miércoles, 3 de junio de 2015

Como un huevo y una castaña

La unidad de la vida es un hecho evolutivo, hasta tal punto que las sustancias fotorreceptoras de nuestros ojos parecen remontarse a las cianobacterias, como vimos en el detective del pasado mes de abril. Sin embargo, plantas y animales se separaron tan temprano en la historia de la vida que ni la ecología ni la evolución de ambos reinos son totalmente equiparables.

Aspiramos a tener leyes biológicas universales. Un deseo que no podrá hacerse realidad hasta que la exobiología, o biología de la vida extraterrestre, sea un hecho. No es un propósito imposible, pero sí difícil de conseguir. Casi tanto como tratar de conocer nuestra propia ecología en ambientes donde coincidieran varias especies de humanos. En realidad esa extensión heteroespecífica de nuestra naturaleza, a la que se debe que llevemos a cuestas el ADN de al menos cuatro especies de homínidos, quedará para siempre en el cajón de los deseos.

Parece más asequible, sin embargo, tratar de disponer de una biología que unifique toda la vida de nuestro planeta, sin duda una de las actividades más serias a las que puede dedicarse el intelecto humano. Procariotas, protistas, hongos, plantas y animales compartimos las mismas bases bioquímicas. Contamos con moléculas autorreplicantes y rutas metabólicas conservadas desde muy antiguo. Pero también somos muy diferentes.

Sésiles y móviles
Una de las principales diferencias es que las plantas son sésiles –es decir, están ancladas al sustrato– y eso determina toda su ecología. Algunos animales marinos, como corales y esponjas, tienen en eso un parecido notable con los vegetales. De hecho, las primeras formas vivas tenían simetría radial probablemente a causa de su naturaleza sésil. Si no te puedes mover del sitio, es mejor poder responder a los estímulos que te lleguen en un ángulo de 360º. Los animales bilaterales evolucionamos en realidad a partir de las larvas de las formas sésiles, que sí son móviles. Nuestra simetría bilateral proviene de ahí.

Que las plantas sean sésiles implica que no pueden salir corriendo ante una situación de peligro, como la que representa un herbívoro, y por eso han desarrollado todo tipo de sustancias químicas de protección. Por eso recurrimos a las plantas (y los animales sésiles marinos) en busca de posibles curas para nuestras enfermedades y no tanto a los animales terrestres móviles. En realidad, en mayor o menor medida, todas las plantas son tóxicas. Quieren que se consuma su néctar y su polen, porque con ello consiguen reproducirse sexualmente. También quieren que se consuman sus frutos, porque logran así dispersar sus semillas. Pero de ninguna manera quieren perder sus partes verdes fotosintéticamente activas, las placas fotovoltaicas de donde emana la energía química para fabricar precisamente su néctar, su polen y sus semillas. Así pues, es normal que los niños tengan una tendencia innata a evitar el consumo de verduras. Sus hígados, nuestros órganos por excelencia para eliminar sustancias tóxicas, están poco desarrollados y pequeñas dosis de hojas (pongamos inofensivas lechugas o espinacas) podrían resultarles dañinas. A eso se añade que encima no dejamos a los pobres niños comer tierra, cuando muchas veces lo intentan de forma instintiva. Ese hábito de comer barro tiene mucho sentido entre herbívoros y frugívoros, porque la arcilla también contribuye a eliminar tóxicos. La cocción tradicional en recipientes de barro debía ayudar en este proceso de eliminación de sustancias indeseadas en los vegetales cocinados (1). La cocción en cualquier recipiente es nuestra estrategia para vencer los tóxicos de las plantas; una ventaja a la que llegamos sólo después de dominar el fuego.

Los animales, por el contrario, podemos salir corriendo ante un peligro y no necesitamos estar dotados de un arsenal químico, como las plantas. Los que sí han desarrollado su propio arsenal de defensas químicas tienen escasa capacidad de desplazamiento y lo advierten a las claras con colores llamativos, para que quede claro el riesgo de ingerirlos. Es el caso, por ejemplo, de las coloridas babosas marinas (nudibranquios), lentas pero seguras.


Una castaña y un huevo de gallina. Símbolos de las enormes diferencias que median entre los mecanismos reproductores de animales y plantas, a pesar de tener un origen evolutivo común (Foto del autor)

Conservar plantas
De manera que conservar animales y plantas son empresas muy distintas, aunque a menudo nos empeñemos en aplicar las mismas reglas y estrategias a ambos mundos. Para empezar, es muy difícil asegurar que una planta se ha extinguido. La razón es que, aunque no la veamos durante años, sus semillas pueden estar presentes (aunque dormidas) en el suelo. De manera que, si llegan a darse determinadas condiciones ambientales, la planta vuelve a germinar para sorpresa de propios y extraños. Eso es impensable en el mundo de la conservación animal.

Los espacios protegidos probablemente tienen más sentido para seres sésiles que para seres móviles, a no ser que sean de enorme extensión o que se diseñen a modo de red en la que queden cerca unos de otros. En realidad, son islas inmersas en una matriz modificada y, en gran medida, inhóspita. Serían el equivalente de islas (no oceánicas, es decir, no volcánicas) que se originan sobre la plataforma continental con los ascensos del nivel del mar. Zonas que antes estaban unidas al continente y que luego quedaron separadas entre sí. Su destino, según predice la teoría ecológica, es la pérdida progresiva de especies desde el momento del aislamiento (2). Imagino que este problema es menos exagerado en el caso de las plantas, que en poblaciones isleñas desarrollan adaptaciones ante la escasez de individuos de la misma especie y también de polinizadores. Por ejemplo, pueden autofecundarse o modificar su ciclo reproductor para hacer más probable la polinización (3). Todo esto es impensable en el mundo animal. Sólo la dispersión en un paisaje fragmentado puede mantener a las especies en el tiempo, pero a cambio de un alto coste; o si no, que se lo digan a los casi 20 linces atropellados en el año 2014 en España.

