martes, 4 de noviembre de 2014

Naturaleza neolítica

A menudo pensamos que la agricultura y la ganadería son obras maestras de nuestra especie, un excelso logro cultural que nos distingue del resto de las formas vivas. Sin embargo, bien mirada, la naturaleza está llena de ejemplos sofisticados de agricultura y ganadería, tanto a pequeña como a gran escala.

A primera vista, podría dar la sensación de que la naturaleza es fundamentalmente paleolítica, es decir, cazadora-recolectora. Los animales sobreviven cazando y recogiendo lo que encuentran. Sin embargo, la realidad es siempre mucho más compleja: hay formas de agricultura y ganadería que no son de reciente invención ni están protagonizadas por grandes vertebrados.

Hormigas agricultoras y ganaderas
Un caso bien conocido es el de las hormigas cortadoras de hojas de los géneros Acromyrmex y Atta que habitan en las selvas tropicales americanas. Con las hojas que cortan y mastican crean en el interior de sus hormigueros un lecho donde cultivan hongos de la familia Agaricaceae (la familia del champiñón común, para entendernos). Más adelante, estos hongos servirán de alimento a larvas y adultos. Así pues, entre hormigas y hongos se establece una relación mutualista compleja, ya que las primeras se ocupan de mantener libres de plagas a los segundos y estos les proporcionan su sustento vital. Incluso parece que las hormigas impiden la aparición de otros hongos parásitos mediante unas sustancias antimicrobianas que generan unas bacterias simbiontes que albergan en su interior. ¡Ahí es nada!

Aparte de las hormigas, el cultivo de hongos con fines alimenticios también ha sido desarrollado por termitas y por barrenillos del género Xyleborus. En ambos casos, los insectos acarrean esporas del hongo sobre su propio cuerpo hasta que acaban germinando en las galerías que excavan en los árboles.

Hormigas pastoreando a un grupo de pulgones sobre Galactites tomentosa. Las hormigas hicieron su particular tránsito a la ganadería mucho antes de que los humanos la inventaran a comienzos del Neolítico. Foto del autor.

En cuanto a la ganadería, un ejemplo asimismo bien conocido es el de las hormigas que pastorean pulgones. Ni siquiera hace falta viajar a la selva tropical para presenciarlo. Basta con fijarse en cualquier planta ruderal, por humilde que sea, incluso en un escenario tan pobre como las escombreras de los pueblos. Las hormigas se encargan de mantener a los pulgones libres de depredadores y competidores. A cambio, “ordeñan” el dulce y nutritivo líquido que segregan los pulgones a partir de los jugos vegetales. Tenían que ser las hormigas, con sus complejas sociedades, las más capacitadas para desarrollar unos medios de subsistencia no anclados en el Paleolítico.

Currucas que plantan su propio alimento
Más llamativos resultan los pajarillos que dispersan frutos y semillas en el matorral mediterráneo. En apariencia, currucas, petirrojos, colirrojos y mirlos son aves cazadoras-recolectoras. Durante buena parte del año se alimentan de los insectos que cazan y sólo durante el otoño se cambian a un régimen frugívoro para aprovechar la fructificación del matorral. Sin embargo, hay mucha complejidad encubierta.

Pensemos, por ejemplo, en las currucas cabecinegras (Sylvia melanocephala), legítimas residentes del matorral mediterráneo dado que habitan en él a lo largo de todo el año. Muchas otras especies que comen y dispersan frutos son en realidad “turistas” que sólo visitan la región mediterránea en los meses de otoño. Pero no deja de ser curioso que la labor de dispersión que realizan las avecillas migradoras otoñales coincida con los intereses de las especies residentes. Bien es cierto que, a corto plazo, las aves en paso consumen recursos que podrían aprovechar las residentes, pero también contribuyen a sembrar unos arbustos que, a largo plazo, supondrán alimento y hábitat tanto para sedentarias como para pasajeras. En caso contrario se habría establecido un conflicto histórico entre residentes e inmigrantes.

A juzgar por los restos fósiles encontrados, las currucas pueden llevar de 2 a 3 millones de años sobre el planeta. Durante todo ese tiempo han estado comiendo y dispersando sus frutos preferidos, dando con ello, sin querer, una forma particular al paisaje. Es decir, la maquia que vemos ahí fuera en las zonas mediterráneas no es una formación vegetal que da de comer a las currucas, sino que las currucas han hecho que sus plantas favoritas abunden ahora por doquier. Se mueven entre las plantas de su “huerto” (una huerta de lentiscos, aladiernos, acebuches, mirtos, madreselvas, madroños), crían sobre ellas y quizá se coman los insectos que estas plantas atraigan. En lugar de confiar en que provea la providencia, prefieren “arrimar el ascua a su sardina”.

Como recordaba en un artículo publicado en esta misma sección (1), las currucas fabrican su sustento a la chita callando; incrementan la capacidad de carga del medio y, en definitiva, dan forma al paisaje donde las vemos. En un plano metafórico, podríamos decir que la presencia de una curruca en un lentiscar no es muy distinta a la de un agricultor en un melonar. Al fin y al cabo, son artífices de sus respectivas obras. El azar no juega un papel tan importante como las preferencias deterministas. No sólo hay más lentiscos porque hay currucas dispersándolos, sino que hay más currucas porque ellas mismas se encargan de dispersar su fuente de alimento.

