduras. Sus hígados, nuestros órganos por excelencia para eliminar sustancias tóxicas, están poco desarrollados y pequeñas dosis de hojas (pongamos inofensivas lechugas o espinacas) podrían resultarles dañinas. A eso se añade que encima no dejamos a los pobres niños comer tierra, cuando muchas veces lo intentan de forma instintiva. Ese hábito de comer barro tiene mucho sentido entre herbívoros y frugívoros, porque la arcilla también contribuye a eliminar tóxicos. La cocción tradicional en recipientes de barro debía ayudar en este proceso de eliminación de sustancias indeseadas en los vegetales cocinados (1). La cocción en cualquier recipiente es nuestra estrategia para vencer los tóxicos de las plantas; una ventaja a la que llegamos sólo después de dominar el fuego.

Los animales, por el contrario, podemos salir corriendo ante un peligro y no necesitamos estar dotados de un arsenal químico, como las plantas. Los que sí han desarrollado su propio arsenal de defensas químicas tienen escasa capacidad de desplazamiento y lo advierten a las claras con colores llamativos, para que quede claro el riesgo de ingerirlos. Es el caso, por ejemplo, de las coloridas babosas marinas (nudibranquios), lentas pero seguras.


Una castaña y un huevo de gallina. Símbolos de las enormes diferencias que median entre los mecanismos reproductores de animales y plantas, a pesar de tener un origen evolutivo común (Foto del autor)

Conservar plantas
De manera que conservar animales y plantas son empresas muy distintas, aunque a menudo nos empeñemos en aplicar las mismas reglas y estrategias a ambos mundos. Para empezar, es muy difícil asegurar que una planta se ha extinguido. La razón es que, aunque no la veamos durante años, sus semillas pueden estar presentes (aunque dormidas) en el suelo. De manera que, si llegan a darse determinadas condiciones ambientales, la planta vuelve a germinar para sorpresa de propios y extraños. Eso es impensable en el mundo de la conservación animal.

Los espacios protegidos probablemente tienen más sentido para seres sésiles que para seres móviles, a no ser que sean de enorme extensión o que se diseñen a modo de red en la que queden cerca unos de otros. En realidad, son islas inmersas en una matriz modificada y, en gran medida, inhóspita. Serían el equivalente de islas (no oceánicas, es decir, no volcánicas) que se originan sobre la plataforma continental con los ascensos del nivel del mar. Zonas que antes estaban unidas al continente y que luego quedaron separadas entre sí. Su destino, según predice la teoría ecológica, es la pérdida progresiva de especies desde el momento del aislamiento (2). Imagino que este problema es menos exagerado en el caso de las plantas, que en poblaciones isleñas desarrollan adaptaciones ante la escasez de individuos de la misma especie y también de polinizadores. Por ejemplo, pueden autofecundarse o modificar su ciclo reproductor para hacer más probable la polinización (3). Todo esto es impensable en el mundo animal. Sólo la dispersión en un paisaje fragmentado puede mantener a las especies en el tiempo, pero a cambio de un alto coste; o si no, que se lo digan a los casi 20 linces atropellados en el año 2014 en España.

Evolución en plantas y animales
Es tentador separar a plantas y animales como organismos que en el pasado domesticaron, respectivamente, cloroplastos y mitocondrias de vida libre. Pero sería falso. Las plantas no sólo tienen cloroplastos, sino también mitocondrias. Podríamos decir que las plantas son más complejas que los animales a escala celular. Gracias a los cloroplastos, fabrican su propio alimento a partir de la nada, como ya dije en otra ocasión (4), y luego queman lo sintetizado en las mitocondrias para recuperar la energía química contenida en los enlaces de esas moléculas, cuando la luz no está presente. De hecho la productividad efectiva de una planta es la resultante de restar a la fotosíntesis la respiración. Nosotros, los animales (seres heterótrofos), no seríamos nada sin las plantas; nuestra evolución habría sido inviable y, desde luego, ellas nos precedieron. Lo más parecido a una quimera planta-animal son algunos protistas (un tipo de paramecio o ameba) portador de cloroplastos. Pero los protistas (antiguos proto-zoos) no llegan a ser verdaderos animales (eu-meta-zoos), como no lo son tampoco las esponjas (para-zoos).

El argumento de mayor peso que separa a animales y plantas es el que Carlos M. Herrera aborda en la introducción de su libro sobre la alta variación dentro de un mismo individuo vegetal y como ello determina su interacción con los animales (5). Hace referencia a las diferentes estrategias de desarrollo en animales y plantas, diferencias debidas a que sus caminos evolutivos han sido independientes. En los animales, los linajes celulares reproductivos y somáticos divergen temprano en la embriogénesis, mientras que en las plantas las estructuras vegetativas y las reproductoras comparten un linaje celular común. Es decir, las células de las plantas retienen todo el potencial de diferenciación hasta muy tarde a lo largo de su desarrollo. Esto hace que sean seres modulares, construidos por repetición de un mismo módulo: el metámero. Las plantas son como un juego de construcción para niños, que fabrica el todo mediante adición de una secuencia de piezas idénticas, bajo la influencia de las características del medio.

Dos reinos, dos teorías
En definitiva, tanto la naturaleza sésil de las plantas como sus peculiaridades somáticas y el hecho de poder reproducirse asexualmente, hacen de ellas unos seres en los que la evolución procede por caminos muy distintos a los del reino animal. Así, en las plantas, las mutaciones somáticas (es decir del cuerpo) pueden ser transmitidas a las células reproductoras (gametos); la poliploidía (organismos con más de dos series completas de cromosomas) es habitual entre ellas y da lugar a nuevas especies vegetales de forma rápida; y la epigenética, que frecuentemente dota a las inmóviles plantas de plasticidad fenotípica (como fabricar hojas punzantes en su parte baja, al alcance de los herbívoros) es un mecanismo evolutivo más frecuente en el reino vegetal, aunque también se da en el reino animal (6).

Como dice Herrera, puede que necesitemos dos teorías evolutivas: una para las plantas y otra para los animales. La evolución se ha estudiado mucho más en los animales que en las plantas y las conclusiones obtenidas en un grupo no son necesariamente válidas para el otro. Eso nos aleja del ideal científico de obtener principios universales. Pero si Einstein y la teoría cuántica matizaron a Newton en lo tocante a las leyes físicas que son aplicables a lo muy grande (planetas) y a lo muy pequeño (partículas subatómicas), no es de extrañar que en biología nos veamos forzados a reconocer que las plantas y los animales, aun teniendo un origen común, son tan distintos como un huevo y una castaña. Ambos escogidos, medio en broma, como ejemplos de unidad reproductora de animales y plantas. 

Bibliografía

(1) Barlow, C. (2000). The ghosts of evolution. Basic Books. New York.
(2) Newmark, W.D. (1987). A land-bridge island perspective on mammalian extinctions in western North American parks. Nature, 325: 430-432.
(3) Pérez-Bañón, C. y otros autores (2007). Pollination in small islands by occasional visitors: the case of Daucus carota subsp. communatus (Apiacea) in the Columbretes Archipelago, Spain. Plant Ecology, 192: 133-151.
(4) Martínez-Abraín, A. (2014). Cómo crear materia viva a partir de la “nada”. Quercus, 339: 6-8.
(5) Herrera, C.M. (2009). Multiplicity in unity. The University of Chicago Press. Chicago.
(6) Skinner, M.K. y otros autores (2014). Epigenetics and the evolution of Darwin’s finches. Genome Biology and Evolution. Disponible en: Doi:10.1093/gbe/evu158.



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