Evolución en plantas y animales
Es tentador separar a plantas y animales como organismos que en el pasado domesticaron, respectivamente, cloroplastos y mitocondrias de vida libre. Pero sería falso. Las plantas no sólo tienen cloroplastos, sino también mitocondrias. Podríamos decir que las plantas son más complejas que los animales a escala celular. Gracias a los cloroplastos, fabrican su propio alimento a partir de la nada, como ya dije en otra ocasión (4), y luego queman lo sintetizado en las mitocondrias para recuperar la energía química contenida en los enlaces de esas moléculas, cuando la luz no está presente. De hecho la productividad efectiva de una planta es la resultante de restar a la fotosíntesis la respiración. Nosotros, los animales (seres heterótrofos), no seríamos nada sin las plantas; nuestra evolución habría sido inviable y, desde luego, ellas nos precedieron. Lo más parecido a una quimera planta-animal son algunos protistas (un tipo de paramecio o ameba) portador de cloroplastos. Pero los protistas (antiguos proto-zoos) no llegan a ser verdaderos animales (eu-meta-zoos), como no lo son tampoco las esponjas (para-zoos).

El argumento de mayor peso que separa a animales y plantas es el que Carlos M. Herrera aborda en la introducción de su libro sobre la alta variación dentro de un mismo individuo vegetal y como ello determina su interacción con los animales (5). Hace referencia a las diferentes estrategias de desarrollo en animales y plantas, diferencias debidas a que sus caminos evolutivos han sido independientes. En los animales, los linajes celulares reproductivos y somáticos divergen temprano en la embriogénesis, mientras que en las plantas las estructuras vegetativas y las reproductoras comparten un linaje celular común. Es decir, las células de las plantas retienen todo el potencial de diferenciación hasta muy tarde a lo largo de su desarrollo. Esto hace que sean seres modulares, construidos por repetición de un mismo módulo: el metámero. Las plantas son como un juego de construcción para niños, que fabrica el todo mediante adición de una secuencia de piezas idénticas, bajo la influencia de las características del medio.

Dos reinos, dos teorías
En definitiva, tanto la naturaleza sésil de las plantas como sus peculiaridades somáticas y el hecho de poder reproducirse asexualmente, hacen de ellas unos seres en los que la evolución procede por caminos muy distintos a los del reino animal. Así, en las plantas, las mutaciones somáticas (es decir del cuerpo) pueden ser transmitidas a las células reproductoras (gametos); la poliploidía (organismos con más de dos series completas de cromosomas) es habitual entre ellas y da lugar a nuevas especies vegetales de forma rápida; y la epigenética, que frecuentemente dota a las inmóviles plantas de plasticidad fenotípica (como fabricar hojas punzantes en su parte baja, al alcance de los herbívoros) es un mecanismo evolutivo más frecuente en el reino vegetal, aunque también se da en el reino animal (6).

Como dice Herrera, puede que necesitemos dos teorías evolutivas: una para las plantas y otra para los animales. La evolución se ha estudiado mucho más en los animales que en las plantas y las conclusiones obtenidas en un grupo no son necesariamente válidas para el otro. Eso nos aleja del ideal científico de obtener principios universales. Pero si Einstein y la teoría cuántica matizaron a Newton en lo tocante a las leyes físicas que son aplicables a lo muy grande (planetas) y a lo muy pequeño (partículas subatómicas), no es de extrañar que en biología nos veamos forzados a reconocer que las plantas y los animales, aun teniendo un origen común, son tan distintos como un huevo y una castaña. Ambos escogidos, medio en broma, como ejemplos de unidad reproductora de animales y plantas. 

Bibliografía

(1) Barlow, C. (2000). The ghosts of evolution. Basic Books. New York.
(2) Newmark, W.D. (1987). A land-bridge island perspective on mammalian extinctions in western North American parks. Nature, 325: 430-432.
(3) Pérez-Bañón, C. y otros autores (2007). Pollination in small islands by occasional visitors: the case of Daucus carota subsp. communatus (Apiacea) in the Columbretes Archipelago, Spain. Plant Ecology, 192: 133-151.
(4) Martínez-Abraín, A. (2014). Cómo crear materia viva a partir de la “nada”. Quercus, 339: 6-8.
(5) Herrera, C.M. (2009). Multiplicity in unity. The University of Chicago Press. Chicago.
(6) Skinner, M.K. y otros autores (2014). Epigenetics and the evolution of Darwin’s finches. Genome Biology and Evolution. Disponible en: Doi:10.1093/gbe/evu158.



2 comentarios:

  1. hola. en relacion a a quimera planta -animal, creo que casaria bien el caso del gasteropodo elysia chlorotica (y otras especies proximas de ese grupo http://www.plantphysiol.org/content/123/1/29.full
    en os los ultimos años ha habido pruebas a favor y en contra de la transferencia horizontal de genes del alga al nucleo del molusco (bien resumido por http://rspb.royalsocietypublishing.org/content/281/1777/20132450.short)
    así que la cosa tiene su enjundia evolutiva :-) disculpad la mala ortografia, debida al uso de un dispositivo movil

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  2. Gracias Marta, pues sí, ese caso de transferencia horizontal de genes entre un alga y un metazoo es bien interesante; y sólo el hecho en sí de la biología de este gasterópodo marino que emplea los cloroplastos de las algas que ingiere como fuente de energía es ya impresionante.

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