lunes, 19 de mayo de 2014

De cómo crear materia viva a partir de la “nada”

Todos deberíamos estar más familiarizados con la maquinaria que fabrica en última instancia nuestro alimento. Esa  compleja maquinaria se encuentra en los cloroplastos, que son antiguas bacterias de vida libre incorporadas a la célula eucariota vegetal desde tiempos muy remotos. Como materia prima utiliza un gas, agua y paquetes de energía procedentes del sol. Poco más.

Algas, musgos, helechos y plantas con flores –es decir, los seres autótrofos– se las apañan para construir sus cuerpos a partir de dióxido de carbono (gas), agua (líquido), luz y unas cantidades minúsculas de sales minerales (sólido), a través de un sofisticado proceso que conocemos como fotosíntesis. Más tarde, sus sólidos cuerpos vegetales, hechos de azúcares complejos, servirán de sustento a los seres heterótrofos, aquellos que comen plantas (herbívoros) o a los que se comen las plantas (carnívoros), además de indirectamente a los descomponedores de todos ellos.

El objetivo final de la fotosíntesis es sintetizar hidratos de carbono, carbo-hidratos o azúcares. Tres nombres para lo mismo.  Para ello las plantas absorben del aire dióxido de carbono, un gas cuya concentración en la atmósfera terrestre actual es muy baja (de unos pocos centenares de partes por millón), pero que era más abundante cuando las plantas inventaron la fotosíntesis. Lo hacen a través de sus estomas, esas pequeñas ventanas ubicadas en el envés de las hojas que son su puerta de comunicación con la esfera gaseosa del planeta, que está compuesta mayoritariamente de nitrógeno gaseoso. En la mayoría de las plantas los estomas están abiertos durante el día, aunque las que habitan en ambientes secos o desérticos procuran abrirlos de noche, para evitar la pérdida involuntaria de agua. El dióxido de carbono absorbido es la fuente de carbono (C) imprescindible para la síntesis de la glucosa. Los árboles de lento crecimiento (como las encinas) deben esa característica precisamente a conseguir el carbono atmosférico más lentamente que un pino, un chopo o un eucalipto. 

Para ello las plantas primero han de disponer de agua, ya que ésta es la fuente de la “electricidad” que mueve todo el proceso de fijación del CO2 en forma de azúcares, gracias a que la radiación solar rompe la molécula del agua y libera electrones (produciendo también átomos de hidrógeno cargados positivamente) que se invierten luego en fabricar moléculas ricas en energía química, como el ATP. En ese proceso se libera el oxígeno del agua como sub-producto de desecho de la reacción. Por lo tanto, al contrario de lo que piensa mucha gente, el oxígeno de la atmósfera, el que respiramos, no procede del dióxido de carbono, que nunca se separa de su oxígeno, sino del agua (1).

Tan eficiente es este proceso de romper moléculas de agua mediante luz (a pesar de la gran estabilidad de la molécula de agua) que la atmósfera terrestre ha pasado a estar compuesta, debido a las plantas, nada menos que en un 21% de oxígeno, un gas que oxida todo a su paso, incluidos los seres vivos (esa es la razón última de nuestros procesos de envejecimiento). El agua por tanto no sólo aporta a las plantas turgencia para soportar la vida terrestre y un medio para transportar nutrientes del suelo sino que es una fuente de electricidad para realizar el trabajo de síntesis de sus tejidos. Nosotros para realizar trabajo nos conectamos a la red eléctrica. Ellas hacen lo mismo pero conectándose al tándem agua y sol.

Detalle del envés de una hoja de higuera (Ficus carica). Gracias a la radiación solar las plantas consiguen “electricidad” a partir del agua. Con ayuda de los fotones rompen la molécula de agua y emplean sus electrones e iones de hidrógeno de carga positiva para sintetizar posteriormente azúcares complejos, fijando el escaso dióxido de carbono de nuestra atmósfera actual. Foto del autor.

