jueves, 8 de enero de 2015

Ciencia emotiva, ciencia creativa

En su obra Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, Miguel de Unamuno decía, probablemente inspirado por Nietzsche, que esta civilización nuestra está produciendo conocimiento sin parar, pero que esos avances afectan poco a nuestras vidas, a la visión que tiene del mundo el común de los mortales.

El año pasado Martín López Corredoira, astrofísico y filósofo del Instituto de Astrofísica de Canarias, escribió un libro titulado The twilight of the scientific age (La decadencia de la era científica) inspirado en el pensamiento de Unamuno (1). Corredoira razona en su ensayo que, a pesar de vivir en la época en la que más recursos se dedica a la investigación y a las artes, no se acaban de producir grandes innovaciones. Venimos de un pasado de enormes avances científicos, con Newton, Maxwell, Darwin y Einstein, pero ahora las aportaciones de los científicos son simples matizaciones de los grandes temas descubiertos en el pasado, hechas a expensas de un considerable coste económico, en comparación con lo que se invertía hace un siglo. A unos gastos más elevados corresponden, paradójicamente, resultados de menor calibre. Este declive de la ciencia, pero también de la filosofía y de las artes, se enmarcaría, para López Corredoira, dentro de la decadencia de nuestra civilización actual y una de sus principales causas es el desapasionamiento.

Ciencia de producción industrial

Cuando uno hace algo con pasión se nota en el producto final. La magdalena cocinada con amor no sabe igual que la industrial: los huevos están batidos con más calma, el azúcar se añade con mesura y el tiempo de cocción se ajusta al paladar humano. Lo mismo puede aplicarse a las creaciones intelectuales. Un estudio hecho con ilusión sale necesariamente mejor. ¿Por qué? Porque no se escatiman esfuerzos, porque se replica todo lo necesario, porque se analizan y reanalizan los datos con detenimiento y se presentan los resultados con la intención real de contribuir a la mejora del conocimiento, no sólo para engrosar el curriculum del autor.

Hemos llegado hasta esa situación porque la ciencia se ha institucionalizado y ahora padece todos los males típicos (básicamente un esclerosis aguda) de la burocracia. Como dice Corredoira, la ciencia se ha convertido en una nueva iglesia, aunque no tenga nada que ver con la religión.

Conocimiento sin emoción: ¿qué debemos cambiar?

Si la ciencia no otorga ya sentido a la vida de la gente, habrá que cambiar algo para evitar que se abandone por inservible, excepto en su vertiente más técnica, la de producir aparatejos y cachivaches. Si la sociedad está saturada de bits, de conocimiento, pero sigue igual de desorientada que antes, algo tendremos que corregir. Escribo esto desde el convencimiento absoluto de que la ciencia puede brindar mucho sentido a la vida de las personas, siempre y cuando no las saturemos de información, sino de ganas de aprender por ellas mismas. Siempre y cuando nos limitemos a mostrar la capacidad de este método de exploración del mundo para ayudarnos en nuestro día a día. Siempre y cuando la transmitamos tocando a la vez la fibra emotiva y la racional.

¡Ojo! Esto último es importante: nuestro reciente cerebro pensante (el neocórtex) no sólo cabalga sobre partes muchísimo más antiguas (el tronco encefálico, el cerebelo, el hipotálamo, el tálamo, la amigdala ) sino que interactúa con ellas de forma compleja y profunda (2). La conciencia y el raciocinio, el proceso por el cual el cerebro es capaz de estudiarse a sí mismo, no sería posible sin la cooperación entre los elementos antiguos y recientes de nuestro sistema nervioso central (3). Por eso es absurdo, antinatural y contraproducente separar la emotividad de la racionalidad. Simplemente, la naturaleza no funciona así. Las personas con problemas de emotividad aprenden peor. Los niños deben aprender jugando, divirtiéndose, estando alegres. Si todo fuera como debe, los infantes pedirían por favor a sus padres que les dejasen ir a las escuelas cada mañana. Es tan artificial esta separación entre emoción y razón como la de las artes y las ciencias, como la del cerebro y el cuerpo. El científico puede encontrar la tranquilidad que necesita para su creativo pensamiento en una sinfonía musical o en la contemplación de un cuadro, de una escultura o de un ballet que le confiere bienestar sin saber por qué. El artista plástico puede inspirarse a su vez para sus creaciones en la estructura de una molécula orgánica. ¿Acaso no hay una enorme belleza en la intricada maraña y en la disposición de átomos y enlaces de una macromolécula? La hay, y mucha. Es la belleza de la propia naturaleza a escala microscópica. La belleza de un enlace covalente en el que un par de electrones son compartidos entre dos núcleos atómicos.