Juntos, pero no revueltos
Entramos así en un bucle que se retroalimenta de manera positiva: a más currucas más lentisco y a más lentisco más currucas. Ya tenemos el monte convertido en una fábrica de currucas y a las currucas convertidas en las ingenieras del paisaje. Como contaba Carlos M. Herrera en unos preciosos artículos publicados hace ya 25 años (2, 3), las currucas capirotadas (Sylvia atricapilla) pueden provocar que ciertas plantas hemiparásitas obligadas, como el bayón (Osyris quadripartita) desarrollen su parasitismo de manera preferente con una especie del matorral. Esto sucede porque las semillas del bayón viajan en las heces de las aves junto a las semillas de las plantas predilectas y, en consecuencia, acaban por germinar junto a éstas. Este proceso se retroalimenta positivamente en el tiempo. No hace falta pues invocar un mecanismo de coevolución para explicar la asociación entre lentiscos y bayones. Simplemente, el proceso ecológico de interacción entre plantas y dispersores de semillas acaba generando el patrón de asociación y abundancias relativas que observamos. A estos casos de íntima interacción entre especies, que no son el resultado de un proceso evolutivo, el ecólogo norteamericano Daniel Janzen los define como “ecological fitting” (4), algo así como un ajuste o encaje ecológico. El caso de las currucas y sus plantas nutricias, que Herrera denominó en su día “habitat shapping” (“dando forma al hábitat”) sería un caso de libro del proceso Janziano de “ecological fitting”.

Pero, curiosamente, tales procesos pueden sentar las bases de futuras relaciones evolutivas. Por ejemplo, desconozco si el torvisco (Daphne gnidium) y los acebuches (Olea europaea var. sylvestris) tienen en Mallorca algún tipo de asociación simbiótica mediada por micorrizas. Pero podrían acabar teniéndola porque los dispersores de ambas plantas suelen depositar sus excrementos (con las semillas de ambas plantas juntas o no) desde las ramas de los acebuches que hacen de posaderos o dormideros, lo que fomenta el crecimiento del torvisco bajo la copa de estos olivos silvestres. El escenario está servido para que, por medios naturales de selección, pueda prosperar una simbiosis si el azar ofrece la ocasión. La contingencia desde luego juega a su favor.

Los termiteros acaban convirtiéndose con el tiempo en viveros de árboles (y siendo por tanto destruidos) debido a la germinación de semillas recolectadas por las termitas y no consumidas. Las termitas plantan árboles pues y mantienen la estructura de la sabana arbolada tanto al cosechar gramíneas como al plantar árboles. Su efecto sobre el paisaje es mayor que el de los ejércitos de ungulados diurnos. Foto del autor en el parque nacional de Tsavo (Kenia).

Efectos sobre el paisaje
Estos ejemplos de organismos pequeños y discretos, pero capaces de llevar a cabo actividades que consideramos culturalmente sofisticadas, como la agricultura y la ganadería, deberían servirnos de doble lección. Por un lado, nos trasladan un mensaje de humildad. No somos tan importantes y tan singulares como pensamos, ni tan distintos del resto de la naturaleza. Somos más bien unos recién llegados, mientras que la naturaleza ha tenido millones de años para innovar, especialmente entre los insectos, que es el grupo zoológico más diverso.

Por otro lado, la naturaleza no es una escala de progreso que siga un curso de complicación progresiva. Entre los insectos pueden evolucionar técnicas “neolíticas” de autoabastecimiento independientes de la caza y la recolección, cuyas repercusiones en el paisaje sean enormes y diversas. La actividad agricultora del arrendajo, que siembra bellotas en el encinar, perpetúa el paisaje, le da forma y le garantiza, a la vez, una despensa a largo plazo. Pero también es cierto que las termitas siembran involuntariamente árboles en el paisaje abierto de la sabana. Una actividad que se vuelve en su contra, por cierto, al destruir los enormes edificios termiteros. De lo pequeño y lo simple emerge un patrón macroscópico complejo y mucho menos azaroso de lo que parece a primera vista. Cuando coinciden los intereses a corto plazo (como comer) y a largo plazo (como fomentar la disponibilidad del recurso comida), las especies han dado sin duda con una estrategia perdurable en el tiempo, sin necesidad de grandes cambios, hasta que las reglas del juego cambien drásticamente.


Bibliografía

(1) Martínez-Abraín, A. (2013). El reclamo de la curruca. Quercus, 329: 6-7.
(2) Herrera, C.M. (1988). Habitat-shaping, host plant use by a hemiparasitic shrub, and the importance of gut fellows. Oikos, 51: 383-386.
(3) Herrera, C.M. (1985). Habitat-consumer interactions in frugivorous birds. En Habitat selection in birds, 341-365. M. Cody (ed.). Academic Press. New York.
(4) Janzen, D.H. (1985). On ecological fitting. Oikos, 45: 308-210. 
Leer más...