Un motor de dos tiempos
Todo este proceso de fabricar el cuerpo de las plantas a partir de la “nada” tiene lugar en dos fases. La primera fase (llamada luminosa) está arbitrada por dos complejos bioquímicos denominados Fotosistema 1 y Fotosistema 2, ambos ubicados en las membranas de unos saquitos  de los cloroplastos conocidos como tilacoides. En origen, ambos fotosistemas eran independientes, pero acabaron acoplados en este “motor de dos tiempos” de tan impactantes resultados. Primero actúa el Fotosistema 2 (el más antiguo en la historia de la vida) y luego le sigue el Fotosistema 1. Ambos están acoplados secuencialmente y siguen un proceso que podemos imaginar en forma de una ene mayúscula, con ambos fotosistemas situados en los puntos bajos de la N. Con ayuda de un fotón de luz, el Fotosistema 2 eleva un electrón procedente del agua hasta un nivel alto de energía. Al caer a favor de gradiente a lo largo del plano inclinado de la N, desde un nivel alto de energía a otro más bajo, el electrón permite sintetizar una molécula denominada ATP, lo que viene a ser como cargar las baterías químicas de la célula. El caso es que el electrón, ahora bajo de energía, es lanzado de nuevo a la parte alta del segundo segmento vertical de la N gracias al mazazo que supone el choque con un nuevo fotón de luz en el Fotosistema 1. Esta vez el electrón ayuda a sintetizar otra molécula distinta de transporte de energía (el llamado NADPH),  con participación de los iones hidrógeno de carga positiva procedentes de la escisión lumínica del agua.

En la segunda fase (o fase obscura, porque no requiere presencia de luz), la energía almacenada en el ATP y el NADPH (corriente de fosfatos y de electrones respectivamente) es empleada para fijar el dióxido de carbono, fuente del carbono necesario para sintetizar glucosa a partir de ciertos precursores orgánicos más sencillos. Esta segunda fase tiene lugar en la parte interior de los cloroplastos  (llamada estroma), fuera por tanto de las tilacoides (fuera de la membrana). La fase obscura también es conocida como "Ciclo de Calvin". En este ciclo es vital la participación de una enzima llamada RuBisCO, la proteína más abundante en nuestra verde biosfera.

La solución a la actual crisis energética
Esta cadena de eventos no ha podido ser replicada exactamente por el ser humano, a pesar de los muchos laboratorios que tratan de emular a las plantas en todo el mundo, con ordenadores tremendamente potentes. En concreto, escindir la molécula de agua para conseguir hidrógeno consiguiendo más energía que la aportada es un logro inalcanzado por el ser humano. De lograrlo dispondríamos de una fuente inagotable y limpia de energía (quemando hidrógeno con oxígeno) pues en el proceso vuelve a generarse agua como residuo. ¡Todos los males energéticos del presente se solucionarían de un plumazo! Es bonito pensar que las cianobacterias, que descubrieron cómo hacer esto hace un par de miles de millones de años, tienen el secreto de nuestra crisis energética actual. Eso nos devuelve al recurrente pensamiento de que vivimos, ante todo, en un mundo de gérmenes y que toda la vida pluricelular, la de los metazoos (la nuestra incluida) y la de las plantas, se construye sobre ellos. A grandes rasgos, podemos decir que las células primigenias que incorporaron a su seno a las bacterias que ahora llamamos cloroplastos iniciaron la aventura de las plantas.

Las plantas, como esta cebolla marina (Urginea maritima), nos hacen un doble favor. Por un lado sintetizan el alimento que los animales heterótrofos ingerimos (ya que no podemos alimentarnos directamente a partir del sol y del aire) y por otro nos regalan el oxígeno necesario para quemar ese alimento en nuestras células y recuperar la energía que almacena.
De las moléculas a los átomos 
Las plantas además de cloroplastos albergan en sus células (como nosotros los animales) otras antiguas bacterias de vida libre ahora esclavizadas como orgánulos. Son las mitocondrias. En ellas tiene lugar (principalmente de noche pero también de día) el proceso de respiración celular, que deshace lo hecho por la fotosíntesis, consumiendo oxígeno y produciendo CO2 y vapor de agua como desecho, para obtener energía para sus funciones vitales. Estos procesos contrarios de síntesis con ayuda de la luz solar y de destrucción con ayuda del oxígeno me traen a la mente (además de a Penélope, la fiel y paciente esposa de Ulises, que destejía por las noches lo tejido durante el día) algo que sucede en el interior de los átomos. Einstein, al formular su famosa ecuación E = mc2, vino a decirnos que una pequeñísima porción de masa (m) puede convertirse en una cantidad enorme de energía (E). Tan enorme como la que resulta de multiplicar la pequeña masa por la velocidad de la luz, 300.000 kilómetros por segundo, elevada al cuadrado (c2). En realidad, la velocidad de la luz es lo de menos. Lo que importa es introducir una constante en la fórmula que sea lo suficientemente grande. Podría haber valido igual el número Pi multiplicado por 100.000 elevado  al cuadrado. El resultado sería similar. Pero la expresión con la velocidad de la luz es más elegante.

