viernes, 11 de julio de 2014

¿Causa o efecto?

A veces resulta difícil saber si lo que observamos en la naturaleza es una causa o una consecuencia. Peor aún, causa y efecto giran con frecuencia en un círculo cerrado, de manera que sería artificial establecer distinciones. Hasta puede que sea imposible desentrañar dicha relación.

Supongamos que estamos en una zona húmeda anillando pajarillos y llega a nuestras manos un carricero común en estado lamentable, muy bajo de grasa, sin brillo en la mirada y lleno de ácaros. La primera impresión podría llevarnos a pensar que el carricero se encuentra en tan penosa condición física debido a la gran carga de parásitos externos que soporta. En este caso detectivesco, los parásitos se presentan de entrada como los sospechosos más probables del mal estado del ave. Sin embargo, al meditarlo con calma, podemos reflexionar que el pajarillo podría haberse llenado de parásitos después de que una causa previa lo debilitara. Como bien reza el refrán, “a perro flaco todo son pulgas”. En el caso del carricero, puede que ya estuviera muy afectado por parásitos internos, que padeciera alguna enfermedad infecciosa o que hubiera comido poco o/y mal en los últimos tiempos. Cualquiera de estas causas sería suficiente para que el ave estuviera debilitada y sin energías suficientes para limpiarse el plumaje. Así que el asunto es más difícil de lo que parece a primera vista.

Para solucionar este tipo de conflictos intelectuales, al detective de turno sólo le queda una vía: la experimentación. Hay que coger al carricero y librarlo de ácaros para comprobar si con ello recupera su condición física normal. En caso contrario, habrá que seguir probando para descartar las demás causas posibles. Experimentos de este tipo ya se han llevado a cabo con paíños y han demostrado que los parásitos externos eran, en efecto, la causa de la mala condición física de las aves afectadas (1).

Un caso equivalente en el mundo vegetal sería el de los árboles atacados por insectos capaces de constituir plagas forestales. A menudo estos insectos sólo pueden cebarse en árboles que hayan estado previamente sometidos a episodios de estrés, ya sea por sequías, inundaciones o temperaturas extremas. Es como el anciano que ingresa en el hospital por rotura de cadera: no se sabe si la fractura es consecuencia de la caída, o la caída consecuencia de la fractura. ¿Qué precedió a qué?

Caballos semisalvajes en la Serra do Suido (Pontevedra). La pradera ¿es la causa o la consecuencia de la presencia caballos? Foto del autor.

Un ejemplo parecido es el de los pingüinos patagónicos. En su medio natural están desprovistos de parásitos sanguíneos de malaria aviar; pero, en cuanto ingresan en un centro de recuperación, sus glóbulos rojos soportan cargas parasitarias muy elevadas. Normalmente esto se atribuye a que en el centro de recuperación se encuentran tanto los microparásitos como los vectores adecuados para que se produzca la infección, mientras que en sus colonias de cría no existen. Sin embargo, puede que haya una explicación alternativa: quizá las aves admitidas en centros de rehabilitación ya están inmunodeprimidas por otras causas y son, por tanto, más susceptibles a la malaria. Para estar seguros habría que muestrear la disponibilidad de vectores y medir el estado inmunológico de las aves en ambas zonas (2, 3).

Gaviotas, zorros y… lluvia
Pongamos otro ejemplo. Supongamos que en una colonia de gaviotas vemos que una patiamarilla se está comiendo un huevo de picofina y sacamos una foto. Al mirar la foto no cabe duda de que la causa de la depredación del huevo es una gaviota patiamarilla. Pero, si viéramos un imaginario vídeo grabado diez minutos antes de nuestra entrada, quizá nuestra apreciación inicial cambiase al observar que la entrada de un zorro en la colonia había levantado a previamente las picofinas de sus nidos y que, de forma secundaria, una oportunista patiamarilla se había hecho con un huevo descuidado. El zorro podría sustituirse por una lluvia torrencial, un intruso humano o cualquier otra fuente de perturbación. En este caso no es la experimentación la que nos da la respuesta correcta, sino el conocimiento del pasado.

Muchas veces tendremos que distinguir entre causas próximas (la gaviota) y causas últimas (el zorro, la lluvia, el paseante). A menudo, dado lo contingente de la realidad, las causas próximas no operan sin una causa última anterior. Por ejemplo, en los Alpes italianos, como recordaba en Quercus en agosto de 2008 (4), los nidos de halcón peregrino sólo son depredados por cuervos cuando han sido previamente perturbados por escaladores. De hecho, los halcones parecen buscar la proximidad de los cuervos para criar, porque el éxito reproductor de los primeros aumenta gracias a la labor de centinelas de los segundos e incluso pueden aprovechar sus nidos viejos para criar. Así pues, los cuervos pueden ser la causa próxima de depredación, pero la causa última son las perturbaciones humanas. Es cierto que podríamos seguir tirando del hilo hasta llegar al Big Bang, la causa última (o primera, según se mire) de todo. En el fondo, la causalidad es una cuestión de escala temporal.

¿Qué fue antes el huevo o la gallina?
Esto me recuerda otro importante conflicto sobre la célebre prioridad temporal de gallinas y huevos, que se resuelve acudiendo al pasado, aunque esta vez sea un pasado muy lejano. Los bioquímicos que estudian el origen de la vida se percataron hace tiempo de una paradoja: ¿si el ADN es clave para fabricar proteínas, cómo es posible que surgiera el primer ADN si éste necesita a su vez de proteínas como la ADN-polimerasa para su replicación? La respuesta parece radicar en el hecho de que el ADN procede en realidad del ARN, sintetizado de manera espontánea en las chimeneas hidrotermales alcalinas en la profundidad de los océanos hace casi 4.000 millones de años. Pasar de ARN a ADN es viable mediante la enzima transcriptasa inversa, una proteína propia de los retrovirus que habría surgido a partir de sus constituyentes básicos (aminoácidos) en estas estructuras marinas tan singulares. Así pues, los retrovirus pudieron tener un papel fundamental en el origen de la vida (5).