Radiografías de la mano del autor. Hay belleza en la estructura interna de una mano. Sentimientos y raciocinio han de cabalgar juntos en busca del conocimiento. Las mejores innovaciones vienen de mentes apasionadas
Ciencia y poesía
Otra manera de mejorar podría consistir en fomentar el conocimiento de disciplinas distintas a las que uno ya domina. La cantidad de conocimiento disponible hoy en día ha llevado a la especialización total. Hay médicos expertos en la parte delantera del ojo (córnea, cristalino, iris, pupila, conjuntiva) que no saben gran cosa sobre los avances en el estudio de la parte trasera (retina, fóvea, nervio óptico). Y no digo nada sobre los avances en el estudio del hígado, el pulmón o la rodilla. Aunque hoy en día sea necesario ahondar en un tema y especializarse, eso no debería exigir el abandono de una visión general del objeto de estudio. No sólo porque hay interacciones múltiples e insospechadas entre partes aparentemente distantes, sino por la propia satisfacción del estudioso como persona, al margen de su labor profesional. La persona es lo que cuenta.

Entroncando con el Detective Ecológico publicado en agosto de 2011 (4), es posible renunciar a la ciencia sin que todo colapse. Como nos recuerda López Corredoira, hay civilizaciones que han vivido y aún viven sin ella; y otras que la abandonaron después de haberla tenido, como la nuestra durante la Edad Media, que relegó el florecimiento de la Grecia clásica a los scriptorium de los monasterios. Lo que la ciencia nos proporciona es, sobre todo, una nueva capa de belleza, una manera más rica de relacionarnos con la biosfera y con el cosmos, de entender nuestro lugar en el mundo y, por tanto, una forma mejor de relacionarnos con nuestros semejantes, con el resto de las formas vivas y con la gea. El valor de la ciencia es tan grande como el de la poesía. Si no la valoras no pasa nada, nadie se muere por una carencia de hálito poético. Pero si la incorporas a tu vida, ganas una barbaridad en valores propiamente humanos.

Detener el declive de nuestra civilización

Así pues, está en nuestras manos detener la decadencia de Occidente. Lo cual no depende, por cierto, de que la macroeconomía crezca sin cesar. La tan manida “pérdida de valores” es la verdadera clave, pero esa desgastada expresión nada tiene nada que ver con las morales religiosas. Los valores perdidos son aquellos que relacionaban emociones y conocimiento. Es algo que debe cambiar si queremos detener la crisis de Occidente antes de que nos engulla. Obviamente, los recursos económicos son importantes. Si, para ser abordadas, mis preguntas requieren el concurso de la genética, necesitaré dinero para pagar unos reactivos muy caros. No quiero dar la impresión de que podemos hacer ciencia sin recursos, porque sería una idea falsa e ilusoria. Pero sí quiero destacar que la ciencia, las artes y la filosofía saldrían mejor cocinadas del horno si vinieran cargadas de esa pasión perdida, extremo en el que tanto incide E.O. Wilson (5). Hemos democratizado la ciencia, antaño sólo al alcance de la aristocracia, lo cual es buena cosa. Pero hemos de tener cuidado de no convertirnos en un ejército de soldaditos al servicio de la industria de la producción científica. La ciencia no se rige por los mismos procesos que el mundo industrial. Puedes estar veinte años trabajando en algo (digamos, en conseguir una vacuna eficaz) sin éxito o tener la suerte de alcanzar tu objetivo en breve plazo, o incluso encontrar por el camino un descubrimiento inesperado, como tantas veces ha sucedido en la historia de la ciencia, donde interviene la serendipia, la casualidad afortunada. Para que estos eventos impredecibles sucedan es condición necesaria (aunque no suficiente) tener a mucha gente trabajando en condiciones materiales adecuadas.

La condición que falta es promover la motivación, la pasión que emanaba de Santiago Ramón y Cajal (6) por descubrir los secretos del cerebro, y para eso debe cesar la manera actual de medir los méritos según el número de publicaciones o por los índices de impacto. Bastaría con clausurar el ineficaz sistema de plazas permanentes y promover el contrato de los investigadores con cargo a proyectos, con evaluaciones del progreso de su investigación cada cierto número de años. Eso acabaría con la angustia vital de muchos aspirantes a científico (que lleva incluso a notorios casos de fraude), debida a la gran incertidumbre que acosa a quienes hoy persiguen una carrera científica y mejoraría notablemente la calidad de la ciencia al eliminar la actual presión por conseguir resultados espectaculares con rapidez, uno tras otro, sin cesar.


Bibliografía

(1) López Corredoira, M. (2013). The twilight of the scientific age. Brown Walker Press. Boca Ratón (Florida, Estados Unidos).
(2) Damasio, A. (2010). Y el cerebro creó al hombre. Destino. Barcelona.
(3) Damasio, A. (2003). El error de Descartes: la emoción, la razón y el cerebro humano. Crítica. Barcelona.
(4) Martínez-Abraín, A. (2011). La poesía del conocimiento. Quercus, 306: 6-7.
(5) Wilson, E.O. (2013). Letters to a young scientists. Liveright publishing corporation, New York. 
(6) Ramón y Cajal, S. (2008). Reglas y consejos sobre investigación científica: los tónicos de la voluntad. CSIC. Madrid.
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