El caso es que Einstein entendió que cuando escindimos un átomo (no una molécula unida por fuerzas eléctricas, como en la fotosíntesis, sino un átomo) liberamos gran parte de la energía que fue necesaria para fabricarlo. Es decir, gran parte de la energía que fue necesaria para vencer las fuerzas nucleares débiles y fuertes que actúan en el mundo de las partículas subatómicas que componen los átomos. Dichas fuerzas sólo pueden ser vencidas aplicando enormes presiones y temperaturas, como las que tienen lugar en las explosiones de estrellas en fase moribunda o supernovas. En las supernovas, a partir del elemento más sencillo y abundante del universo, el hidrógeno, se generan todos los elementos de la tabla periódica de Mendeleyev. Así que, cuando fisionamos (rompemos) un átomo, lo que hacemos es, nada más y nada menos, que ¡liberar gran parte de aquella energía que un día aportó una estrella para fabricarlo contra natura! En eso consiste precisamente la energía nuclear, un juego peligroso que equivale a la domesticación de estrellas.

Podríamos decir que una supernova es a la fotosíntesis, lo que la fisión de un átomo es a la respiración celular. En el caso de la supernova y la fotosíntesis se genera algo más complejo contra natura y en el caso de la fisión y de la respiración se recupera buena parte de la energía invertida originalmente. Lo que tienen en común es que tanto en la fisión como en la respiración acabamos liberando el trabajo hecho por una estrella. En el caso de la respiración la estrella es nuestro sol claro. En la membrana de las mitocondrias, durante la respiración, se genera un voltaje equivalente al de un rayo (1) ¡No son unas pilitas celulares de nada las que nos mantienen activos!

Así pues, obtener energía para la vida animal consiste en juntar primero cosas que quieren estar separadas, con ayuda de los fotones solares, para que se separen después según la tendencia espontánea de la naturaleza. En el primer proceso se produce oxígeno como gas de desecho y en el segundo se consume al quemar los azúcares previamente sintetizados contra-corriente.

Algunas lecciones a recordar
La próxima vez que miremos correr el agua de una fuente conviene tener presente que ese líquido maravilloso nos hace, como mínimo, un doble regalo. Por un lado, proporciona las partículas cargadas que las plantas emplean como fuente de “electricidad” para sintetizar la comida de los herbívoros. Y, por otro, produce como desecho el oxígeno que respiramos.

Tampoco conviene olvidar que liberar oxígeno, cuando la atmósfera carecía de él, fue un gran “atentado ecológico” (seguramente el mayor que ha tenido lugar en la historia de la vida), y acabó de un plumazo con toda la vida basada en la ausencia de oxígeno (la denominada vida anaerobia) la que existía hasta entonces. 

Por último también es preciso recordar que el oxígeno presente en el aire que respiramos actualmente procede en su mayor parte de la actividad de los microorganismos marinos con capacidad fotosintetizadora; pero no sólo de los actuales, sino de su actividad acumulada a lo largo de un periodo de tiempo tan largo que desafía a la imaginación humana. De ahí que no se mantenga la idea de que es preciso conservar las selvas tropicales porque son los pulmones del planeta. ¡Sobran motivos para hacerlo sin acudir a argumentos incorrectos!

Bibliografía

(1) Lane, N. (2009). Los diez grandes inventos de la evolución. Ariel. Barcelona.
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