¿Fue esta hiedra trepadora la causa de la ausencia de hojas en este olivo pluri-centenario o pudo la hiedra apoderarse del olivo por algún problema previo del árbol? Foto del autor.
El vuelo y las plumas de las aves

Un último ejemplo. Según una de las hipótesis que se barajan en la actualidad las plumas pudieron aparecer en dinosaurios (o en otro grupo de reptiles mesozoicos no voladores) como aislante térmico y sólo secundariamente pasaron a ser importantes a la hora de realizar cortos vuelos al cazar a la carrera. Sin embargo una segunda hipótesis sugiere todo lo contrario, que la pluma surgió en reptiles de vida arbórea que ya planeaban de árbol en árbol (quizás gracias a un patagio parecido al de los curiosos marsupiales nocturnos de Australia conocidos como ardillas planeadoras) y por tanto que aquella ayudó a pasar del mero planeo al vuelo. La función termoreguladora de la pluma sería secundaria. Es decir, en el primer caso la aparición de las plumas no fue la causa del vuelo, mientras que en el segundo caso sí; las plumas tuvieron una función locomotora desde el principio. En este caso la respuesta también flota en el viento de la historia.

Cuando la causa y el efecto se confunden
Pero no siempre es posible identificar un principio activo y uno de sus resultados. Como nos recuerda un artículo de opinión publicado hace cuarenta años en una prestigiosa revista científica (6), los organismos son parte de su medio y a la vez que responden a sus efectos contribuyen a modificarlo. Por ejemplo ¿son los suelos la causa o el efecto de la vegetación? ¿Es la pradera la causa o el efecto de los mamíferos que pastan en ella? Difíciles preguntas. O, quizá, preguntas incorrectas.
El suelo hace a la vegetación. Pero, a la vez, la vegetación también crea suelo mediante la descomposición de las hojas o el exudado de las raíces. La hierba de las praderas hace al bisonte, pero el diente del bisonte da forma a las praderas, ya que la herbivoría estimula el crecimiento del pasto y selecciona ciertas características. Así pues, las preguntas anteriores no tienen una solución evidente. Ambos aspectos han evolucionado en paralelo. Al igual que la alargada corola de la flor ha hecho que se alargue la espiritrompa de la mariposa nocturna, la espiritrompa también ha hecho a la corola como es. Las presiones selectivas viajan en ambos sentidos. Se llama coevolución.

La naturaleza es compleja y las cosas no son ni blancas ni negras, sino que se mueven más bien en una escala de grises. Es curioso ver cómo a veces la ciencia de lo complejo converge con formas antiguas de pensamiento, como el taoísmo, germen del budismo y del pensamiento zen. Pasa con la física de partículas y también con la ecología. La intuición milenaria derivada de la atenta observación de la naturaleza en el mundo preindustrial y su estudio mediante herramientas desarrolladas en el Renacimiento europeo, como el método científico, acaban llegando a veces a puertos muy similares (7). Los papeles que desempeñan los seres vivos en la naturaleza no son fijos, sino intercambiables o cambiantes en el tiempo. El carbonero que ejerce de depredador sobre una oruga puede ser al instante víctima de un cernícalo. Así que el carbonero es depredador y presa a la vez. Depende del contexto, de la escala espacio-temporal que consideremos y también, claro está, de cómo definamos los conceptos.

A veces es también la complejidad de las interacciones, su barroquismo, lo que impide identificar una sola causa. Incluso puede darse el caso de que la intervención humana que pretende determinar la dirección de una relación altere el curso de los acontecimientos (8). En tales circunstancias la duda es irresoluble y la incertidumbre prevalece. En definitiva, encontraremos casos en los que es fácil determinar la dirección de la causalidad (la lluvia y las bajas temperaturas son la causa de las avalanchas de rocas y no al contrario), casos en los que causa y efecto se confunden y casos en los que aquella no puede determinarse porque al observar el proceso lo alteramos. En la complejidad de la naturaleza hay hueco para todas las posibilidades. Eso nos debería hacer muy precavidos a la hora de interpretar nuestras observaciones. ¡La posibilidad de equivocarnos está siempre al acecho!

Agradecimientos

A José Manuel Igual, que comentó un borrador de este trabajo.
  
Bibliografía

(1) Merino, S.; Mínguez, E. y Belliure, B. (1999). Ectoparasite effects on nestling European Storm Petrels. Waterbirds, 22: 297-301.
(2) Esparza, B. y otros autores (2004). Inmunocompetence and the prevalence of haematozoan parasites in two long-lived seabirds. Ornis Fennica, 81: 40-46.
(3) Merino, S. y otros autores (2000). Are avian blood parasites pathogenic in the wild? A medication experiment in blue tits (Parus caeruleus). Proceedings of the Royal Society of London B, 267: 2.507-2.510.
(4) Martínez-Abraín, A. (2008). Fotogramas. Quercus, 270: 6-7.
(5) Lane, N. (2009). Los diez grandes inventos de la evolución. Ariel. Barcelona.
(6) Barash, D.P. (1973). The ecologist as zen master. The American Midland Naturalist, 89: 214-217.
(7) Allendorf, F.W. (1997). The conservation biologist as zen student. Conservation Biology, 11: 1.045-1.046.
(8) Martínez-Abraín, A. (2012). El efecto investigador. Quercus, 313: 6-7.





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